

La sensatez resulta con mucho lo primero y principal de la felicidad, y también conviene no cometer impiedad alguna, al menos en lo tocante a los dioses. Pues los razonamientos inmoderados de los arrogantes, al sufrir como castigo golpes inmoderados, les enseñan con la vejez la sensatez.
Sófocles, Antígona
Ni de lejos había quedado satisfecho con mi última conversación con Julia. Se habían quedado demasiadas cosas en el tintero. Tantas que pensé que, tal vez, lo mejor hubiera sido irme a casa y ponerme a escribir un tratado sobre todo aquello que me inquietaba. No lo hice. Entre otras cosas porque no sé griego. Y me parece un poco atrevido ponerme a hablar, en profundidad, de un teatro que no conozco sino por diversas traducciones. Sin olvidar, además, que hubiera sido una labor inútil por cuanto no me hubiese atrevido a publicarlo, suponiendo, y es mucho suponer, que hubiese podido hacerlo. Seguí, pues, hablando con Julia.
—Bien —dijo ésta tras la cena—, mañana es fiesta y podemos seguir conversando hasta cuando quieras.
—No esperaba menos de ti —respondí alborozado—. Vuelvo al tema, es decir a si Jacqueline de Romilly tiene o no una idea idealizada de Grecia en su lucha contra la violencia. Te diré, al respecto, que parezco un camaleón: tan pronto tengo una opinión como otra. Aunque cada vez me decanto más y más porque sí, porque tiene razón: los griegos fueron unos defensores acérrimos de la palabra, del areópago, y, por lo tanto, de la paz.
—No obstante, también los griegos conocieron las guerras, y la brutalidad que se deriva de ellas.
—Es innegable. Pero una cosa no está reñida con la otra. Y creo que, en el fondo, no le falta razón a Jacqueline. Hay dos libros fundamentales para estudiar esto, aunque los dos son enteramente dispares. Guerra del Peloponeso y La guerra de las Galias. Bien es cierto que este último es pura propaganda del autor sobre sí mismo. El otro, el de Tucídides, es mucho más serio. Es historia en estado puro. Los he leído los dos. Pero el de César lo he leído en el original. Dejando aparte la lengua, hay una diferencia fundamental entre ellos: en el libro de Tucídides hay infinidad de discusiones, de intercambio de ideas, donde cada uno de los oponentes expone sus ideas y ataca las contrarias… En César las asambleas con el enemigo no son para intercambiar ideas. Son para rendir pleitesía a César. Ahí está la gran diferencia.
También en el teatro del Siglo de Oro español tenemos obras sobre la misma o parecida temática. Pero, claro, han pasado los siglos.
—Yo tuve un profesor de literatura al que le encantaba hablar de Roma. Cuando nos hablaba de su teatro siempre decía lo mismo: éste, y sobre todo las tragedias, escritas para un público minoritario, no tenía mucha importancia. Se había escrito, añadía con un cierto desdén, para la alabanza de la ciudad y del Imperio. Había convertido al romano, por lo tanto, en un homo spectator. Le encantaba repetir el latinajo.
—Pues ahí tienes otra gran diferencia —le dije sonriendo—. Guerra del Peloponeso exige un lector atento, crítico con las razones de unos y de otros cuando intercambian opiniones y razones. En César no cabe la discusión: todo está visto desde un único punto de vista. La guerra es casi un juego de ajedrez en el que se pierden fichas que no personas. César está muy lejos de la descripción de los horrores de la peste, consecuencia del hacinamiento en la Atenas de Pericles, al huir de la guerra.
—Y eso es lo que aprovecha Jacqueline para defender la tesis de la búsqueda de la paz.
—Sí. Y creo que no le falta razón. La obra que a mí, desde este punto de vista, siempre me ha puesto los pelos de punta, ha sido Las troyanas, de Eurípides. No caben más horrores ni más bestialidades. Tantas que, al final, termina por convertirse en una obra pacifista. Y sin duda lo es.
