

No había en España voluntades más que para discutir, para levantar barreras de palabras entre los entendimientos, y recelos y celeras entre los corazones.
Benito Pérez Galdós, Amadeo I
Una tarde de una recién iniciada primavera, Julia, sonriéndome, me preguntó si no deberíamos leer algo más actual que Cicerón y compañía, a fin de poder hablar de los problemas cotidianos del país. Me tomé sus palabras como una broma, pues nunca he aceptado, aunque ya no discuto con nadie, que los clásicos estén periclitados, que no se pueda hablar con ellos de temas actuales, y que el latín sea una lengua muerta. Ambas cosas son una y lo mismo. Pero ya digo: no discuto con nadie.
—Muy bien —le dije conciliador—, ¿y qué quieres que leamos? No tengo ningún problema.
¿No te parece que sería interesante estudiar lo que cada sociedad ha seleccionado para convertirlo en su tradición?
—¿Conoces alguna novela actual? —me preguntó—. Tal vez pudiéramos comenzar por ahí.
—Tengo que reconocer que no. Lo más actual que conozco, y no te rías, es a Pérez Galdós, y por su relación con el latín, que no por otra cosa. Hace muchos años, un profesor nos leyó, en clase, un fragmento de uno de sus Episodios nacionales. Nos lo hizo aprender de memoria. Es un fragmento del episodio titulado Mendizábal. Lo recuerdo íntegro, y sin una sola falta: “Me enseñó el latín a machamartillo, porque, según él, es el latín la madre de todas las enseñanzas, y única escuela segura del buen gusto. El latín, decía, no sólo hace hombres eruditos, sino buenos ciudadanos, personas sociables, finas y amenas…”.1
—Te has quedado un poco rezagado con la literatura —dijo Julia sin perder su sonrisa—. Imagino, por eso mismo, que tu profesor de latín sería muy tradicional o tradicionalista —concluyó utilizando el calzador para meter la última frase.
—La vida —le repuse— es una continua selección. No se puede tener todo. Y sí, me he quedado más que rezagado, pero eso no quiere decir que ni yo sea tradicionalista ni, mucho menos, que lo fuera mi profesor.
—No quería molestarte.
—No lo has hecho, por supuesto. Además, habría que definir muy bien qué se entiende por tradición. Porque, como sabes, aquí cada uno corta por donde le interesa, y coge la parte del pastel que va de acuerdo con sus más entrañables intereses.
—De eso precisamente quería hablarte. De lo que esta sociedad, y este tiempo, entiende por tradición.
—Esto, querida Julia, no nos va a llevar a ningún estudio profundo, ni a ninguna conversación interesante: esta sociedad, como otra cualquiera, entiende por tradición lo que le interesa. Ya te lo he dicho. Y como a muchos tradicionalistas no les interesa nada, culturalmente hablando, por tradición entienden dos cromos y cuatro abalorios. Fiel reflejo de esa vaciedad son esos políticos que van por ahí reivindicando los toros y la caza como tradiciones irrenunciables nuestras.
—Sí, dos problemas que preocupan mucho al común de los mortales. Pero ¿no te parece que sería interesante estudiar lo que cada sociedad ha seleccionado para convertirlo en su tradición?
—Tal vez. Sí, podría resultar interesante. Ahora bien, por lo poco que conozco, la tradición, o las tradiciones, si quieres, no son más que inventos, utopías y mentiras.
—¡Hombre! Tampoco seas tan radical. Yo creo que sí que hay cosas reales, y que vale la pena conservar. O, al menos, tenerlas ahí para que nos sirvan de referente.
—Bien. Desde ese punto de vista, y de eso sabes tú más que yo, nadie más tradicional que un artista, sea un poeta, un pintor o un novelista: su obra es hija de las anteriores obras. Ovidio es producto de la poesía griega, a la que supera, de acuerdo, pero con la que tiene una indudable deuda. No digamos nada de Cicerón y de la filosofía griega.
—Sí, tienes razón. Y toda la poética de nuestro siglo XX es hija de Gustavo Adolfo Bécquer. Y Galdós apesta a Cervantes. Es el juego del cuento del nunca acabar. Pero no es de eso de lo que yo te quería hablar. A mí me preocupa más bien la utilización que se está haciendo de algo inventado, que se llama tradición, pero que yo no lo veo por ninguna parte. Y sí, ya lo sé, el hombre cazaba en épocas remotas, pero la civilización ha hecho que esa práctica descienda. Algo similar sucede con los toros, por ejemplo.
—Observando esos dos fenómenos —le respondí sonriendo abiertamente— se puede ver que ni las tradiciones permanecen inmutables. Cuando has hablado de los toros, me he acordado del fresco del palacio de Knossos. Si lo recuerdas, un joven, cubierto sólo con un taparrabos, espera la embestida del toro para cogerlo por los cuernos y saltar por encima de él…
Si esos que reivindican la caza y los toros también reivindicaran que se cazara con arco y flechas, y se toreara con taparrabos, igual los encerraban en el manicomio.
—Sí, lo recuerdo. Esa práctica le tuvo que costar la vida a más de uno. Si es cierta.
—Seguro. Y aquí viene la interpretación: esos juegos con los toros eran sacrificios humanos medio disfrazados de habilidades y suertes. Hoy los toreros no se enfrentan al bicho con taparrabos, ni saltan por encima de él. Además, según he oído, a los pobres animales los drogan o los sedan antes de soltarlos en el ruedo.
—Nada es lo que era. También los cazadores van con escopetas de repetición en lugar de ir con arcos y flechas, y desnudos y descalzos.
