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Diálogos con Julia (XLII)
Julia y las traducciones

martes 26 de mayo de 2020
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“Agricultor con arado” (1913), de Julius Paul Junghanns (1876-1958)
Los alumnos, ante una traducción del latín, “los campesinos labraban los campos con los arados”, se quedaron atónitos porque no sabían qué es un arado. “Agricultor con arado” (1913), de Julius Paul Junghanns (1876-1958)
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.

 

Por el contrario, cuando somos incapaces de comprender las cartas de un abuelo o una abuela, porque ya no compartimos una lengua con ellos, el dolor puede ser indecible.
David Crystal, La muerte de las lenguas.

Varias discusiones y charlas, con compañeros y amigos, habían vuelto a colocar sobre la mesa el tiempo como materia central de nuestras vidas. Fueron diversas las conversaciones mantenidas a lo largo de unos cuantos días. Y generaron varias dudas que, así lo creía yo, no tenían más solución que una solución de compromiso.

—Yo creo —le dije aquella tarde a Julia en cuanto nos sentamos en su comedor, con las persianas bajadas y el aire acondicionado conectado— que en la etimología de filología falta un término muy importante, el tiempo.

Deberíamos definir primero qué es la traición. Y ver luego cómo se produce ésta en el paso de una lengua a otra.

—A mí me parece —dijo ella— que el término tiempo está siempre presente en todo lo humano. Lo que sucede es que lo olvidamos. Es algo tan consustancial como el aire que respiramos, del que nada decimos salvo cuando nos hiere. Es decir, cuando está muy contaminado y se vuelve irrespirable.

—Es posible que tengas razón. No sé si el término irrespirable sería comparable a ilegible o falto de sentido.

—No te entiendo. Se me escapa lo que quieres decir.

—Esto viene a cuento de una serie de discusiones tenidas con compañeros y amigos. Estábamos debatiendo sobre los términos exactos de una traducción…

—¿Sigue siendo cierto aquello de traduttore traditore? —me preguntó sonriendo.

—Eso siempre me ha parecido un chiste malo, un juego de palabras tan vacuo como aquel de tres tristes tigres comen trigo en el trigal de Trimalción.

—Algo así he pensado yo también. Deberíamos definir primero qué es la traición. Y ver luego cómo se produce ésta en el paso de una lengua a otra.

—El problema se complica —le expliqué— si tienes en cuenta que hay elementos que han caído en desuso, y con ellos las palabras. Y ahí nos enfrentamos a un verdadero problema. Como ya te conté una vez, los alumnos, ante una traducción del latín, “los campesinos labraban los campos con los arados”, se quedaron atónitos porque no sabían qué es un arado.

—Para eso está el profesor —me dijo Julia como deseando cerrar la conversación.

—Sí, si el profesor está en clase. Pero ¿qué sucede cuando hablamos de una traducción hecha en casa?

—Están las notas a pie de página. Y, no lo olvides, los diccionarios. Son imprescindibles.

—Sabes que hay editoriales que tratan de evitar las notas a pie de páginas por todos los medios posibles. Al parecer no son atractivas para el posible comprador.

—Y otras que, de tan eruditas, ponen notas a las notas para explicar las notas. E, insisto, quedan los diccionarios. Tienen que superar la pereza que les da el consultarlos. Te podría contar algún caso gracioso al respecto.

—Y yo alguno esperpéntico. Pero dejémoslo para otro día. En el caso de no consultar el diccionario, en el término medio, por eso de las notas a pie de página, está la virtud. Y no se me ocurre por qué otra palabra se podría traducir aratrum.

—Quizás el problema resida en que esperas de la traducción lo que ésta no te puede dar. Me explico: siempre he pensado que el libro, al menos en algunos aspectos, es superior al cine. Aquél cuenta con las notas a pie de página. En éste tienes que adaptar la traducción a los movimientos de los labios de los actores. Y si a eso añades conceptos que han caído en desuso, lo obligas a utilizar al actor vocablos que no existían en su época. Y quizás con ello se cambie todo el diálogo de la película. Y hasta su sentido. Es complicado.

