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Diálogos con Julia (LXVI)
Julia y todos los santos
(Sobre urnas y tumbas)

martes 10 de noviembre de 2020
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Julia y todos los santos (Sobre urnas y tumbas), por Vicente Adelantado Soriano
Siempre me ha parecido enternecedora esa creencia en el más allá. Imagino que es una forma de consolarse de la muerte.
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
Que se resignen otros, abuela, yo no estoy para resignaciones.
Juan Rulfo, Pedro Páramo.

No soy nada dado a visitar cementerios. Los más próximos a mi casa, además, son todos muy feos, horribles, nefastos. No me gustan nada. Aun así, y dadas las fechas, y que era un día festivo, me presenté pronto en casa de Julia por si deseaba que la acompañara al camposanto. ¡Vaya nombrecito! Como si todos los que hay allí hubieran sido buenos y honrados. Dejémoslo. A Julia tampoco le apetecía lo más mínimo ir a visitar tumbas.

—Pues no vayamos —le dije—; podemos dar una vuelta por el barrio y venirnos a casa y hacer la comida o irnos por ahí a comer.

—Si encontráramos un lugar tranquilo y solitario estaría bien, aunque fuese por una vez, comer fuera.

—Yo conozco uno, pero está en medio de la sierra. Hay que coger el coche.

—Si no te importa conducir.

Me quedan pocas ocasiones de palpar una urna, y no quiero perderme las últimas oportunidades.

—No, siempre que sea por caminos conocidos —le dije en tanto nos sentábamos.

—Te has vuelto muy conservador tú.

—En algunos aspectos siempre lo he sido. Y en otros, me preocupa. Así que no hago más que darle vueltas a lo de si ir a votar, una vez más como he hecho hasta ahora, o abstenerme, y en caso de ir, a quién votar. No sé si estoy siendo conservador o algo necio. No lo sé. Aunque me parece que, en el fondo, todo da lo mismo. Pero tampoco estoy muy convencido de mis propios pensamientos.

—Creo que te equivocas. No, no vamos a discutir. Sí que te pido que, hagas lo que hagas, vengas a buscarme y me acompañes a votar.

—Te veo muy decidida.

—Me quedan pocas ocasiones de palpar una urna, y no quiero perderme las últimas oportunidades. Me parece que esta es una explicación tan válida como otra cualquiera, ¿no? —me preguntó sonriendo.

—Sí. Yo diría que sí, que es muy válida, enormemente válida.

—Pues no se hable más. Y, por otra parte, ¿estabas decidido, en serio, a ir al cementerio y más en el día en el que éstos están llenos de vivos?

—No. Yo prefiero no ir. He venido por acompañarte. Por si querías ir tú.

—No tengo la más mínima inclinación por el asunto.

—Me lo imagino. Es increíble cómo, gradualmente, nos hemos ido separando los vivos de los muertos. Quizás tanto como de los dioses.

—Creo que eso lo lleva el cambio de vida. Piensa que antes, en una casa familiar, convivían padres, hijos, abuelos, nietos… Lo normal es que siempre hubiera alguien enfermo, moribundo o muerto. Ahora, aislados en pequeñas cuevas con escasa capacidad, los abuelos son llevados a la residencia, cuando no se van ellos por sus propios pies. Y cuando enferman los meten en el hospital, en la uvi o lugar recóndito, donde sólo entran a verlos los más allegados. No hay, pues, contacto con la muerte ni con el muerto.

—Además, cuando uno muere, no doblan las campanas con aquella solemnidad de entonces. Ahora como a las campanas las hacen sonar mediante un motor, no sé si por disposición de éste o por qué, pero tienen un sonido gangoso, feo y hasta un tanto irreverente. Como si el badajo estuviera haciendo gárgaras.

—¡Ay, querido! Los inconvenientes de la gran ciudad. Con la cantidad de personas que vivimos aquí, todos los días muere alguien, y todos los días tendríamos campanas y más campanas, como en las épocas de peste. Por supuesto se crearía una asociación de vecinos en contra del campaneo.

