Servicio de promoción de autores de Letralia Saltar al contenido

Diálogos con Julia (LVI)
Julia y los pactos

martes 1 de septiembre de 2020
¡Comparte esto en tus redes sociales!
Isabel II y Francisco de Asís
Unos tomarían partido por éste y los otros por aquélla, y ya estamos donde siempre. ¿No pasó lo mismo con Isabel II y Francisco de Asís?
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
Los que hayan de gobernar el Estado deben tener siempre muy presentes estos dos preceptos de Catón: el primero, defender los intereses de los ciudadanos de forma que cuanto hagan lo ordenen a ellos, olvidándose del propio provecho; el segundo, velar sobre todo el cuerpo de la República, no sea que, atendiendo a la protección de una parte, abandonen a las otras.
Cicerón, Sobre los deberes.

—Siempre ha sido más fácil predicar que dar trigo —le dije a Julia viendo el libro que había quedado abierto encima de su mesa de trabajo.

—Si lo dices por lo que he subrayado del libro de Cicerón, tienes razón. Pese a los consejos del tal Catón, no parece que los senadores le hicieran mucho caso, como tampoco lo hizo el mismo Cicerón, siempre inclinado hacia una parte de la sociedad romana. Cuando no hacia sus propios intereses.

—De alguna forma tenía justificación por aquello de ser un homo novus. Se creó muchos enemigos. Algunos nunca la perdonaron su procedencia, el que fuera de pueblo por decirlo de alguna forma. Se arrimó a quienes lo apreciaban.

Sería curioso escribir una historia como la que propones: hasta qué punto los rencores, odios, rencillas y el miedo a la irrelevancia pueden conformar un gobierno, y una forma de gobernar.

—Y a quienes a él le interesaba. Es una cosa que me ha hecho gracia. Me he planteado, releyendo algunos pasajes de Cicerón, si sería posible escribir una historia de Roma, o de cualquier país, del nuestro ni te hablo, analizando los odios y rencores que se tenían y se tienen los unos a los otros.

—Me imagino que lo estás diciendo por el momento actual.

—Del momento actual se podía decir, creo, me parece, es mi opinión, que no se ponen de acuerdo las llamadas izquierdas por rencores entre ellos, y no se ponen de acuerdo con otros partidos por las mismas razones. ¡Dios! Debe de ser muy duro, como le ha pasado al pobre adolescente, tener el poder al alcance de la mano y que te lo arrebaten. Seguro que eso genera odios y rencores más que profundos. Le han quitado el juguete.

—Eso en otra época hubiera dado pie a una guerra, a una revuelta, a muertes, violaciones y asesinatos. Y quizás a alguna que otra conjura, como la de Catilina. A veces sí que creo que hemos avanzando algo. Es lo mismo que sucede con los emigrantes. Antes, cuando uno no tenía nada que comer, se subía al caballo, cogía las armas y se iba a donde lo hubiera. Y si tenía que matar a los residentes, pues se mataban. Todo menos hablar, pactar y compartir.

—Eso me recuerda una cierta teoría que oí hace muchos años, siendo muy joven: en las sociedades primitivas, leí, no existían el estrés ni el cáncer, ni esas enfermedades de hoy en día. Sencillamente, explicaban el libro y la película en la que se basó ésta, si uno se llevaba mal con el jefe de la tribu, cogía el arco y las flechas y arreaba, selva adentro, con la mujer y los hijos, en busca de otra tribu, otra gente y una vida nueva.

—Una pequeña utopía, ¿no crees? ¿De verdad era tan fácil cambiar de tribu? ¿Y sería bien acogido en la otra el exiliado?

—No me lo debí de creer mucho porque ni conservo el libro, ni recuerdo quién lo escribió, ni he vuelto a ver la película en cuestión. Son esas cosas que te impactan en un momento determinado y las olvidas enseguida. Como algunas bromas y muchos chistes. De todas formas —dijo sonriendo— sería curioso escribir una historia como la que propones: hasta qué punto los rencores, odios, rencillas y el miedo a la irrelevancia pueden conformar un gobierno, y una forma de gobernar. Añádele los intereses de partido y los particulares de cada uno. Creo que, al respecto, te podría interesar la vida de la reina Isabel II, la nuestra.

—Por lo poco que conozco de ella parece ser que fue una mujer de armas tomar.

—Una desgraciada en el fondo. Cuando llegó el momento de su boda, ésta se convirtió en una cuestión de Estado para toda Europa: nadie deseaba alianzas con otros reyes que pudieran reforzar a la corona española. Al final se recurrió a lo más sencillo: casarla con su primo Francisco de Asís, que se llamara así es un insulto, el cual era un inútil, un impotente y un pobre desgraciado pegado a las sotanas de los curas.

—Es decir, que a ella ni le preguntaron ni la tuvieron en cuenta. Igual que sucede ahora tras una votación. Vienen los intereses de cada cual y se olvida todo.

—Por supuesto. Fue una marioneta en manos de todos aquellos intereses. Y la pobre mujer se quejó amargamente de que la noche de bodas, según contó, el camisón de su marido llevaba más lazos, puntillas y adornos que el suyo propio…

—Cuando les hablo a los alumnos del matrimonio en Roma, siempre les digo lo mismo: valía la pena ser pobre y escoger a quien tú querías. Siendo rico y poderoso, todos los matrimonios eran concertados. Y tenías que cargar con el mochuelo, o la lechuza, te gustara o no. Y, sin embargo, a veces la cosa funcionaba.

¿Cómo es posible que haya llegado al poder tanto mediocre cuando no algún que otro tarugo?

