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Diálogos con Julia (y LXVIII)
Julia y el tormento de ser reina

martes 24 de noviembre de 2020
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The Crown
La serie The Crown pinta a la monarquía como una institución inalienable, intocable, y a la que toda la familia real se debe por encima de sus propios intereses.
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
El modo más seguro de corromper a un joven consiste en instruirlo para apreciar más a los que piensan como él que a los que piensan de otra manera.
Friedrich Nietzsche, Aurora.

Recuerdo que antes de la cena, la Nochebuena, estuvimos hablando en tanto esperábamos la llamada desde Alemania. Por diversos problemas, no había podido venir mi primo con su familia, así que cenamos solos Julia y yo. Me quedé a dormir en su casa. Sé que es una tontería, un inútil rasgo de delicadeza. Inútil por cuanto el tiempo hace que, insensible o egoístamente, volvamos a nuestras viejas costumbres, como un río o torrente desviado de su cauce normal. No es que el tiempo lo cure todo, que no cura nada, sino que nos devuelve al viejo lecho; a éste, mal que bien, estamos hechos o acostumbrados.

Creo sinceramente que un principio de cultura y de civilización no es la postura hierática, el tratamiento, la corrección, la formalidad y demás, sino el preocuparte por la persona que tienes al lado.

Dos o tres días antes de Nochebuena, al llegar a casa, me encontré con varias parejas de la policía. En la puerta de la finca, los coches, con las luces azules encendidas, le daban un aire navideño a la calle. Apenas salí del ascensor, me abordaron dos jóvenes policías. Me pidieron permiso para intentar pasar a través de mi casa a la del vecino. Es imposible dicho paso. Me agradecieron mi disposición, no obstante. No conocía al vecino. Su piso ha sido habitado por varias personas. No sé quién era. Tampoco me pidieron información. No la necesitaban. De hecho había una mujer joven esperando con la policía. No tenía llaves de casa. Al cabo de un tiempo oí las sirenas de los bomberos. Éstos llevan luces amarillas en sus coches. Mi calle parecía un circo. Apenas llegaron, desde su camión comenzó a extenderse una escalera metálica en cuya cima, una plataforma cerrada, iban dos bomberos. No tardé ni cinco minutos en oír unos llantos desgarradores. Luego silencio. Todas las luces se esfumaron. Sólo las imperturbables farolas brillaban en la calle.

—Cada vez —me dije— somos más los que vivimos solos. Es normal que estas situaciones sean más y más frecuentes.

Me fue imposible no acordarme de Julia. No le iba a contar nada de cuanto había sucedido, desde luego. Siendo como es, se preocuparía por mí, pues también yo vivo solo. No obstante, como si hubiera leído mis pensamientos, en tanto preparábamos la frugal cena comenzó a hablar.

—Creo sinceramente —me dijo ya en la cocina— que un principio de cultura y de civilización no es la postura hierática, el tratamiento, la corrección, la formalidad y demás, sino el preocuparte por la persona que tienes al lado, y tratar de que ésta sea feliz. ¿No te parece que esa sería una buena definición de lo que es o debería ser la cultura? La filantropía.

—No creo que una cosa esté reñida con la otra. Pero sí, preocuparte por el prójimo me parece que es una buena definición de cultura. Aunque…

—Sí, ya sé; se quedan muchas cosas fuera. El problema de las definiciones.

—Pues no definas nada. Dediquémonos a vivir y en paz. También te podría decir que no hay ningún rasgo de cultura más grande que enseñar a leer a un niño.

—Aunque no le digamos los libros que tiene que leer.

—Eso ya es problema suyo. Bien es cierto que la escuela debería plantar los inicios de una educación estética. Pero no le pidamos peras al olmo. La escuela llega donde llega. Tras ella, y a menudo contra ella, están el libre albedrío, los padres, los amigos, la sociedad…

—¿Y tú crees que todos tratan de que el niño sea feliz?

—Sí —dije asombrado por la pregunta—. Sí —repetí—, ya que le proporcionan los instrumentos que le van a servir luego en la vida, aunque él, a menudo, no lo sepa apreciar.

—¿Entonces —comenzó a preguntar ella y a temer yo que me estuviera tendiendo alguna trampa— tú crees que ir contra las inclinaciones de una persona sería ir contra la cultura?

—No sé exactamente a lo que te refieres —le respondí— pero, desde luego, si no es ir contra la cultura sí que es, al menos, ir contra la humanidad de esa persona, si estamos hablando de tendencias normales. Y no me malinterpretes: no estoy yendo en contra del amor homosexual.

—No lo he entendido así. Quiero decir que ya sé que no estás en contra de dicho amor. Ni es de eso de lo que te quería hablar. Hoy en día me parece un problema menor por no decir baladí.

—No creas. Depende de dónde surja la cuestión…

La Corona exige, por ejemplo, que nadie de la familia real se case con un o una divorciada, si el marido o la mujer están vivos.

—La cuestión —me interrumpió dando a entender que no era ese el asunto a tratar— es que hace unos días leí un artículo en un periódico. En dicho artículo, muy mal escrito por cierto, se hablaba de una serie de televisión. Y se hablaba bien. Pese a la desconfianza que me generan quienes escriben tan mal, siendo su oficio escribir, comencé a ver la serie. Y me enganchó. Se dice así, ¿no?

—Sí, así se dice.

