

El fin de la política es el mejor bien, y la política pone el mayor cuidado en hacer a los ciudadanos de una cierta cualidad, esto es, buenos y capaces de acciones nobles.1
Aristóteles, Ética a Nicómaco.
Sabía que tenía que hacerlo y lo hice. Al día siguiente de mi conversación con Joaquina, la vecina de Julia, le dije a ésta que Joaquina había salido a la calle sin adoptar ninguna medida de seguridad. Buscaba contagiarse y morir. Y lo hizo, sin duda, pues no volvimos a tener noticias de ella. Julia tenía llaves de su casa. Bajamos rápidamente. Como se temió, y como aquélla había previsto, encima de la mesa, en un lugar bien visible, estaban todos sus documentos. Joaquina no se había llevado nada con ella. El bolso que cogió estaba vacío. Durante unos largos segundos nos quedamos sin saber qué hacer. Luego cerramos silenciosamente la puerta y nos fuimos a casa.
Julia, aunque visiblemente molesta, no me hizo ningún reproche por no haberle contado mi conversación con Joaquina; ni por no haberle informado de la firme determinación de ésta.
—No ha tenido una vida muy feliz —me dijo con cierta resignación—. Alguna vez sospeché que haría algo así.
De donde no hay no se puede sacar. Además, es todo pura hipocresía.
—Según me dijo lo había pensado varias veces, pero nunca se había atrevido a llevarlo a cabo.
—No sé qué decir. Creo que a lo largo de la vida muchos, en un momento determinado, hemos pensado en terminar con nuestro sufrimiento. Y esta pobre mujer lo pasó muy mal.
—¿Crees que deberíamos denunciar su desaparición? No sé, llamar a la policía…
—Sí, lo deberíamos hacer, y lo haremos. Pero vamos a dejar pasar unos días. Es muy posible que se haya contagiado. Y es muy posible que muera o haya muerto. Desde el momento que no cogió los documentos es porque no quiso que nadie indagara nada. Si ha muerto, seguramente la enterrarán en una fosa común. Y ahí se terminó todo.
—No está mal pensado. Nadie, en su nombre, va a reclamar nada ni a exigir nada, ni a atacar a nadie.
—No creas. Algún carente de escrúpulos, que nunca falta, proclamará aquello de “no sólo Pilar y Lola y María, sino también los miles de muertos anónimos proclaman, señoría, su falta de visión, su incapacidad…”.
—Sí. Esto es el cuento de nunca acabar. Si hay algo que me remueve las tripas son ciertos politicuchos y sus palmeros. Los primeros ni tienen visión política, ni ética ni educación. Y los segundos, son penosos. Recuerdan las risas enlatadas de algunos programas de televisión: ríen cuando les aprietan el botón, y son más lastimosos que el croar de las ranas en torno a una charca.
—De donde no hay no se puede sacar. Además, es todo pura hipocresía. Si tanto les preocupa la muerte de Lola, Antonia, Juana y demás, podían haber pensado que privatizando la sanidad pública estas personas no iban a poder acceder a los hospitales. Falsedades y mentiras. Además no sé hasta qué punto será real, pero cada vez que veo películas americanas en las que alguien, herido o por enfermedad, acude a un hospital y le dicen que tal y tal cosa no la cubre su seguro, en tanto le presentan la factura, se me pone la piel de gallina. ¿Qué sucede si esta gente se queda en el paro?
—Parece que allí hay familias que se han arruinado por pagar la estancia de un familiar en un hospital.
—¿Y a esto quieren llegar aquí? ¿Has visto la serie Breaking Bad? La historia de un profesor de química, con un cáncer terminal, que no puede pagar su tratamiento, y decide fabricar droga… Eso lo dice todo. Y en el país más poderoso del mundo. No sé para qué les sirve el poder.
—Esa es la vieja pregunta. Como sabes, este encierro por la pandemia ha dado para mucho. Yo me he cuestionado muchas cosas. Y preguntando unas cosas y otras, he acabado por desembocar en Aristóteles.
—La raíz.
—O una de las raíces. Me aproximé a él con cierto temor. Me cuesta leer libros de filosofía.
—Todo es cuestión del lenguaje. Una vez lo dominas, se terminan los problemas.
Muchos se meten en política por ambiciones o porque no sirven para nada.
—No los tuve con Aristóteles. Entendí todo cuanto decía. Y por eso precisamente comenzó a sangrarme el corazón. Para él, si lo he entendido bien, la ciencia por excelencia es la política, pues ella trata de conseguir buenos y virtuosos ciudadanos. Para ello el primer virtuoso debe ser el dirigente de turno. Del mal no puede salir el bien.
—¿Y cómo se llega a ser virtuoso?
—Sudando mucho.
Sobre una mesita del comedor de Julia tenía un pequeño montón de libros. Los había ido reuniendo durante esos días. Otros me los traje de casa. Me levanté, y cogí uno de ellos. Estaba lleno de pequeñas etiquetas adhesivas. Lo abrí por donde marcaba una de ellas.
—“La excelencia es un don divino —leí— y, por tanto, innato, pero, según Píndaro, tiene que cultivarse mediante el entrenamiento. Como dijo Hesíodo, la areté sólo se consigue sudando mucho”.2 La areté, como sabes, es la virtud, lo excelente —añadí.
—No creo —me respondió Julia con una melancólica sonrisa— que esa haya sido nunca la meta de ningún gobernante. Ni creo que tengan ninguna noción de lo que es bueno para el país, tomado en su conjunto. Como ya te he dicho en más de una ocasión, muchos se meten en política por ambiciones o porque no sirven para nada. En un partido político, como en otros muchos sitios, sirviendo cafés y riendo las gracias de jefe, se puede llegar muy lejos. Hasta presidente de una nación. Y como nadie es inteligente si no es tan burro como nosotros, hacemos un sistema educativo a nuestra medida, y todos contentos.