—¿Y tú crees —me preguntó al borde de la carcajada— que si la hija, o el hijo, del presidente de izquierdas se casara con el hijo, o la hija, del presidente de derechas, uno en el poder y otro en la oposición, eso redundaría en beneficio de la nación?

—¿Con un bodorrio por todo lo alto con obispos y mucho incienso? —pregunté riéndome—. Si participa la Iglesia, éxito asegurado.

—Faltaría más.

Bueno, creo que dentro de poco tendríamos el consabido divorcio, hoy en día está mal visto decapitar a alguien para separarse de él o de ella; antes, por supuesto, habrían surgido las desavenencias de las que nos darían puntual y cabal información las revistas del corazón, y los serios y sesudos periódicos. Unos tomarían partido por éste y los otros por aquélla, y ya estamos donde siempre. ¿No pasó lo mismo con Isabel II y Francisco de Asís?

—Como te puedes imaginar, éste tomó partido por la Iglesia y por los carlistas. Y como sabía que su señora esposa tenía amantes, y que sus hijos no eran de él, le hizo chantajes sin fin…

—Dejémonos de matrimonios, entonces —le dije—. Creo que será mejor que apliquen el sentido común, si es que tienen algo, o les queda algo.

—¿Cómo es posible que haya llegado al poder tanto mediocre cuando no algún que otro tarugo?

—Nada nuevo bajo el sol. De eso está a rebosar la historia. No es nuevo de ahora. En Grecia y en Roma los hubo en cantidades industriales. Y Aníbal rara vez contó con el respaldo del senado de Cartago, en manos de la familia rival. Es siempre lo mismo. Sea en democracia, en monarquía, en tiranía y en lo que quieras. Y siempre el político de turno, por muy tarugo que sea, tendrá sus trovadores y cantamañanas, más tarugos todavía.

—Total: no hay nada que hacer.

—¿Qué quieres que te diga?

—He pensado muy a menudo en esto por todo cuando está sucediendo, y por la lectura del libro de Jacqueline de Romilly. Y perdona la insistencia.

—No hay nada que perdonar.

—Como sabes, esta mujer insiste muchísimo en la paz, en la tolerancia y en la piedad, cosas todas ellas que, según ella, se pueden alcanzar a través de la lectura de los clásicos griegos. Cita varios ejemplos de cómo esas lecturas, algunas hechas en clase, determinaron el carácter de algunos de sus alumnos.

—Es un consuelo saber que, de vez en cuando, se puede lograr algo bueno, positivo, con los alumnos. Y ahí tienes —le dije acabando de descubrirlo— por qué los políticos nuestros ni pactan ni se pueden ver los unos a los otros: no creo que hayan leído mucho. Y, desde luego, no han leído ni Prometeo encadenado, ni, menos todavía, a tu admirada Jacqueline.

—No, no creo. Máxime teniendo en cuenta que algunos de ellos se sacaron la carrera comprando el título, tan falso como los papeles en aljimiado, que Cervantes consiguió en un mercadillo allá por la Hispania del siglo XVII.

—Se pasan todo el día diciendo tonterías por aquí y por allá. No tienen tiempo para leer. Ni gusto, seguramente.

¿Qué tal si sacamos una ley en la que se obligue a quien quiera ser político que se lea un número determinado de libros?

—Son incapaces, por lo tanto, de ponerse en la piel del otro. Y por ahí empieza la comprensión, el ceder, la tolerancia. Pero hay muchos intereses por el medio, ¿verdad?

—Verdad. También a lo largo de la historia se ha insistido muchas veces, y no sé si tu admirada Jacqueline dirá algo al respecto, en que hace falta muy poco para vivir. No vamos a llegar al extremo de Diógenes, pero sí a la aurea mediocritas.

—Beatus ille… La ambición es un pozo sin fondo.

No, no me fío de esa poesía. Es un canto y alabanza del campo, pero sin que cambien las condiciones del campesino. Horacio y fray Luis de León cantan la vida sencilla, pero ellos permanecen en Roma y en Salamanca. Estoy más que harto de esa gente que da consejos a terceros. Aquello de “haz lo que yo te diga, pero no lo que yo haga”.

—Comprendido. Entonces —dijo—, teniendo en cuenta que la ambición es un pozo sin fondo, sólo nos falta desear que el hombre cambie, deje de ser como es y evolucione a mejor, ¿no?

—Tú lo has dicho, como dijo aquel. Y no perdamos la esperanza: tal vez a través de la lectura…

—Pero si no leen, alma de cántaro. ¿Cómo van a cambiar si no leen?

—Tienes razón. En este país se lee poco y se piensa menos. ¿Qué tal si sacamos una ley en la que se obligue a quien quiera ser político que se lea un número determinado de libros?

—No está mal como ley. Pero ya sabes: hecha la ley, hecha la trampa. Algunos alumnos aprobaron la asignatura no leyendo el libro sino viendo la película… Las estafas universitarias de algunos de estos tarugos son un modelo a seguir… No sé. Es todo muy desesperante.

—Sí que lo es. Lástima que no existan Zeus ni los demás dioses. Tal vez nos podríamos consolar haciendo un pequeño sacrificio. O, dado el caso, una hecatombe.

—Como no podemos hacerlo, hagamos la cena. Hoy te he traído una botellita de vino de ese que te gusta a ti.

—Perfecto, Julia. Cada día te quiero más y más.

—Pues pactemos: tú haces la cena y yo pongo la mesa.

—Perfecto. Se acepta el trato. En el fondo no es tan difícil llegar a acuerdos.

—Hace falta una botella de vino. Y ganas.

—Y alguna que otra lectura. Y sentido común.

 

Otros textos de esta serie

Vicente Adelantado Soriano
Últimas entradas de Vicente Adelantado Soriano (ver todo)

¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio