Servicio de promoción de autores de Letralia Saltar al contenido

Diálogos con Julia (XXXVIII)
Julia y la tranquilidad

martes 28 de abril de 2020
¡Comparte esto en tus redes sociales!
Julia y la tranquilidad, por Vicente Adelantado Soriano
A veces hasta me entretengo en describir algunos de aquellos días. Y sigo leyendo. Sencillamente porque me gusta. Fotografía: Mitchell Gaiser • Unsplash
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
Podríanos acaecer lo que a un labrador, y esto sé cierto que pasó ansí: hallóse un tesoro, y como era más que cabía en su ánimo, que era bajo, en viéndose con él le dio una tristeza, que poco a poco se vino a morir de puro afligido y cuidadoso de no saber qué hacer de él. Si no le hallara junto, sino que poco a poco se le fueran dando y sustentando con ello, viviera más contento que siendo pobre, y no le costara la vida.
Santa Teresa de Jesús, Libro de la vida.

Lo dije sin mucha convicción, deseando que me dijera que no, pero aun así se lo dije. Y no dudo, ni por un momento, que me hubiera puesto en marcha si Julia hubiese aceptado aquello que le proponía sin mucha convicción. Ella, sin embargo, tenía una contraoferta, y fue ésta la que se llevó a cabo.

—Yo creo —comencé aquella tarde, apenas nos sentamos en el comedor, con las persianas un tanto bajadas y el aire acondicionado puesto a una temperatura agradable— que nos podríamos ir este verano a alguna parte, aunque sólo fueran unos días.

La primera respuesta de Julia fue una sonora carcajada.

—¿Adónde quieres llevarme, alma de cántaro? ¿Te parece a ti que estoy yo para andar por esos mundos de Dios? No, gracias. No hay lugar más agradable para mí que este sitio y esta butaca. Además, vas a ir tú por ahí con una anciana…

—A mi madre la llevé a todas partes cuando ella tenía tu edad, y yo era mucho más joven.

Quizás la cultura no sea otra cosa. Intentar comprender el pasado con la mentalidad actual.

—Ya, pero a tu madre le gustaba mucho salir, y yo soy más bien de tejas para abajo. Poco a poco he ido recorriendo parte de este mundo. Ahora toca otra cosa.

—Tampoco es mi intención pegarte una gran paliza. Nos vamos con el coche, camino de Mérida, por ejemplo. Y donde te canses, paramos y descansamos. Y así puedes ver, entre otras cosas, el Museo de Arte Romano.

—No. Déjate. Temo darte el viaje. Ya no estoy para esos trotes. Y sí, desde luego vale la pena arriesgarse por ese museo. Pero ya no tengo fuerzas. Siempre me ha gustado mucho visitar museos. Ahora bien, es duro, ya me cansaba, y mucho, siendo joven. Imagínate ahora.

—Tienes razón: visitar museos no es un pasatiempo. Yo también me canso mucho. Pero voy…

—Yo también fui en su época. Creo que eso de los museos, por mucho que se diga, o digan algunos en contra de ellos, es un buen invento. Sí, ya sé que las obras están descontextualizadas, pero para algo está la imaginación.

—Todo está descontextualizado, Julia. Más quisiera yo que leer a Ovidio teniendo en la cabeza las acepciones que las palabras tenían en su época. Creo que en el fondo todo es cuestión de algo de cultura y algo de imaginación. No podemos hacer otra cosa.

—Y quizás la cultura no sea otra cosa. Intentar comprender el pasado con la mentalidad actual, ser capaz de ponerse en la piel de los otros y entenderlos. Aunque sea un poco.

—Sí. Pero es un arduo trabajo. Es curioso, por ejemplo, lo que sucede con las palabras: una acepción que en un momento determinado era casi una vulgaridad, hoy en día se ha convertido en mera erudición. Me llamó la atención que los alumnos ignoraran cierto término. No hace mucho tiempo, en una clase, puse una oración para traducir: los campesinos trabajaban las tierras con los arados. Pues bien, los alumnos, todos, ignoraban lo que es un arado.

—No me extraña lo más mínimo. Miguel Delibes, creo que fue él, hizo un catálogo de todas las palabras, propias del campo, que se están perdiendo. Como el mismo campo.

—Según algunos partidos políticos —dije sonriendo— sucede eso porque los jóvenes no tienen ganas de doblar el espinazo.

—Pues que prediquen ellos con el ejemplo: que dejen los despachos y los sillones y se vayan a sembrar, a segar y a escardar. Igual cunde el ejemplo y tenemos un éxodo de la ciudad al campo. ¡Bah! Ni caso. En este país todos tienen soluciones para todos, pero siempre las soluciones son para los otros.

—Volviendo a nuestro tema, es cierto que hay vocablos que se pierden, pero, al mismo tiempo, se ganan otros.

—Evidentemente. También una vez en clase utilicé un refrán, que no entendieron, para dar a entender la inutilidad de algunas acciones: “eso” —dije— “es cerner el agua”. No hace falta que te diga que los alumnos no sabían lo que era cerner, ni habían visto un cedazo en su vida. O si lo habían visto, no sabían su nombre.

—Pero a cambio, hablan de píxeles, memoria RAM, disco duro, gigas y no sé cuántas cosas más,               que a mí, sinceramente, me dejan un poco descolocado o con la mente en blanco. A veces, riéndome, he pensado que los libros de latín deberían modernizarse: un labrador, trabajando el campo, se encontró un lápiz electrónico de veinte gigas.

—Eso estaría muy bien por una parte, pero por la otra sería empobrecer un poco más la lengua.

—Por supuesto. Es una broma. No se puede desligar Roma del campo: agricultura, colono, colonizar… Ahora bien, es innegable que estamos condenados a olvidar muchas cosas, y no sólo palabras. Pues conforme pasa el tiempo, más y más cosas se deben memorizar o recordar. Y llegará un momento, o tal vez no, que el disco duro se quedará sin capacidad.

Hay un tiempo para viajar, ir a visitar museos y empaparse del mundo. Y otro para estar sentado a la sombra de un árbol, meditando y recreándose en los viejos recuerdos.

—Bueno, la memoria es selectividad, lo mismo que la historia. El tiempo actúa de filtro, y muchas de las cosas que, en su momento, nos parecen importantísimas, duran lo que dura una rosa.

—Todo verdor perecerá.

—Y poco a poco, lentamente, brotará otro. Cuando era joven, mi madre, que también era muy aficionada al cine, me llevaba a ver películas que le encandilaron a ella en su juventud. A mí me resultaban insufribles. El tiempo había caído sobre ellas como una losa. A veces hasta mi madre salió decepcionada del cine. “No entiendo” —me dijo en alguna que otra ocasión— “cómo me podían gustar esas cosas”. Y había películas modernas que, por el contrario, sí que le gustaban.

—Sí, suele suceder. Cada momento de la vida exige unas determinadas novelas o libros. Luego, algunas sobreviven y otras pasan a formar parte de los recuerdos. Algunos de ellos se despiertan, y otros permanecen olvidados ya por siempre jamás.

—Pues eso mismo sucede con la vida —me dijo sonriendo—. Hay un tiempo para reír y otro para llorar. O, si quieres, hay un tiempo para viajar, ir a visitar museos y empaparse del mundo. Y otro para estar sentado a la sombra de un árbol, meditando y recreándose en los viejos recuerdos. No es mejor una época que otra. Aunque esta última se relaciona con la decadencia y con la muerte. Y es por eso que mucha gente finge ser joven, y se apunta a todo y se mueve por todo cual peonza enloquecida.

—No era mi intención…

—Ya lo sé. Pero también influye el cansancio. No la inutilidad de las acciones, que no lo son. Me explico. No hace mucho una vieja compañera me dijo que sí, que ella antes viajaba, veía cosas, leía… hacía todo eso porque le servía para preparar las clases. Pero ahora, jubilada, ya no le encontraba sentido a todo cuanto hacía antes.