—Entonces lo único que queda es que el lector o el espectador conozca la época, el momento en el que se escribió el libro o se rodó la película para poder captar el sentido de esas palabras. Si no se cambian, desde luego. Es decir: toda traducción tiene fecha de caducidad. Toda traducción es superable. Fiel reflejo del hombre.

—Desde luego. Y es un problema peliagudo. Creo que a todos, en diversos momentos de nuestras vidas, nos han molestado las notas a pie de página. Ahora bien, si quieres comprender una obra, o hacerte esa ilusión, no tienes más que dos caminos: leer las notas, o estudiarte el momento en el que fue creada, o ambas cosas. Y ni aun así…

—Sí, es una solución. Pero tenemos ya tanto material acumulado que eso prácticamente resulta imposible de hacer.

—Debemos tener presente que ya no es posible un hombre del Renacimiento. Creo que nunca como hoy en día se ha puesto de manifiesto que la vida es pura selectividad. Y también los estudios. Tal vez sea una desgracia, pero es así. O física cuántica o lenguas clásicas. No creo que todo quepa en la misma mochila.

Todo el problema reside en que buscamos en la escuela, en las traducciones y en el cine algo que nos solucione los problemas y no nos dé dolores de cabeza. Olvídate.

—No, no lo creo. Y aun así, y dentro de la misma filología, no está clara la situación, o la traducción. Mis compañeros, en unas discusiones, pusieron un ejemplo bien sencillo: Utinam mihi sit otium. Se podría traducir por “ojalá tenga tiempo libre”. Pero uno de los compañeros se ha mostrado contrario a ese traslado. Para él, si en latín hay una palabra, en castellano se tiene que utilizar una palabra. Por lo tanto sería “Ojalá tenga ocio”.

—Me parece un poco radical esa postura. Hasta donde yo recuerdo, creo que el latín no tiene artículos. Por lo tanto, ¿cómo traduce tu compañero Pater amat filiam, “padre ama niña”? No hablamos de esa forma. Por lo tanto, traicionamos al autor y decimos “el padre ama a la hija”.

—No. Yo no veo traición por ninguna parte. En este caso, hija sigue siendo hija, aquí y en Roma. Pero no la palabra otium. No es lo mismo el ocio aquí que allí.

—¿Y lo es el término hija? Sí, fisiológicamente es lo mismo. Pero una hija de hoy en día nada tiene que ver con una hija de aquellas épocas, ni con una del siglo XIX. Hoy en día no se podría escribir El sí de las niñas, por ejemplo… Mira, sinceramente, yo creo que todo el problema reside en que buscamos en la escuela, en las traducciones y en el cine algo que nos solucione los problemas y no nos dé dolores de cabeza. Olvídate. Un arado siempre será un arado. Y con el latín, y con todo, tiene que enseñarse cultura. Hay museos donde pueden ver qué es un arado. Y películas donde los utilizan.

—Eso mismo es lo que he dicho yo. No se puede traducir aratrum por “mula mecánica”, ni caupona por recepcionista de hotel. Claro, muchos alumnos de ahora no saben lo que es una posada.

—Pues que estudien. No les queda más remedio. El otro día —me dijo sonriendo— estuve viendo un programa de televisión. Quería aprender a hacer nuevos platos, y puse la cadena donde ese famoso cocinero, Karlos Arguiñano, cocina y explica lo que va haciendo. Es un hombre abierto, buen conversador. Y la cogió, entre tomates y pimientos, con que los chicos, los jóvenes, no saben quién fue Franco, ni nada de las barbaridades que hicieron los nazis en los campos de concentración.

—Al final en la escuela tendremos que explicarlo todo.

—Eso pensé yo también. Oyendo a este señor, al cocinero, pensé que no le faltaba razón. Que menos fenicios y romanos y más época actual. Pero…

—Una cosa no quita la otra.

