

También con nosotros hay dioses.1
Homero, Ilíada.
—A veces —me dijo Julia con un dejo de melancolía y de tristeza—, cuando me despierto por las mañanas, siempre antes de que amanezca…
—Antes de que la aurora extienda sus rosáceos dedos —le corregí sonriendo.
—Bien. Me gusta. Pues antes de que aparezcan esos rosáceos dedos por el horizonte, me incorporo en la cama y me acuerdo de don Quijote y de Sancho Panza. Y me acuerdo de éstos —añadió con una amplia sonrisa— por mor de las conversaciones que nos llevamos entre nosotros.
—¿Y quién es quién en el reparto de papeles? —inquirí.
¿Cuántas personas crees que han leído la Ilíada? ¿Y a quién crees que le importa si la ojizarca Atenea ayuda a este y Hera, la de los blancos brazos, al otro?
—Nadie, no se trata de eso —explicó—. Me acuerdo, vagamente, de la conversación que tienen ambos, preocupados, en ese momento, por lo que dirá el famoso cronista, o historiador, que relate sus hazañas. Se inquietan por si éste los retratará bien y no los convertirá en lo que no son, como hizo Avellaneda.
—¡Ah! Pues puedes perder todo cuidado: nadie se ocupará de nosotros ni de nuestras conversaciones. Ni ahora ni nunca jamás.
—¡Hombre! Ya lo sé. Pero me gustaría saber lo que dirían…
—Muy fácil: una pareja de locos, siendo educados con los adjetivos, no siguiendo ni de lejos a egregios políticos foráneos y extranjeros, una maldición que nos ha tocado; una pareja de locos, digo, que se preocupan por cosas que a nadie le importan. Y si alguien recopilara esas conversaciones, ese alguien sería, y uno llegaría a más, un escritor de minorías minoritarias. ¿Cuántas personas crees que han leído la Ilíada? ¿Y a quién crees que le importa si la ojizarca Atenea ayuda a este y Hera, la de los blancos brazos, al otro? ¿A cuánta gente le interesa la virtud, la areté, y cómo conseguirla? Y, en fin, ¿a cuánta gente crees que le importan el latín y el griego?
—Pues debería preocuparles todo eso. Ya me he adentrado en la lectura de la Ilíada. Y no deja de llamarme la atención la constante presencia de los dioses en las batallas, y en todo tipo de situaciones.
—Ciertamente. Es algo que llama la atención. La primera vez que leí la Ilíada era muy joven, como te he dicho en más de una ocasión. Todavía iba a misa los domingos, aunque ya me estaba resquebrajando por dentro. Pues bien, un domingo fui a una lejana ermita. Ofició un cura de pocas luces: veía maldad hasta en el aire que respiramos. Había en la ermita una pintura que representaba una batalla de los moros contra los cristianos. La parte superior de la pintura estaba ocupada por el cielo. Y allí, Santiago Matamoros, espada en mano, luchaba a favor de los cristianos descabezando moros… Recuerdo que me pregunté si éstos no eran hijos de Dios. De no ser así, no había sido él el creador del mundo…
—No he leído ninguna crónica árabe de la conquista o de la reconquista. Pero imagino que también éstos contarían con la ayuda de Mahoma, ya que el islam, creo, no acepta ni santos ni mediadores.
—Imagino que sí. Por desgracia la historia siempre es la misma. Aunque he de decirte que los dioses griegos son más humanos. Quizás por eso no los quería Platón en su república: representan, ni más ni menos, todos los defectos de la humanidad. No son, pues, una excepción como sí lo son los santos cristianos.
—Sí, pero no lo es el dios cristiano. Los castigos que infringe son, en más de una ocasión, crueles, desmesurados. Bestiales te diría.
—Son una necedad. Invenciones del hombre al fin y al cabo. ¿No fue Jenófanes de Colofón quien dijo que si los animales pudieran representar a dios, éste tendría forma de burro o de mono, dependiendo del animal que lo pintara?
—Suena a blasfemia, pero puede ser. El otro día vi un programa en la televisión. Seguía esos programas porque hablan o hablaban de excavaciones, de hallazgos en tumbas y ciudades enterradas… Y los vi hasta que me percaté de que eran una tomadura de pelo. En uno de estos programas un pretendido arqueólogo decía que habían descubierto los fundamentos, ni más ni menos, que de la torre de Babel.