—La vi representada. En un montaje que hizo gala de tecnicismo y música más que del propio texto. Pero aun así me fue dado captarlo… Y el final es espantoso. Me refiero a cuando los griegos suben a muralla al hijo de Héctor y Andrómaca, un niño de pocos años, y lo arrojan al vacío. De esta forma no queda nadie para vengar, en un futuro más o menos próximo, la muerte del padre ni la destrucción de Troya. Por no hablar del degüello de las doncellas en las tumbas de los héroes. Sacrificios humanos.
—Sí, pero esa es la paz del cementerio, conocida muy bien por nosotros. Jacqueline de Romilly no habla de esa paz. Ella lo ve en la instauración de tribunales para que juzguen los litigios, para que éstos se solucionen mediante la palabra y no a través de las armas.
—Cosa harto difícil de conseguir. También en el teatro del Siglo de Oro español tenemos obras sobre la misma o parecida temática. Pero, claro, han pasado los siglos. Y esos tribunales que deberían garantizar la justicia, o esas personas que deberían proporcionarla, son unos corruptos… ¿Sabes por qué don Juan Tenorio tiene tanto éxito, o mejor, por qué sale impune de todas sus aventuras con las mujeres? Te hablo de la obra original, El burlador de Sevilla, no de ese conjunto de ripios de Zorrilla.
—Ahí me pillas en falta. La vida tiene demasiadas limitaciones…
El hombre muchas veces se parece a un adolescente al que no hay forma de advertir del peligro de algunas de sus actuaciones.
—El burlador, en manos de Tirso de Molina, es sobrino de un oficial del rey. Y éste tapa y encubre todas las tropelías de su sobrino. El que a buen árbol se arrima…
—Nada nuevo bajo el sol. Ya dijo uno de los siete sabios de Grecia que la justicia es como una tela de araña: atrapa a los débiles, pero los grandes animales pasan sobre ella como un rinoceronte por una cacharrería.
—Estamos, pues, igual que al principio. Las injusticias nos llevarán a la guerra.
—Ese problema no lo analiza Jacqueline de Romilly. A ella le interesa dejar claro que de la guerra, de la misma violencia, nace una institución que tratará de acabar con ella, el areópago. Y fíjate, en cierta forma no le falta razón: el tribunal para dirimir las controversias se funda en la colina de Ares, el dios de la guerra.
—¿Y tras esas tragedias, tras la Orestiada, los griegos dejaron de masacrarse entre ellos?
—Eso nos lleva a otro problema. Al que yo, antes, te he planteado tan mal. La teoría de la recepción para entendernos. ¿Cómo veía o entendía el espectador griego medio una de estas tragedias? ¿Salía del teatro convencido de que la violencia es un mal en sí?
—Lo dudo. El hombre muchas veces se parece a un adolescente al que no hay forma de advertir del peligro de algunas de sus actuaciones. Mientras no sufra algún percance serio no cambiará su forma de actuar por mucho que su padre le diga. Luego viene el olvido, la visión interesada de las cosas, y vuelta a comenzar. El hijo se ha hecho padre, advierte a su vástago, y éste no le hace ni caso, como otrora hiciera él. Es desesperante.
—No creo, y sería ingenuo pensar lo contrario, que alguna tragedia haya evitado ninguna guerra. Pero también es cierto que, al menos, los griegos, como nadie lo ha hecho, denunciaron la barbarie de la misma. Y sí, creo que la violencia les aterroriza tanto que, al final, quienes la utilizan son los bárbaros, que no ellos. Romilly cita al respecto a Medea, personaje malvado entre los malvados, capaz de matar y descuartizar a su propio hermano para arrojar sus restos en alta mar, obligar a su padre, que la persigue, a detenerse para darle sepultura, y así poder huir ella con Jasón… Medea es bárbara, no es griega. Esas salvajadas son propias de los bárbaros.
—Y Jasón, que sé que es griego, lo consiente. No lo olvides, lo consiente.