—Sí. Siempre hay que reivindicar algo o quejarse por algo. El otro día oí una necia discusión entre un señor mayor y un ciclista. Éste iba, teniéndolo al lado, por fuera del carril-bici. Antes todo era aquello de “queremos carril”. Y ahora que lo tienen, muchos han descubierto, como gritó el necio del ciclista, que vivimos en una democracia y que pueden pedalear, por lo tanto, por donde les dé la gana. Algunos peatones hacen lo mismo, no creas.

—La verdad es que, dejando las campanas de lado, la ciudad se ha vuelto bastante intratable: en las aceras hay sillas y mesas de bares, circulan bicicletas, patinetes eléctricos, patinetes sin motor, señores y señoras con perritos; ellos o ellas van por un lado de la acera, el perrito por el contrario, y entre medias está el cordón umbilical que une al perro con su dueño. El otro día lamenté mucho no ser joven para saltar por encima de la correa, igual que cuando era niña, diciendo aquello de “un poquito más altito”.

—Siempre he pensado que es una pena que el cambio climático se haya inclinado por el calor. Creo que un toque de época glaciar hubiese acabado con esos problemas: con frío, lluvia y nieve, todos se quedarían en sus casas tan ricamente; no habría sillas ni patines ni perros por las aceras, y así los intrépidos podríamos ir y venir tranquilamente por las mismas.

Creo que deberíamos discutir sobre las opciones que se barajan entre los distintos candidatos, no hablar de nuestras justificaciones para ir con la papeleta en la mano.

—¿Ves? —dijo Julia riéndose de buena gana—. Ahí me estás dando otra vez la razón. Hay que ir a votar. No entiendo cómo hay personas que les votan a estos tarugos que niegan el cambio climático. ¡Dios mío! Estamos en noviembre y la gente va por la calle con manga corta. Y antes en el pueblo nevaba. ¿Cuántos años hace que no ves la nieve?

—He perdido la cuenta. La nieve es un viejo recuerdo de la infancia. Como los Reyes Magos. ¿Sabes? —le dije un poco más serio y volviendo al tema—. Te voy a contar una cosa: en las primeras elecciones que hubo en este país me acerqué a las urnas como homenaje a una gran amiga, no he tenido otra, que acababa de fallecer. Tenía veinticinco años. Voté a la gente de la que ella siempre me estaba hablando muy bien… Y les he seguido votando, hasta ahora, en recuerdo suyo.

—Siempre he sabido que eres un sentimental.

—Es un razonamiento tan válido como el tuyo para ir a votar, ¿no?

—Sí. Desde luego. Pero qué poco serios estamos siendo. Creo que deberíamos discutir sobre las opciones que se barajan entre los distintos candidatos, no hablar de nuestras justificaciones para ir con la papeleta en la mano.

—En ese caso, querida Julia, la discusión se nos terminaba nada más comenzarla. Es elegir entre Pompeyo y César…

—Bueno, a veces hay algunas diferencias más. No simplifiquemos tanto.

—De acuerdo. Entre república y monarquía no te van a dejar escoger. Porque mataron a César, mataron a Cicerón, a los Graco y a todos cuantos se opusieron al poder del Senado y de los centuriones. Cuestión trascendental que no se ha votado.

—Sí. El famoso Trágala. Pero hay más opciones. No seamos derrotistas.

—No lo soy. Y ya que ambos —le dije señalándonos y sonriendo— estamos convencidos del cambio climático, dado que en el pueblo no nieva, y las aceras están invadidas por extraterrestres, podríamos escoger a un grupo de esos llamados verdes o ecologistas para votar por ellos. Cuando mi amiga falleció no existían.

—En eso estaba pensando yo, aunque inmediatamente me ha venido a las mientes todo eso del voto útil y demás zarandajas.

