

Ya no está sujeta por fuertes raíces: su propio peso la mantiene fija en el suelo.
Lucano, Farsalia
De vez en cuando la confianza de mi tía Julia en las personas me ponía los pelos de punta. Bien es cierto que no vivimos en un país especialmente violento, ni con un alto índice de criminalidad. Pero ni aun así dejaba de temer por ella, muy dada a abrir la puerta de su casa a cualquiera que hiciera sonar el timbre.
En más de una ocasión le había dicho que cuando se le estropeara algún aparato electrónico, o tuvieran que ir los técnicos a pasar la revisión del calentador de gas, de la calefacción, o de lo que fuere, que me llamara. No me hacía ni caso.
—No vas a dejar a los alumnos colgados por una tontería semejante. Aquí no hay nada de valor, ¿qué se van a llevar los ladrones? Como no carguen con libros, no sé qué otra cosa pueden robar. Y no creo que éstos sean el motivo de sus fechorías.
Bien es cierto que Parmeno y Sempronio matan a Celestina, y que Raskolnikov asesina a una anciana en Crimen y castigo. Pero ni yo me dedico a la brujería, ni tengo dinero de nadie en casa.
—No se trata de eso, Julia —le explicaba pacientemente una y otra vez— sino del susto que te pueden dar…
—No te preocupes. Cada vez que viene algún técnico, aviso a mi vecina.
—Sí. Y entre las dos formáis un batallón al que no hay más que pedir. Hasta el más aguerrido de los hoplitas hubiera temblado ante vosotras.
—Yo creo que alguien que tenga un poco de vergüenza no se enfrente con dos ancianas. ¿Lo hubiera hecho un hoplita?
—Madre mía…
—Perdona. Bien es cierto que Parmeno y Sempronio matan a Celestina, y que Raskolnikov asesina a una anciana en Crimen y castigo. Pero ni yo me dedico a la brujería, ni tengo dinero de nadie en casa.
—¿Y tú crees que los ladrones lo saben? Los haces muy cultos, sabios y educados, ¿no te parece?
—De todo habrá, como en la viña del Señor. No recuerdo muy bien, pero creo que al dramaturgo Jacinto Grau un ladrón lo asaltó en su casa, y éste terminó invitándolo a comer porque no encontró nada que llevarse… Y el otro día también oí que otro ladrón asaltó a un anciano en un cajero automático, y al ver el saldo de la cuenta del anciano, se marchó sin robarle ni un billete y pidiéndole perdón.
—Y a mucho los han matado por menos de un euro. Te recuerdo que en nuestra santa familia se llegó a las manos por una crucecita de plata que perteneció a la bisabuela…
—Sí, lo sé, lo sé. Y lo más gracioso del caso es que nadie era creyente.
—No creo que la quisieran para llevarla colgada del pecho y ganar indulgencias. La venderían y sacarían algo de dinero.
—¡Cómo se degradan las cosas, Dios! ¿No te parece que debemos tener un poco de confianza en el género humano?
—¿Abriendo las puertas de nuestras casas cuando llaman? Julia, están dejando morir a mucha gente en el mar o en campamentos de refugiados…
—Pero eso lo hacen los gobiernos, no la gente normal y corriente.
—Esa gente normal y corriente es la que vota a esos gobiernos. Vivimos bajo el imperio de una democracia. Sí, manipulada por la televisión, todo cuanto quieras. La democracia como tal nunca ha existido. En sus momentos de máximo esplendor en realidad era Pericles quien dirigía el cotarro.
—Ya me lo imagino. Pero algo habrá que hacer para cambiar. ¿Por qué no tener confianza en el ser humano?
—Porque…
—No, no sigas. Ya sé lo que me vas a decir. Pero contéstame a una pregunta: ¿puede haber o existir una cultura sin una imagen ideal del hombre?
—Me suena la pregunta. Mucho.
—Sí. Claro que te suena. Es una afirmación de un libro que hace años, muchos años, me dijiste que tenía que leer, que era imprescindible para todo maestro.
—Ya. Paideia, de Werner Jaeger.
—Efectivamente. ¿Sabes? El libro me impresionó tanto que me lo leí dos veces. Y no es una novela de pocas páginas ni mucho menos.
Viridiana salvó a un perro. Es poco, pero menos es nada. ¿O es que todo depende de la cantidad?
—Hay que reconocer que ambos tenemos unas tragaderas inmensas.
—Bueno. Pues en el tal libro hay una frase que se me quedó grabada a fuego. Dice Jaeger que “la cultura humana es imposible sin una imagen ideal del hombre”.1
—Estás desviando el tema de la conversación. O llevándola a un punto que no va a solucionar el problema que tengo contigo.
—Luego hablamos de ese problema mío. Pero dime, mientras tanto, ¿es cierta la afirmación de Werner Jaeger? ¿Qué piensas al respecto?
—Imagino que tiene razón. Creo que, de una u otra forma, los libros históricos tratan, en el fondo, de moldear esa civilización ideal. Para bien o para mal. Los romanos, por ejemplo, trazan su historia como si la mos maiorum, una entelequia llena de buenas costumbres y educación, hubiera sido el modelo que siempre han seguido. Y no hubo tal. Los mayores fueron tan bestias o más que sus descendientes.
—Pero ellos los idealizaron. Creo que de no ser así, la historia no sería más que una cadena ininterrumpida de horrores. De ahí la necesidad de ese hombre ideal. Es, o tiene que ser, como las estrellas que le indican el rumbo al marinero.
—Lo que sucede es que, a veces, creo, haciendo eso se oculta la realidad, la verdadera historia. Tras esa mos maiorum no había más que muertes y masacres.
—¿Tú crees? Yo creo que si los gobiernos dejaran desembarcar a muchas de las personas que vienen en pateras, o como pueden, no iban a faltar vecinos que los acogieran y les dieran todo cuanto pudieran.
—Y muchos otros que los matarían antes de llegar a puerto. Y sea como fuere, esa no es la solución.
—No. No lo es. Cuando ya era una chica madurita, pude ver en el cine una película que me encantó, Viridiana, de Luis Buñuel. Hay una escena que provocó las risas de todos los jóvenes del momento: un señor, montado en un carro, lleva, bajo él, a un perrito atado. El pobre perro se las ve y las desea para seguir el trote del caballo. Viridiana obliga a su primo a que libere al perro. Él lo hace. Y al día siguiente, el señor del carro vuelve a pasar por el camino con otro perrito en idénticas condiciones. Los espectadores, que vivían, no lo olvides, bajo una dictadura, clamaron que la caridad no sirve para nada. Lo útil es hacer la revolución.
—Ya. Pero mientras llega…
—Efectivamente. No se puede pretender salvar a todo el mundo. Al menos, Viridiana salvó a un perro. Es poco, pero menos es nada. ¿O es que todo depende de la cantidad? ¿Es Schindler un héroe y Viridiana una neurótica? Y no estoy comparando perros con personas. Estoy analizando las actitudes. Schindler salvó a muchas personas, de acuerdo, pero no impidió que los nazis masacraran a millones y millones de judíos. También puede considerarse su trabajo como una inutilidad. Salvo que se lo preguntes a quienes, gracias a él, pudieron escapar de los campos de concentración.
—Sí, por desgracia la sociedad que necesita héroes y mártires no es una sociedad sana.
—Tienes razón. No necesita eso, pero sí una imagen ideal del hombre. ¿No te parece?
—Me parece que eres una hábil contrincante. Y que siempre llevas las conversaciones al derrotero que te interesa. Vale, vale, no pongas esa cara. Sigamos con el tema. Luego hablaremos de ti. No sé, volviendo al asunto principal, si Jacqueline de Romilly conocía el libro de Jaeger, Paideia. Lo más probable es que sí. Te lo digo porque, a veces, leyendo sus libros, los de Romilly, tengo la impresión de que esta buena mujer, enamorada al fin y al cabo de la Grecia clásica, la idealizó embelleciéndola. Sucede, no obstante, que la mujer es tan inteligente, todo cuando dice está tan bien montado, que resulta difícil desarticularlo. Aun así me queda la impresión, en algunas de sus páginas, de que busca esa idealidad, ese patrón para construir una sociedad mejor. O para intentarlo.
Me planteé ir a dar clases a la selva, a alguna aldea de África, allí donde mi trabajo sirviera para algo. No lo hice. Imagino que por cobardía.
—Todavía no he terminado ninguno de sus libros.
—Da lo mismo, Julia. Yo también soy un hábil contrincante, y puedo volver ahora mi razonamiento en contra del tuyo. Dice Jacqueline, y no podía ser de otro modo, que los griegos, por supuesto, utilizaron la violencia, y fueron víctimas de ella. No hay más que leer Iliada, Troyanas, Edipo o su mitología. Pero también dice, y sostiene, que ningún pueblo como el griego ha defendido tanto la paz, la palabra, las asambleas y las discusiones. Y ninguno ha denunciado de una forma tan clara y rotunda la violencia y la guerra. Los romanos, desde luego, no lo hicieron. No es incompatible la violencia con la defensa de la paz. Ésta se eleva contra el horror de aquélla… Sé que existe, y, por eso mismo, no quiero que te alcance. Creo que hay otras formas menos arriesgadas de mostrar confianza en el hombre. O fe. ¿O es que vas a meterte en casa, como argumentan los demagogos, a todo emigrante que llegue?
—Más de una vez lo he pensado, no creas. ¿Qué tenemos que perder? ¿Cuatro libros? ¿Una televisión y una nevera? No vale la pena… Recuerdo que hubo un momento en mi vida que estaba harta del instituto, de los alumnos y de todo. Éstos no tenían interés por nada… Me planteé ir a dar clases a la selva, a alguna aldea de África, allí donde mi trabajo sirviera para algo. No lo hice. Imagino que por cobardía. Y seguí dando clases de lengua y literatura a personas que estaban más interesadas por Gran Hermano o cualquier absurdo programa de televisión, cotilleo y chascarrillos que por su maravillosa literatura. Fue arrojar margaritas a los cerdos. Y no te puedes imaginar cuánto me duele hablar así.
—Pues no tiene por qué dolerte. Salvo que Viridiana, ese modelo tuyo, cogiera una depresión de caballo por no haber salvado a todos los perros del mundo. Tú sabes, mejor que yo, que en todo curso siempre hay dos o tres alumnos que escuchan, que valen la pena. ¿Qué más quieres?
—Que el mundo sea más justo y más solidario. Y para eso tenemos que empezar siéndolo nosotros mismos.
—No por eso tienes que abrir la puerta a todo aquel que llama al timbre.
—¿Y si me necesitan o necesitan algo?
—¿Y si te pasa algo qué le digo yo a mi primo? ¿Y acaso no te necesito yo?
—Tranquilízate. No ve va a pasar nada. Pero, vale, te prometo que no abriré a nadie si no estás tú o la vecina.
—No me haces ni caso. Parece como ya si no necesitaras a nadie.
—Eso no es verdad. Claro que os necesito. Te agradecería, por lo tanto, que hicieras tú la cena: las conversaciones contigo me dejan agotada.
—Muy bien, pequeña sofista. Vamos a la cocina.
—Sí, que tenemos que seguir hablando. Yo creo que hace falta una imagen ideal…
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