—Sí, Jasón lo consiente. Y Romilly se olvida de otra mujer, o de otras mujeres tan crueles como Medea o más. Y no son bárbaras. Me refiero a Procne y Filomela, la venganza de las cuales es brutal. Aunque no menos brutal es el rey que viola y le corta la lengua a la hermana de su mujer…
—Es decir, que la venganza de una bárbara viene motivada por la necedad, cuando no por el interés, de un griego. En todas las partes cuecen habas…
—Por eso te decía antes que sería interesante saber cómo recibían estas obras los griegos de aquellos momentos. Y sí, es cierto, siempre es la mujer la que desata la violencia, a la que culpan… Pero esta violencia no es gratuita: nadie, al parecer, le concede ninguna importancia el abandono de Ariadna en Naxos por parte del ingrato de Teseo; no es importante el abandono, ni lo es que sea violada por Dionisios; el que Agamenón mate a los hijos de Clitemnestra, tampoco merece ningún tipo de castigo; lo mismo sucede cuando Tereo viola y mutila a Filomela, hermana de su mujer. Le corta la lengua para que no lo pueda delatar. En ninguno de estos casos el hombre es reprendido o castigado; es la vilipendiada mujer quien tiene que tomarse la justicia por su mano. Y salvo Ariadna, que no hace sino lamentarse, las venganzas son terribles.
Durante unos segundos Julia guardó silencio.
—Pero, claro, ya advierte Jacqueline de Romilly —continué yo ante su mutismo— que una cosa es la mitología y otra muy distinta el teatro. En la mitología los castigos suelen ser inhumanos, desproporcionados… Baste recordar que Acteón es destrozado por sus propios perros por haber visto, ahí es nada, a Afrodita desnuda mientras se bañaba en una fuente. Menos mal —bromeé— que los dioses han dejado de hacerse presentes entre nosotros.
No creo que pueda existir civilización sin una imagen idealizada del hombre y de la cultura. Al menos un poco idealizada.
—Las diferencias entre el teatro griego y el español del Siglo de Oro son abismales —dijo Julia al cabo de unos largos segundos—. Según tengo entendido, y si me equivoco me corriges, el griego asistía al teatro una vez al año, y lo hacía con solemnidad, asistiendo a una especie de acto religioso. Imagino que el silencio en el teatro sería absoluto. Al menos durante las tragedias. Nada que ver con el ambiente de los corrales del siglo XVII español. En medio de la representación se pasaban billetes de la cazuela al patio y viceversa, se hablaba, se paseaba, y se hacía de todo… Dudo, por lo tanto, que alguien alcanzara las sutilezas de Lope en La estrella de Sevilla, por ponerte un ejemplo.
—Eso es lo que me descorazona. ¿Es el arte un entretenimiento inútil? ¿Ha servido para cambiar algo? ¿Nos ha hecho mejores? No, creo que no. Todavía Medea sigue descuartizando a su hermano y arrojándolo al mar. Y la corrupción sigue y seguirá. No nombremos a nadie, pero en manos está el pandero de quien lo sabrá hacer sonar.
—Te equivocas. Ha servido y sirve. Piensa si no en por qué hoy en día apenas se representa alguna obra de teatro, y por qué vivimos de series de televisión insulsas y de programas de cotilleo. Cuanto menos el teatro griego, y algunas obras de Lope, Cervantes y Calderón de la Barca, hacen reflexionar. Por eso los programas educativos ni lo tienen en cuenta, o si lo hacen es para vaciarlo de contenido y presentar a Antígona como a una imbécil, y a don Juan como un petimetre. Ambos son algo más que eso. Mucho más que eso.
—Desde luego. Y tenga razón o no Jacqueline de Romilly nos ha servido para reflexionar y volver a leer el teatro griego. No es poco. Además, no creo que pueda existir civilización sin una imagen idealizada del hombre y de la cultura. Al menos un poco idealizada. Lo malo es que éste no aprende. Sólo la vejez, y las desgracias, le infunden algo de sensatez al hombre. Hasta que aparece el olvido.
—Para eso están los libros. Y para eso muchos políticos se afanan en que nadie lea. Es como cerrar la boca al padre que te advierte de los peligros de tu acción, de conducir como un loco, por ejemplo.
—Pues sigamos cultivando el jardín nosotros.
—Es un placer poder hacerlo. Y más si nos tomamos algo, por ligero que sea.
—¿Quién dijo aquello de que de mis fogones vengo y a mis fogones voy? —bromeé levantándome.
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