—¡Valiente necedad! Igual si suben al Olimpo hallan el templo de Zeus.
—Algo así pensé yo.
—Volvemos a la pregunta crucial que no te voy a poder contestar: ¿es la mitología un cuento? ¿La racionalización de aquello que no podemos entender? ¿Explicaciones poéticas? Quizás. No lo sé. Y seguramente hay mil preguntas que se me quedan por hacer.
—Yo a veces he pensado que la Biblia deja a Dios como un pobre hombre. Aunque en realidad es como dices tú: producto del hombre y de una época. Vamos a suponer que el arqueólogo ese encontrara los fundamentos de la torre de Babel. ¿No te parece que el castigo de Dios, la confusión de las lenguas, es enorme, desmesurado y absurdo? Él sabe, o debería saber, que ni con cohetes, en el siglo XXI, se va a llegar a sus moradas. ¿Para qué castigar a unos pobres chicos que pretenden alcanzar las nubes con cuatro ladrillos?
Los dioses son una entelequia que se utiliza con la misma ligereza que se culpa a una mujer de la invasión de los árabes.
—La torre de Babel es una metáfora, una explicación de por qué hay diversas lenguas. Nada más. Ahora, que un arqueólogo haya encontrado los fundamentos de una metáfora no deja de tener su gracia.
—En la torre de Babel por lo menos se castigó el orgullo de los hombres. En el resto de los casos hemos sido las mujeres quienes hemos cargado con la culpa: la guerra de Troya fue por culpa de Helena, el primer pecado por culpa de Eva, y la invasión de la península por parte de los moros en el siglo VII por culpa de la Cava.
—Creo que eso dice mucho en favor del hombre. Pero lo más gracioso del caso fue lo que se dijo a continuación: que Helena, la del bello peplo, jamás salió de Esparta. Quien se fue con el rubio Paris fue una imagen, lo que hoy llamaríamos una realidad virtual.
—Y de ahí la necedad de la guerra.
—Más bien la necedad de la excusa. El hombre es el animal más cruel que existe. Y siempre busca excusas para atacarse y morderse. Y no las hay: lo hace porque es un animal. Un animal que no sólo mata para comer. Mata por placer.
—También de la misma forma se cuestiona a todos los dioses.
—Los dioses son una entelequia que se utiliza con la misma ligereza que se culpa a una mujer de la invasión de los árabes. Te recomendaría que te leyeras el discurso de Cicerón a su regreso del exilio. En tanto éste estuvo, por orden del senado, fuera de Roma, su enemigo mortal, Clodio, hizo derribar su casa, y la declaró lugar sagrado para que nunca más la pudiera recuperar. La respuesta de Cicerón, al regreso del exilio, fue un mazazo para Clodio: en el senado le tiró en cara todas las veces que él, él precisamente, había faltado a los dioses, a la religión y a las leyes: crímenes, derribo de altares, herejías y el famoso incesto con su hermana Clodia.
—¿Tú crees que Cicerón creía en los dioses?
—No. Yo creo que Cicerón era muy hábil. Y un eficaz manipulador. En ese mismo discurso compara a Clodio con los hermanos Graco. Éstos intentaron un reparto más equitativo de las tierras en Roma. Y por eso mismo fueron asesinados por los ricos y poderosos. Invicando el bien de la patria, claro. Cicerón reduce su comparación a un orgullo herido: Tiberio Graco se rebela contra el senado porque éste lo acusa de haber hecho un acuerdo con los numantinos por encima de su autoridad… Y eso determina su rebeldía. Nada dice Cicerón de la pobreza, de la miseria del campesinado, de la injusticia del reparto de tierras… Se calla e invoca a los dioses. Mientras, ha conseguido su objetivo: asustar al senado comparando a su enemigo con aquel que quería “desposeer” a los patrióticos senadores de parte de sus riquezas. Lo mismo que sucede aquí, aunque ni de lejos podemos comparar a cualquiera de estos necios politicastros, siempre con la palabra terrorista en sus bocas, con Cicerón. Pero se busca lo mismo.
—Imagino que algún senador se daría cuenta de la jugada. Sí, ya sé que cada época tiene unos presupuestos que se aceptan sin discusión y que, a veces, no están nada claros. ¿Con qué presupuestos jugamos nosotros? ¿En qué cosas es posible que nos estemos equivocando?