—Es un poco absurdo. Es como el campo que deja pasar el agua del riego sin beneficiarse de ella y permaneciendo seco.

—Se te nota que eres de pueblo —me dijo sonriendo—. Pero así es. Yo hice lo mismo por mis alumnos, y, también, por mí misma. Pero ahora estoy cansada. Prefiero quedarme en casa, administrar los recuerdos y las vivencias, y que ellos me ayuden a pasar el tiempo que me quede. A veces hasta me entretengo en describir algunos de aquellos días. Y sigo leyendo. Sencillamente porque me gusta. Y porque sigo pensando, con don Miguel, que vale más el camino que la posada. Mal que bien, sigo caminando. Sin cansarme.

—Yo diría que sigues más bien que mal. Y espero que, algún día, me dejes leer esos escritos de tus pasados días. Sería una pena que se perdieran.

—No pasaría nada. Se han perdido tantas cosas en guerras, revoluciones, motines y demás… Sucede lo mismo que hemos dicho antes con las palabras: se pierden unas cosas y se hacen otras nuevas. Eso no quiere decir que justifique las pérdidas o los incendios de las bibliotecas.

—Otra de las cosas que se han perdido —dije sonriendo— son las relaciones epistolares. Hoy en día nadie escribe cartas.

—Tienes razón. Se terminó aquello de “Martes, 20 de julio de 1800. Queridos padres: espero que al recibo de la presente estén bien, pues yo sí, G. A. D. El motivo de la presente es para decirles…”. Tenía su encanto aquello, ¿no crees?

—Sí, desde luego. Hoy en día todo funciona a través de emoticones y de frases sin sentido cuando no de gruñidos. El otro día me contaba un compañero que falleció un pariente suyo. Lo comunicó a través del móvil a algunos conocidos. Y uno de ellos le envió la respuesta estándar, consistente en el consabido “jajaja”.

—¡Pobre hombre! ¿Qué quieres que te diga? Algunos hemos tenido la suerte de dar con un pequeño tesoro. Éste, bien administrado, hace que nuestra vida siempre haya sido rica y haya tenido un cierto sentido.

—Total —le dije resignado— que no salimos de viaje este verano.

En ese momento Julia adelantó el cuerpo y cogió un folio doblado que sobresalía de un libro. Lo blandió delante de mis ojos sonriendo, y me lo alargó. Lo leí con suma atención.

Sin agobios, administrando muy bien las fuerzas, haremos alguna que otra excursión. ¿Te parece bien?

—Vas a ser —me dijo cuando hube terminado la lectura— compañero de viaje de una anciana.

—Lo voy a hacer de mil amores.

—Tu primo nos estará esperando en el aeropuerto de Berlín. Imagino que tú de alemán no tienes ni idea.

—Algo sé —dije riéndome—; sé, por ejemplo, que el alemán tiene declinaciones, como el latín. Y que algún que otro alemán habla el latín. Es cuestión de dar con él.

—No nos vamos para tanto tiempo —me respondió de muy buen humor—. Pero si no te apetece venir…

—Tengo muchas ganas de ver a mi primo. Y aprovecharé para visitar el bosque donde fueron masacradas las legiones de Varo.

—Muy bien. Sin agobios, administrando muy bien las fuerzas, haremos alguna que otra excursión. ¿Te parece bien?

—¿Y qué tal si hacemos salchichas de Frankfurt para cenar?

—¡Ah, cómo te conozco! Sabía que me lo ibas a decir. En la nevera tienes un paquete de las mejores que he encontrado en el mercado.

—Eres un encanto, Julia.

—No hay nada como los buenos amigos y los mejores parientes.

 

Otros textos de esta serie

Vicente Adelantado Soriano
Últimas entradas de Vicente Adelantado Soriano (ver todo)

¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio