

Apenas habló así, el cumplimiento de la muerte lo cubrió.
El aliento vital voló de su boca y marchó a la morada del Hades,
llorando su hado y abandonando la virilidad y la juventud.1
Homero, Iliada.
Tuve un amigo que murió muy joven. Siempre decía, y jamás faltó a su palabra, que no había nada mejor en esta vida que poder hacer favores a los amigos. No favores grandes o importantes, porque eso pocos pueden hacerlo; pero sí menudencias, algo que, aparentemente, no tiene ninguna importancia, y que, sin embargo, ayuda en un momento determinado. O se convierte, cuanto menos, en un gesto de simpatía.
—Debió de ser una buena persona tu amigo —me dijo Julia cuando lo evoqué ante ella—. Pero hay que tener en cuenta siempre el viejo refrán: al amigo y al caballo no cansallo.
—Sí. No conviene abusar de la paciencia de nadie. No obstante, es cierto que produce una enorme alegría poder complacer a los amigos.
—Tú también eres de la misma calaña —me dijo sonriendo.
Cada vez que me enfrento con eso de “Cuenta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles…” recuerdo aquellas viejas y largas horas de un aburrimiento insufrible.
—Por supuesto. Por eso mismo he evocado a este chico. Acabo de hacer lo que él recomendaba.
—¿Y qué es?
—Pues como te he visto tan puesta con los libros de Jacqueline de Romilly, me he vuelto a leer la Ilíada para poder contestarte a algunas de las cosas que me preguntas, o a lo que dices tú que dice ella.
—Eso —dijo Julia sonriendo— no es hacerme un favor a mí. Seguro que esa relectura te ha resultado muy provechosa.
—No te quepa duda. Pero también tú te vas a beneficiar de ello.
—Además —añadió con una sonrisa todavía más amplia— yo no soy amiga tuya…
—Ya lo sé. Somos parientes pobres y viejos. ¿Y podemos saltarnos ya el prólogo, por favor?
—Faltaría más. Adelante.
—Hay libros —comencé— que no los puedo volver a leer sin tener en cuenta las lecturas anteriores. O la primera lectura. Hay libros que son como palimpsestos, manuscritos utilizados una y otra vez.
—Eso, querido, pasa con los libros y con todo. Al fin y al cabo las vivencias y las lecturas, y no otra cosa, es lo que nos va conformando como personas.
—El baúl de los recuerdos. Aunque, cierto es, nadie lee dos veces el mismo libro.
—Efectivamente. El baúl de los recuerdos. Hay fotos que están en el fondo, casi olvidadas, y cuando menos lo esperas salen a la superficie.
—Era muy joven, un crío en realidad, cuando leí la Ilíada por primera vez. Cada vez que me enfrento con eso de “Cuenta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles…” recuerdo aquellas viejas y largas horas de un aburrimiento insufrible. En serio, hay días que no entiendo cómo o por qué seguí leyendo. El famoso catálogo de las naves estuvo a punto de llevarme al suicidio, a la desesperación y a la locura. Y los interminables parlamentos de los guerreros fueron un tormento inacabable.
—¿Y quién te hizo leer ese libro tan joven?
—Nadie. Fui yo.
—¿Y no me podías haber consultado a mí?
—Por aquella época todo me daba vergüenza. Y ahí, y en mi eterno complejo de inferioridad, creo que estuvo mi salvación.
—¿No es eso un poco rebuscado?
—¿Tú crees? Bueno, tal vez. La cuestión es que yo pensaba que si todo el mundo decía que ese libro era magnífico, yo debía de ser un tarugo que no entendía nada, pues no veía sus excelencias por ninguna parte.
—¿Sabes que a Jorge Luis Borges no le gustaba la Ilíada?
—Lo sé ahora. En aquella época lo ignoraba. Y quizás fue mejor así, pues eso me permitió seguir leyendo en busca de las excelencias que yo no encontraba en ninguna página ni canto.
Zeus no consiguió nada castigando el orgullo de este o de aquel, ni Dios expulsado al hombre del paraíso. El hombre no aprende.
—¿Y te ha gustado ahora?
—Me parece un libro excesivo. No ha llegado a desesperarme, pero es un tanto reiterativo. A veces —dije irreverente— me recuerda aquellas famosas canciones del verano: siempre repitiendo el mismo estribillo. Ahora bien, algunos discursos de algunos guerreros me han encantado en esta última lectura.
—Lógico, si tenemos en cuenta que está escrito para la recitación.
—De todas formas, y dejando esto de lado, me ha hecho reafirmarme en aquellas impresiones que tuve la primera vez que lo leí: no vi, entonces, las excelencias de Aquiles por ninguna parte, ni las veo ahora.
—Componen un bello contraste Aquiles y Héctor. Como lo hacen, a otro nivel, don Quijote y Sancho.
—Un poco traído por los pelos el paralelismo. Aquiles siempre me ha parecido el fanfarrón mala sombra, el trasunto de ciertos políticos que se creen por encima de todo porque su mamá es una diosa o así lo creen ellos…
—El problema es que hay más diosas. Y que Aquiles, como todos en esta vida, tiene su famoso talón.
—He recordado, con esta relectura, que una vez estuve viendo un programa de televisión que tenía cierto predicamento. No entendí la fama de aquellos documentales. Pero, claro, todo es relativo en esta vida. Según decía el protagonista de ese programa, fueron a hablar, él y sus ayudantes, con el herrero del pueblo. Salía éste en su fragua sudoroso y golpeando sobre el yunque; estaba fabricando una especie de escafandra de hierro a fin de poder observar el fondo del río… Hay tiendas de submarinismo, gafas y trajes de buzo, me dije… ¿A santo de qué venía semejante tontería? Y pensé entonces, por una impensada asociación, que quien tenía que haber hecho eso fue Tetis, la madre de Aquiles. Nunca entendí que ésta fuera a hablar con Hefesto, el herrero de los dioses, le pidiera armas para su hijo, las anteriores se las había arrebatado Héctor a Patroclo, que intentó hacerse pasar por Aquiles, y no le pidiera una bota de hierro, o de bronce, dada la época, que cubriera el único punto vulnerable de su colérico hijo. Su famoso talón.
—Entonces no hubiéramos tenido Ilíada.
—Sí, desde luego. ¿No crees que hubiera sido anticiparse a los tiempos modernos?
—Me estás hablando de política, ¿verdad? De todos estos que tienen no sólo un punto débil sino dos mil.
—Sí. Lo he pensado. Tetis es la mediadora. Y Hefesto, o Hefestos, quienes tratan de cubrir ese punto débil. Hablamos, en algunos casos, de banqueros, policías y jueces.
—¡Dios mío! No quiero ni pensar lo que pasaría si nos oyera Homero o, en su defecto, Jacqueline… Pero sigamos. Sí. Es curioso como se renueva la mitología. O si quieres, no hay nada nuevo bajo el sol. Zeus no consiguió nada castigando el orgullo de este o de aquel, ni Dios expulsado al hombre del paraíso. El hombre no aprende. O es demasiado hijo de su época. Se repetirá la peste de Atenas, y brotarán de nuevo el egoísmo, la insolidaridad y el todo vale con tal de hacerse con el poder. Surgirán voceras, integrados y apocalípticos. Y las buenas personas de siempre, anónimas… Nada nuevo bajo el sol. Y vaya por delante que no me gusta mucho la épica. Siempre he sentido disgusto, y algo de asco, cuando en el poema de Mío Cid he llegado a la parte en la que éste engaña a los judíos, y eso es motivo de risas y de burlas de todo el campamento cristiano. Lo mismo que me sucede con el episodio de los leones y el miedo que éste provoca en los yernos del caballero exiliado.
—Son cosas de la época. Homero, si me lo permites, es más humano. Además ni en sus libros ni en la literatura griega hay esas necias discusiones por la religión y los dioses. Son politeístas, y todos los dioses tienen algo en común, según ellos. El cristianismo siempre me ha parecido el inicio de la intolerancia.
—Nos estamos alejando de la Ilíada. Y me estaba resultando interesante el paralelismo entre Aquiles y Héctor.
—Aquiles —dije volviendo al libro de Homero— es la desmesura, el orgullo herido, el rencor. Aunque también hay otro punto de vista: Agamenón, al arrebatarle a Briseida, la esclava que le ha tocado en suerte como botín de guerra, está privándolo de su paideia, es decir, de sus intentos desesperados por ser el mejor guerrero. Y como tal, se merece a Briseida. Y como tal, Áyax se merece su armadura, cuando muere éste, que no Ulises, el fecundo en artimañas. La paideia explica muchas de sus reacciones. Y ésta, para decírtelo en dos palabras, es el eterno intento de ser el mejor en cualquier cosa que se haga en esta vida. Y la sempiterna búsqueda del reconocimiento, de la fama. Lo cual genera una rivalidad terrible.
—Pero Héctor no está tocado de ese furor. Viéndolo así es como si Héctor supiera ya que es el mejor, y no necesitara demostrarlo. Es curioso, además, la cantidad de veces que, según Jacqueline, Homero emplea el adjetivo dulce o dulzor para designar a Héctor.
Sí, los dioses van por aquí y por allá, participaban en la batalla; pero no evitan el sufrimiento ni la negra muerte de los humanos.
—Recuerdo que la primera vez que me enfrenté con la llíada leí sólo un fragmento; estaba en un libro de texto de literatura, en las primeras páginas. Contaba el encuentro de Héctor con Andrómaca, su mujer, en las murallas de Troya poco antes de la batalla y de su muerte. Su hijo, un niño de pocos meses, se asusta al ver a su padre con el tremolante yelmo. Y éste se lo quita, lo deja en el suelo y acaricia al niño… Es una escena emotiva, tierna. Me cautivó. Siempre he pensado que es lo mejor del libro.
—Aquiles es soltero. Quizás amara con igual intensidad a Briseida. Pero, claro, Homero no dice nada al respecto. Y la balanza se inclina hacia Héctor. No es nada objetivo. Quizás tampoco tratara de serlo.
—No. Creo que es un planteamiento falso el que haces. Creo que Homero quiere despertar la piedad, hacer patente la pequeñez del hombre. Y Héctor, con toda su dulzura, con toda su simpatía, con todo el cariño que despierta allá por donde va, sucumbe a manos de un Aquiles desbordado de rencor, orgullo y demasía.
—¿Tú crees? Sí, es posible que tengas razón: Jacqueline, aunque muy brevemente, compara a Héctor con Jesús. Ambos saben que van a morir. Pero éste le pregunta a Dios que por qué lo ha abandonado. Héctor no pregunta nada. Sabe que ha llegado su fin y lo acepta sin preguntas retóricas, sin nada…
—Pues ahí lo tienes. Un canto al hombre como tal. A su soledad. Sí, los dioses van por aquí y por allá, participaban en la batalla; pero no evitan el sufrimiento ni la negra muerte de los humanos. El destino está por encima de ellos. Nosce te ipsum.
—¿Estamos solos?
—Y dejados de la mano de Dios. Así que hagamos la cena, que nadie vendrá a hacérnosla.
—Eso es seguro.
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