—No lo sé. Tal vez en que es cierto que los dioses existen. Y de ser así, prefiero, con mucho, a los dioses griegos. Éstos están cargados de defectos y culpas. Pero son más humanos.
—Y de rencores: el rencor de Hera, aeternum vulnus sub pectore servans, persiste a lo largo de toda la Ilíada. Total, por no haber sido declarada la más hermosa de las diosas en un cutre concurso de belleza con un solo juez: el barbilampiño Paris. Y lo más gracioso es que esa culpa se extiende a toda una ciudad, como el pecado original. ¡Dios! Como dices tú: nada nuevo bajo el sol.
—Sí, pero date cuenta de que Homero en ningún momento menciona el concurso. Los dioses son pintados como seres caprichosos, favorables a veces a un bando y a veces a otro.
—Sí, es el famoso diálogo de Paris con Helena. Ésta le dice que hubiera deseado que no hubiera regresado del combate, que hubiese perecido a manos de Menelao, su esposo primero. Paris reconoce que ha sido vencido por éste porque ha contado con la ayuda de Atenea. Pero —añade— también los troyanos tienen dioses… ¿No es genial?
—Lo es —le dije riendo de buena gana—. Pero lo mejor del caso es lo que sigue a continuación, y que me parece que es una excepción en toda la épica: Paris urge a Helena, la de las bellas trenzas, para que lo siga al lecho, pues le embarga el dulce deseo. Y allí se acostaron los dos en el torneado lecho. Y lo que pasó allí no es para contar.2 Y aquí tienes —le dije a punto de estallar en carcajadas— al primer hippy de la historia: ya está proclamando aquello de haz el amor y no la guerra.
Imagínate lo que les importa a Paris, a Héctor o a Cicerón lo que tú y yo, ahora, podamos decir de ellos.
—Evidentemente también ellos tenían dioses —me respondió Julia sonriendo y sin hacer caso de mi chiste—. Tenían a la dorada Afrodita, hija de Zeus. Ojalá —añadió— a alguien se le hubiera ocurrido preguntarle a la argiva Helena si quería quedarse en Troya la de las amplias calles o volver a la seca Esparta… ¿O si la retenían en la cercada ciudad a la fuerza?
—Nada se hubiera logrado. Ulises, el fecundo en ardides, hubiera razonado que era un ardid de los troyanos, domadores de caballos, para que montaran en las cóncavas naves y azotaran con los remos el vinoso ponto. La defendió Gorgias de Leontinos en Encomio de Helena. Pero de nada sirvió.
—No se podían marchar con el orgullo herido.
—No. Hera, la de los blancos brazos, lo hubiera impedido.
—Siempre con los dioses.
—Siempre con las excusas.
—Nadie hablará bien de nosotros.
—Imagínate lo que les importa a Paris, a Héctor o a Cicerón lo que tú y yo, ahora, podamos decir de ellos. No sabemos ni dónde están enterrados. Y tal vez ni existieron. Igual dentro de dos mil años se hace idéntica pregunta sobre nosotros: ¿fuimos reales? ¿Existimos? ¿Existimos ahora?
—Es posible. ¿Y qué tal si cenamos? ¿Te has percatado de la cantidad de carne que comían los griegos en los banquetes? O se pasaban el día en la palestra o morirían todos de gota.
—Igual que los dioses: se alimentaban del humo de los bueyes que éstos les quemaban.
—¿Los días de viento también llegaba el humo al Olimpo?
—Tal vez ese día los dioses ayunaran y, por tanto, estarían de muy mal humor.
—Hagamos pues una libación en su honor: no los enfademos.
Y diciendo eso sacó una botella de vino, sirvió dos copas y brindamos.
—Por los dioses y por nuestro futuro cronista.
—Que sea claro, objetivo, educado y bien criado, y que no se muera de hambre si consigue publicar algo. Y que conozca el latín y el griego. Cuántas cosas buenas se pierde esta absurda sociedad por mor de no sé qué necio pragmatismo.
—Al que por su mal muere, nadie lo llore.
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Notas
- Homero, Ilíada, Canto III, v 440. Madrid, Barcelona, 2019. Editorial Gredos. Traducción de Emilio Crespo Güemes.
- Ilíada, Canto III, v 440 y ss.