—Ni un arco se puede tensar indefinidamente. ¿Cuánto dura un curso académico? ¿Cuánto dura una vida de estudiante? Además, vamos en contra de toda la sociedad: leen muy pocas personas, muy pocos se ocupan de la cultura. Siempre tienen tiempo para ver la televisión, para ir de aquí para allá, pero nunca para leer o estudiar. ¿Por qué? Porque eso exige un esfuerzo. Y el hombre, como la lengua, trabaja con el mínimo esfuerzo posible: ya sabes, con una letra se cambia todo: tía, ría, mía, boda, poda, moda…

—¡Ah, eso sería lo ideal! Lo he soñado muchas veces: estar acostado en una amplia cama del lado izquierdo y aprender una cosa; darte la vuelta y ser maestro en otra. Y salir hecho un sabio dando tumbos en la cama.

—Tal vez algún día se invente, aunque lo dudo, una cama que propicie eso. Pero mientras tanto me temo que no queda sino estudiar. Esto por supuesto no es obligatorio. No hay por qué obligar a todo el mundo a que sepa qué es un arado y una posada.

—Por no meternos en temas más profundos.

—Tampoco hace falta. Creo que te exiges demasiado.

—No. no me exijo nada. Soy de los que opinan que los dioses no regalan nada. Y que la cultura cuesta alcanzarla. Como la virtud o la bondad. Nadie nace siendo sabio o buena persona. Son nuestras propias acciones las que van determinando nuestro carácter y nuestra posible sabiduría. Ahora bien, lo que se proponían algunos de mis compañeros, con las discusiones que hemos tenido, es la forma de hacer más viable ese camino para los alumnos.

—¿Y no te parece que en esas discusiones lo que subyace en el fondo es el miedo a que éstos no respondan a los estímulos, a que abandonen los estudios?

—Sí. De ahí la responsabilidad que algunos se echan sobre las espaldas. Siendo muy conscientes de que toda solución es una solución de compromiso. Por eso te decía antes que al término filología habría que añadirle tiempo.

Ser capaz de emocionarse con unas poesías escritas hace más de dos mil años. Un placer de dioses.

—Ya se sabe desde hace años: la poesía es la palabra en el tiempo. Todo es tiempo. O todo está metido dentro del tiempo. Y éste, la sociedad, los nuevos inventos, las nuevas realizaciones, hacen que cambie el lenguaje. Tiempo.

—Y que nos engañemos. Utilizamos muchas palabras ahora y nos creemos que siempre han tenido el mismo significado. Y no es cierto. Cualquier término que escojas, y más si no tiene una realidad tangible, como pueda ser la palabra arado para mis alumnos, ha cambiado y mucho. No es lo mismo, además, virtud, amistad, fe o familia en la Roma clásica que familia en el siglo XXI… aunque haya algo que perdure, un leve hilo como aquel que une a la madre y al hijo cuando huyen, como peces, de la tormenta marina. A veces, porque otras veces todo es un puro espejismo.

—Yo lo tengo claro: o preparación o notas a pie de página. Y éstas, muchas veces, funcionan como la mona que desdeñó la almendra porque la corteza estaba un poco dura y amarga. Insiste y llegarás al meollo. Si ello es posible.

—Ahí te doy la razón. Nada comparable, además, al placer de leer una poesía de Ovidio y comprenderla, o vivir con esa ilusión. Ser capaz de entender algo, y de vibrar con ese algo como un venablo clavado en una puerta, con todas las salvedades que quieras, sí. Pero ser capaz de emocionarse con unas poesías escritas hace más de dos mil años. Un placer de dioses. Y que, además, esa poesía se ha convertido en la fuente de toda la poesía posterior. Viajar a los orígenes. Llegar al Hades y hablar con la Madre, o con el Padre, lo mismo da que da lo mismo.

—Hablar con los abuelos —me dijo Julia sonriéndose— siempre ha sido grato y conmovedor. Aunque a veces éstos sean un poco pesados y exijan, además, que les hagas la cena.

—Captada la indirecta —dije levantándome y dirigiéndome a la cocina—. Te advierto —añadí— que yo no veo programas de ningún cocinero, y que tengo mis limitaciones, que son muchas.

—No te preocupes —dijo sonriendo—. Estoy acostumbrada a las carencias de mi limitada familia.

 

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