—¡Ah! Por eso no te preocupes. Al fin y al cabo uno también puede escoger ser un completo inútil, ¿no? Votamos a quien nos dé la gana, y que digan lo que quieran. Para eso estamos en una democracia, y cada uno circula por donde le apetece.

—Y viva la Pepa.

—Viva por siempre jamás… No sé por qué, sin duda por la proximidad de las fechas, me he acordado estos días de algunos rituales que hacían los romanos en las tumbas de sus antepasados. Las famosas Parentalia. Los romanos, al contrario que tú y yo, sí que visitaban las tumbas de sus antepasados o sus familiares fallecidos. Iban al lugar donde estaban las tumbas, siempre fuera de la ciudad, tras el pomerium, y pasaban el día allí con sus muertos comiendo y bebiendo. Algunas tumbas, no sé si todas, tenían un pequeño orificio. Por él vertían vino, miel y alimentos varios para el muerto.

—Siempre me ha parecido enternecedora esa creencia en el más allá. Imagino que es una forma de consolarse de la muerte. Creer que el otro, en otra realidad, está vivo y come y bebe…

—Sí —le dije riéndome de buena gana—, el hombre siempre se consuela con eso y metiendo cosas por agujeritos y ranuras.

—Estás siendo tú hoy muy irreverente.

—Es una forma como otra cualquiera de tomarse la vida, y la muerte, un poco a guasa. Además —improvisé sobre la marcha—, un romano le tenía tal inquina a su suegra que incluso fallecida iba todos los años a visitar su tumba. Y derramaba vino por el orificio de la lápida. Sí, pero mezclado con una buena dosis de cicuta. El pobre hombre no estaba seguro del todo de que estuviera muerta y bien muerta.

—Me estás tomando el pelo, ¿verdad? Dios, qué mala fama hemos tenido siempre las mujeres. Dicen que a las suegras nos tenían que hacer de azúcar y aun así amargaríamos.

Di clases durante muchos años, formé a mucha gente, o traté de hacerlo, y me gustaría dejarles un mundo mejor que este.

—No es tu caso. Tu nuera está bien lejos. Y a mí me duró más el traje de novio que la novia, así que a nadie molesto ni nadie me molesta.

—Vaya giro que ha dado la conversación. Ahora —dijo sonriendo— creo que está muy bien traído ese paralelismo de depositar una papeleta en una urna y derramar vino por el orificio de una tumba.

—Se me ha ocurrido de repente. Las viejas ilusiones.

—Aun así. Y dado que soy muy cabezota, quiero que vengas a buscarme, y que me acompañes para ir a votar. Yo no estoy de acuerdo con que todo es igual, y lo mismo da Francisco que Paco. Y con esa esperanza vivo, y no quiero resignarme. No, no estoy por la labor de agachar la cabeza. No. Di clases durante muchos años, formé a mucha gente, o traté de hacerlo, y me gustaría dejarles un mundo mejor que este. Sé que es un grano de arena en el desierto, pero lo voy a hacer. Y además, te voy a confesar un secreto: no he leído ningún programa de ningún partido, ni he seguido ningún debate de los candidatos. He visto fotos de unos y de otros, eso sí. Y hay un político, más o menos de tu edad, que tiene una cara de buena persona que es un encanto. A él le voy a votar.

—Me parece muy bien. Una opción tan válida como otra cualquiera.

—Tan válida, no; mejor.

—De acuerdo, mejor. Me he venido con el coche por si querías ir al cementerio. Está aparcado en la calle. ¿Nos vamos a comer en medio de la sierra en un lugar tranquilo y silencioso? Y sí, te acompañaré a votar. Por supuesto.

—Gracias. Y nos vamos donde quieras, si me dejas que te invite yo.

—Una vez de pequeñito me preguntaron qué quería ser de mayor. Aquel día estaba yo gracioso y dije que quería vivir de las mujeres. Así que, ¿cómo no te voy a dejar que pagues?

—Hoy estás un tanto irreverente. Vale. Vamos a comer.

 

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