—No sé muy bien por qué, dado que esto rara vez lo hago, comencé a preguntarme qué sentido tenía aquella serie.

—Uno nunca acaba de conocerse, Julia. Ya sabes: Sócrates dejó de estudiar el mundo físico alegando que él mismo era un desconocido para sí. Y que no tenía sentido investigar aquello desconociendo esto.

—No creo que una cosa tenga que negar a la otra.

—No. Ya lo sé. En Atenas estaban cambiando las cosas, y hablar de los astros como de piedras incandescentes era una impiedad. Sócrates se percató de ello, y varió de rumbo.

—Y aun así le costó la vida. Es decir, que cambió él pero no Atenas. Interesante. Lo volvieron al redil… Esta serie de la que te hablo, titulada La Corona, The Crown, narra la vida de la reina de Inglaterra, la actual, Isabel II.

—Ya —dije como quien ha descubierto el Mediterráneo—. Y estabas pensando que la serie es un canto y alabanza de la monarquía.

—¿La has visto?                     

—No. No la he visto.

—No creo que sea un canto a la monarquía. Y si lo es, me parece que el tiro les ha salido por la culata. Pintan a la monarquía como una institución inalienable, intocable, y a la que toda la familia real se debe por encima de sus propios intereses. Eso da lugar a situaciones que hoy en día causan, como mínimo, sorpresa. La Corona exige, por ejemplo, que nadie de la familia real se case con un o una divorciada, si el marido o la mujer están vivos. Y eso, con una reina implacable, y una familia que todavía lo es más, lleva a la desgracia de una de las personas de dicha familia.

—La solución es muy sencilla, si es como lo planteas tú: todos podemos huir de nuestros parientes, abandonarlos…

—Eso pensé yo también: dicha persona podía vivir de su trabajo. Aunque la hubieran privado de sus títulos, sus palacios y una vida de holgazanería y fiesta continua. Eso contribuye más al desprecio hacia esas personas.

—No es entonces un canto y alabanza de la monarquía.

—Hay capítulos y capítulos. Pero donde más claro queda que es una institución a extinguir es cuando se centran en la vida del hijo de la reina, el príncipe Carlos. A este pobre hombre, si es cierto lo que se cuenta en la serie, se las hicieron pasar canutas. Lo corrompieron totalmente: tenía que amar, querer y respetar por encima de todo a quienes piensan no como él sino como su madre y la monarquía. Al pobre hombre, siendo un adolescente, lo llevan a un colegio donde no hace ni un amigo; aquello es un infierno. Luego le obligan a ir a Gales, donde se desprecia a la monarquía, y Gales se convierte en otro infierno. Y cuando se atreve, en galés, a pronunciar un discurso reconociendo las particularidades de dicho país, la reina lo desprecia como si ese pobre muchacho no hubiera salido de sus entrañas. Lo obligan, además, a casarse con quien no quiere…

—¿Y todo eso para qué?

—Eso es lo que me pregunto yo. A veces, viendo algún que otro capítulo, me daba la impresión de que la monarquía es como un aparato bonito que nos han regalado, que no sirve para nada como no sea recoger polvo, pero que, al mismo tiempo, nos da pena tirar.

Ahí radica la enseñanza de la serie: todo lo que es inamovible termina por generar desgraciados cuando no monstruos.

—Imagino que habrá muchos más intereses por el medio. Al menos, si hablamos de nuestra monarquía, porque yo la inglesa no la conozco de nada, la verdad.

—Sí, claro que hay intereses. Te recomiendo, una vez más, que te leas los Episodios nacionales, de Pérez Galdós. Y en este caso el titulado La de los tristes destinos. Esta de los destinos tristes era Isabel II de España. La destronaron. Pero los militares volvieron a sentar en el trono a su hijo, que, por cierto, era bastardo. El marido de Isabel II, Francisco de Asís, era impotente aparte de ser un imbécil. Y ya sabes el resto: con la Constitución, tras la muerte del dictador, nos volvieron a implantar la monarquía.

—Y ambas, al parecer, son intocables e inviolables. Como la Biblia.

—Ahí radica la enseñanza de la serie: todo lo que es inamovible termina por generar desgraciados cuando no monstruos. Por lo tanto, si quieres tener una casa en la que puedas vivir, te tendrás que deshacer de muchos cacharros, de muchas cosas que te han ido regalando y que no sirven para nada salvo para recoger polvo.

—Y esa es la gran enseñanza de los griegos: con un alfarero y la arcilla moldeada por él sobra para vivir y ser feliz. No hacen falta más cacharros.

—Exacto. Así que no tengas miedo a vivir solo.

—No me da miedo. En absoluto.

—Ya —me dijo sonriendo y con los ojos brillantes—. Sólo se muere una vez. Tengo una vecina que vive en la finca que está frente a la tuya —añadió dándome a entender que estaba en el secreto de mi estancia en su casa.

—No era mi intención molestarte. Si quieres, después de la cena me voy.

—No. No quiero que te vayas. Quédate, y mañana cuando nos levantemos damos una vuelta por el barrio. Y no me molesta lo más mínimo lo que haces. Solamente quiero que no te preocupes. Nosotros somos personas amables y sencillas, ¿no? No tenemos por qué fingir. Ni nos debemos a rancias instituciones.

—Sí. Por supuesto. Vamos a cenar. Y me sigues contando más cosas sobre la monarquía.

—Muy bien. Vamos a ello.

 

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