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Diálogos con Julia (XXXI)
Julia y la feria del libro

martes 10 de marzo de 2020
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Feria del Libro de Madrid 2019
Hace muchos años que dejé de ir a esas ferias: me marea tanto libro, tanto personal y tanta cosa insustancial.
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
Un escritor, nos confirma, ha de desconfiar de las evidencias y defender las zonas menos iluminadas de la vida.
Andrés Trapiello, Las vidas de Miguel de Cervantes.

Bien saben todos cuantos me conocen que no me gustan las multitudes, ni los actos públicos. Aun así, y más que nada porque saliera de casa, me ofrecí a llevar a Julia a la feria del libro. Con una condición: tenía que ser bien temprano, a fin de evitar las aglomeraciones.

—Ni bien temprano ni de noche —me dijo ella aterrorizada—. Calla, calla, ¿qué se nos ha perdido a nosotros en tamaño lugar?

—Nada. Es por si te apetecía salir.

—Sí, podemos salir donde quieras. Pero no me lleves a esos sitios: riadas de gente, casetas, anuncios a todo volumen, y un montón de libros a cual de todos más inútil e innecesario. Hace muchos años que dejé de ir a esas ferias: me marea tanto libro, tanto personal y tanta cosa insustancial.

—No seas tan radical: siempre hay algo bueno.

Tenía que haber aceptado tu invitación, haber ido, y te hubiera regalado una buena edición de El ingenioso hidalgo.

—Tal vez. Pero yo prefiero seguir con mis historias o mis querencias, o ir a mi rollo, como se dice ahora, y que nadie me imponga nada.

—Lo retiro. Me callo. No vamos.

—¿Te apetece a ti ir a la feria? —preguntó entonces un tanto avergonzada—. Perdóname: me estoy volviendo muy egoísta. No miro sino por mí.

—No, no. Tranquila. Allí —le dije sonriendo— no tienen libros en latín, así que poco o nada tengo que hacer. Lo he propuesto por si querías ir tú.

—He cometido un error —dijo compungida, como si no me hubiera oído—. Tenía que haber aceptado tu invitación, haber ido, y te hubiera regalado una buena edición de El ingenioso hidalgo. Imagino que lo habrás leído, ¿verdad? —me preguntó con aviesas intenciones.

—Sí, hace mucho tiempo —confesé un tanto avergonzado—. Creo que estando en segundo o tercero de carrera.

—Demasiado tiempo. Ya te regalaré yo una buena edición.

—Entonces, ¿vamos a la feria del libro?

—No. Ya la pediré a mi librería. Aunque, la verdad, no sé por qué te tengo regalar el Quijote.

—Yo no te he pedido nada.

—No seas mal pensado. No me refería a eso. Quería decir que estoy un poco harta y cansada de que todo el mundo, y más durante estos días, sólo hable de don Quijote, como si Cervantes no hubiera creado más personajes. Algunos de ellos son tan desconocidos y entrañables como el mismo Caballero de la Triste Figura.

—Sí, en algunas ocasiones un autor queda reducido a una sola obra, a la cimera, y se olvidan del resto. Quizás lo hagan así por pereza, o por desconocimiento. O por ambas cosas.

—Imagino que un senequista como tú conocerá El coloquio de los perros, del propio Cervantes.

—Sí —exclamé con alegría—, esa novela nos la citó muchas veces una profesora de latín que tuve en la facultad. Nos hizo leerla. Y, por lo que recuerdo, está impregnada de senequismo. Tienes razón. Además, hay un chiste muy bueno sobre el latín de cierto personaje.1

—Junto con El licenciado Vidriera es la novela que más veces he leído en mi vida. Y eso que soy una ferviente lectora de Don Quijote. Recuerdo que, cuando era joven, tenía, en el instituto, un viejo volumen de éste, y a veces, entre clase y clase, me leía algunas líneas, o un capítulo si tenía la hora libre.

—Me hubiera gustado, y me gustaría, oírte disertar sobre él.

—Nunca lo he hecho. En las clases decía las cuatro cosas elementales que tocan, pero nada más. No sabría qué decir de ese libro… Sí que se me ha ocurrido, en alguna ocasión, que estos diálogos que nos llevamos tú y yo, si algún sabio tomara la pluma y los escribiera, podría pergeñar con ellos un coloquio de los parientes, o algo similar.

—No creo que tuvieran la gracia de Cervantes. Al menos del que yo conozco.

—Todo podría suceder, aunque para ello, quizás deberíamos ser menos librescos, y hablar más de nuestras experiencias vitales.

—Mi vida, como sabes, es bastante monótona y triste. No hay nada que contar.