—Pues ya está, Julia: cada uno hace de su capa un sayo, y corta la historia y la tradición por donde le interesa y le conviene.
—Claro. Es que si esos que reivindican la caza y los toros también reivindicaran que se cazara con arco y flechas, y se toreara con taparrabos, igual los encerraban en el manicomio.
—Claro: se ha olvidado el origen de la tradición, que ya no tiene sentido. Igual sucedía con los romanos. Éstos, Cicerón entre ellos, no hacen más que evocar la famosa Edad de Oro, y la mos maiorum, es decir las costumbres de los antepasados en quienes cifraban todas las virtudes y ningún defecto.
—Y de luengas tierras, luengas mentiras.
—Así es. No hay más que recordar lo que hizo Galba con los lusitanos que fueron a revalidar el acuerdo firmado con Atiliano: los pasó por las armas tras haberlos hecho entregar las suyas. Algo así como he visto que hacían los nazis en las películas: cuando están los prisioneros en medio de un campo, inermes y semidesnudos, levantan la lona del camión, asoma la ametralladora, y aquí paz y allá gloria. De esta mos maiorum, que se repitió una y otra vez, ni Cicerón, ni el resto de los tradicionalistas, se acuerdan.
—Siempre he sospechado algo de lo que estoy entreviendo a través de tus palabras: el tradicionalista es aquel que se niega a todo cuanto sea novedoso, o le pueda suponer algún problema. Sin embargo, sigo pensando que siempre hay algo en la tradición que vale la pena conservar.
—Es otra palabra que habría que definir.
—Sí. La tribu, y la televisión, y tanta boca parlante, desgastan las palabras. Hay que bruñirlas de nuevo para ponerlas en circulación otra vez. Algo parecido me pasó el otro día con el término “patriota”. No sé por qué, pero hemos conseguido que todas esas palabras tengan un regusto que no me gusta nada.
—Quizás porque siempre llevan en sí algo que excluye al otro o que lo vilipendia.
—Con toda esta historia de la posible independencia de Cataluña, como sabes, siguiendo consignas de algunos políticos traperos, los balcones comenzaron a llenarse de banderas nacionales. Yo, por supuesto, no puse ninguna. Y ya tienes a la vecina del quinto poniéndome como hoja de perejil. Y ni ella, ni muchos de esos bocazas que van por ahí, saben quién es Cervantes, Galdós, fray Luis de León, Zabaleta y, no digamos, el arcipreste de Hita.
—¿Y eso te preocupa?
—Me molesta.
—Pues no te molestes —le dije riendo ya abiertamente—. Con libros en la mano, te puedo demostrar que los políticos leen mucho, y que siguen las santas tradiciones de los mayores. Y sí, tienes razón, tradicionalistas e inmovilistas.
—Me estás sorprendiendo.
—Yo también estuve en Arcadia. Quiero decir que también tuve una buena profesora de lengua y literatura durante unos cuantos cursos. Uno de ellos, unos buenos meses, los dedicamos a la Celestina. Te sonarán las palabras de esta buena moza: “A trecho o a derecho, nuestra casa hasta el techo”..
—Sí, me suenan. Es algo universal…
—No todos, no todos. Y fíjate lo que son las cosas. A mí aquello me llevó al primer libro en latín que me leí, que me costó dios y ayuda, pero del que guardo inmejorables recuerdos. Algunos fragmentos, yo también soy tradicionalista y guardo los consejos de los romanos, me los aprendí de memoria, igual que hacían ellos con la Eneida, la Odisea o la Iliada.
Me tranquilizas, pues pensaba que tu tradicionalista maestro de latín nos lo iba a imponer a todos.
—Es un buen recurso, una buena forma de aprender.
—Sí. Y fíjate lo que leí en aquel libro, Noctes aticae, de Aulo Gelio: “Fures” inquit “privatorum furtorum in nervo atque in compedibus aetatem agunt, fures publici in auro atque in purpura”.2 Es decir, quien roba a un particular pasa su vida en la cárcel y con cadenas, pero quien roba al erario público pasa la vida entre el oro y la púrpura.
—Eso —me dijo no convencida del todo— parece que está cambiando.
—O eso nos hacen creer. De todas formas, las tradiciones tampoco son lo que eran, como hemos visto.
—¿Quieres decir —me preguntó intentando atacarme por todo lo alto— que no hace falta saber latín para ser todo aquello que predicaba el personaje de Galdós?
—Por supuesto. El ser educado, elegante y bien nacido, no es privativo de una lengua o de otro aprendizaje que no sea el de la virtus o areté. Lo digo en vernáculo para evitar confusiones.
—Me tranquilizas —me dijo siguiendo con sus ganas de hacerme hablar—, pues pensaba que tu tradicionalista maestro de latín nos lo iba a imponer a todos.
—Pues te equivocas. De arriba abajo. Yo, como siempre he tenido un insuperable complejo de inferioridad, me leía todo cuanto él, y otros profesores, me decían. Y sí, aquella novelita de Galdós la leí íntegramente. Y te sorprenderá. Los consejos del buen preceptor no terminaban con el latín. Dice más adelante, y te repito de memoria: “Y cualquiera que sea la bandería a que te veas afiliado, no hagas un dogma cerrado de tus creencias ni niegues a la creencia de los demás el respeto que merece…”.3
—Entonces —siguió sonriendo— el latín no es esencial…
—Julia, cariño —le dije intentado devolverle la pulla—, quod natura non dat, Salamantica non praestat. Es decir, ni Salamanca ni el latín hacen milagros. Y a buen entendedor… y basta por hoy, que ya es mucha palabrería.
—Sí, pero no hemos hablado de los tiempos que corren.
—Pues otra vez será.
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