—Efectivamente. Y de ahí la importancia de la educación. Y de ahí la importancia de la insistencia de ésta en que nada se da gratis, que todo cuesta mucho. Lo bello es difícil, los dioses no regalan nada, no se pescan truchas a bragas enjutas.
—Sí, todo eso está muy bien. Todo lo que tú quieras. Pero hemos fabricado una sociedad falsamente hedonista en la que todo se tiene que lograr con el mínimo esfuerzo. La forma perversa en la que se ha entendido la democracia nos ha llevado a este punto: todo el mundo sabe de todo, todos entienden de todo, y nadie se preocupa por nada, ni lee nada, ni estudia nada. Si oyes hablar a los políticos, cada día que pasa sus discursos, por llamarlos de alguna forma, son más vacuos, más vacíos, más simples y más necios. Coge, como muestra, cualquier mensaje del mandatario del país más poderoso del mundo.
—Lo que me hace sangrar el corazón es que llegan al poder a través de votaciones y más votaciones…
—¿Y qué? ¿Vivimos en una democracia por eso? Muchos de los que acuden a votar no saben ni dónde tienen la mano derecha. Ni les interesa saberlo. Se tragan todas las series que les sueltan por la televisión, y ni piensan ni reflexionan. Ya sé que no eres nada dado a ver la televisión. Pero te recomendaría que vieras alguna serie, algunas hasta aconsejadas por políticos y periodistas… Son penosas: mediocres, vacías, absurdas cuando no rayanas en la pura necedad y en el mal gusto. Lo único bueno de ellas es la fotografía. A veces, quitándole la voz a la tele, me entretengo con las fotos de estas abominables series.
—Cada día que pasa me reafirmo más en la idea de que debemos volver a los clásicos.
—A la fábula de Samaniego. La mona y la nuez. Pero no nos hagamos ilusiones.
—He pensado en ello más de una vez. Tampoco creo que se las hiciera Aristóteles. Dudo mucho que Filipo de Macedonia, y su hijo Alejandro, estuvieran muy preocupados por hacer ciudadanos honestos y cabales desde su trono. Eso no lo pretende más que algún que otro maestro con los resultados por todos conocidos. Y, desde luego, conseguir cualquier excelencia cuesta ríos de sudores. Es más “natural” tumbarse a la bartola, y no tener que preocuparse por el imperio romano cada dos por tres.
—Pues ya sabes que lo dice el refrán: el ojo del amo engorda al caballo. Luego vienen las quejas y los lamentos, y las bestialidades de siempre.
Dime de qué presumes y te diré de qué careces. La falta de ética y de educación de algunos políticos es total, demencial.
—¿Sabes? Siempre he sido muy escéptico con eso de la bondad innata del hombre. O con la del Pueblo como lo utiliza o ha utilizado cierta izquierda en este país. El Pueblo tenía razón, el Pueblo luchaba por la libertad, el Pueblo está lleno de sabiduría… No. Yo creo, como Aristóteles, que la bondad y la maldad se aprenden. Es una elección que comienza en una edad muy temprana. De ahí la importancia de los padres, que no se pueden escoger; de los amigos, sí, y de los maestros, a veces. Y de la educación, en fin.
—A mí lo que no me cabe en la cabeza es la maldad. Imagino, dadas las horas que pasaste con ella, que Joaquina te contaría lo que le había hecho su nuera: tras la muerte del hijo de Joaquina, aquélla desapareció con su nieto. Ni le dejó una dirección, ni un teléfono, ni nada. La pobre mujer, que se quedó sola, no tuvo ni el consuelo de ver a su nieto. Y lo buscó, lo buscó desesperadamente.
—Hace falta ser animal, desde luego. A esa mujer Aristóteles le hubiera resbalado.
—A ella y a muchos como ella. Pobre Joaquina. Entiendo lo que ha hecho. Más de una vez temí por ella. Y más de una vez temí que esa iba a ser la solución. Ha sido inteligente: no se ha llevado ningún documento. Nadie podrá reclamar en su nombre que se pida perdón por esto o por aquello.
—Cómo si a los políticos les importaran los muertos.
—Dime de qué presumes y te diré de qué careces. La falta de ética y de educación de algunos de ellos es total, demencial. Claro, que una buena parte del país no les va a la zaga como se puede apreciar por las urnas, y por la suciedad de las calles.
—Tenemos que seguir estudiando, Julia. Por nuestro bien.
La virtud perdura en gloriosos cantos,
pero a pocos les es fácil obtenerlos.3
—Por supuesto. Persistiremos en ello. Y dentro de unos días llamaremos a la policía denunciando que Joaquina no contesta a nuestras llamadas. Pobre mujer, se me parte el alma recordándola.
—Y seguiremos cumpliendo con nuestras obligaciones: dando clases, leyendo y haciendo los trabajos propios de un buen ciudadano. Distinguir el grano de la paja.
—Lo importante ahora es hacerse cargo de la memoria de Joaquina.
—Sí. Debemos hacerlo. Lo haremos.
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Notas
- Aristóteles, Ética a Nicómaco, Editorial Gredos, Barcelona, 2019. Traducción de Julio Pallí, p. 148.
- Edith Hall, Los griegos antiguos, Editorial Anagrama, Barcelona, 2020. Traducción de Daniel Najmías, p. 57.
- Píndaro, Pítica III, en Obra completa, Ediciones Cátedra, Madrid, 2019. Traducción de Emilio Suárez de la Torre. p. 168.