—Y la mía más. Ninguno de los dos hemos viajado tanto como Cervantes, ni hemos llegado a conocer este país con la profundidad y la humanidad que lo hizo él. Siempre he creído que de ahí, de ese trasegar los caminos, nace toda la obra de Cervantes.

—Sí es así, yo no puedo hablar más que de libros, de alumnos y de clases. Un aburrimiento. Pero te puedo contar algo interesante, algo con un cierto interés.

—Soy toda oídos. Conste, no obstante, que no te prohíbo que hables de libros, o de lo que te apetezca. No me gustaría convertirme, al final de mi vida, en un censor de tres al cuarto. Mientras no murmures, lo que quieras.

—No es mi intención hacerlo. Pues es el caso que el otro día, estando en la sala de profesores, vino a visitar a una compañera una vieja profesora jubilada hace muchos años. Sin reparar en que yo estaba preparando unos temas, se pusieron a hablar delante de mí. Y puedes creerme si te digo que no di crédito a nada de cuanto oí.

Discutirían igual. Y tal vez de forma tan necia como absurda.

—¿Por la calidad de las personas y por cuanto salió de sus bocas?

—Creo que por ambas cosas. Estábamos en vísperas de las elecciones generales, y era inevitable el tema político, y la decisión del voto. La profesora visitante estaba muy enfadada: el día anterior, con motivo de una charla política, había discutido con un familiar.

—El eterno tema. Harían mejor en leer y hablar de libros o de cine, o de teatro.

—Discutirían igual. Y tal vez de forma tan necia como absurda. La cuestión es que esta mujer, igual que el tendero del que me hablaste hace unas semanas, el del mercado que abogaba por una vuelta al monte y al pastoreo, explicaba todos los males del país diciendo que la juventud no tiene ganas de doblar el espinazo. Porque si lo hicieran, todos los campos abandonados se recuperaban enseguida. Su cuñado le objetó que se fuera ella al pueblo en el que nació, y que se dedicara a escardar y a criar gallinas. Así tendría un complemento para la magra pensión que cobra, y de la que siempre se está quejando.

—Y eso no le gustó nada, por supuesto.

—Por supuesto. Y ahí fue donde, cerrando los libros, comenzó a sangrarme el corazón: alegó que a ella la habían sacado del pueblo, no que se había ido por propia voluntad.

—Como si eso fuera un impedimento para regresar.

—Eso mismo le dijo el cuñado. Además, no soportaba a los alumnos, y se jubiló antes de tiempo. Circunstancia que no quiso tener en cuenta. O la tuvo para arremeter contra la mala educación de los alumnos, de los padres y de todos en general.

—Pobre mujer. Debería estar más que harta.

—Sí. Se entiende. Es soltera. Vive sola. E imagino que, al llegar a casa, no tendría nadie con quien hablar, con quien desahogarse y relativizar las situaciones. Seguro que en la soledad de su habitación estalló en lágrimas en más de una ocasión, recordando los desplantes o los malos modos de este o de aquella alumna.

—No te extrañe. Todos hemos tenido nuestros días malos. Y ante eso, llegar a casa y tener allí gente que te quiere, y te pasa la mano por la espalda, es un alivio, o ha sido un alivio.

—Ciertamente. Sobre la familia se podrían decir muchas cosas, buenas y malas, pero a menudo es un soporte. Y a veces ante algo tan insufrible como una clase alborotada.

—No todos los tiempos son uno.

—Evidentemente. Para acabarlo de arreglar, aquella profesora terminó quejándose de la pensión que le había quedado de su padre. Era hija de militar. Su padre luchó con los nacionales…

—No digas más.

—Considera que a los setenta años es una injusticia que le paguen quinientos euros al mes dada la graduación de su padre.

La humildad siempre es una buena consejera.

—Pobre mujer. Qué triste, ¿no? Se ve a la legua…

—Se puso a llorar delante de su amiga. Lágrimas como puños. Momento que aproveché para irme con la máxima discreción posible.

—Y te quedaste sin saber a quién le va a votar. Aunque no hace falta mucha imaginación. Lo triste del caso es que creerá que votando va a solucionar sus problemas, y que sus ex alumnos, como dice ella, van a doblar el espinazo, y a ella se le van a reparar todas las “injusticias”.

—Sí, pese a todo, aquella mujer me dio pena. La vi tan arrogante, tan fiera… y tan indefensa.

—La humildad siempre es una buena consejera.

—A veces. Que no todos los tiempos son uno.

—Vaya. Tengo un buen alumno. Vayamos, pues, a la cocina, amigo Cipión. Dicho sea sin ánimo de ofender.

—Tú nunca me ofendes.

 

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Notas

  1. El chiste consiste en preguntarle a un murmurador qué quiere decir Deum de Deo, a lo que él responde que dé donde diere.
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