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Diálogos con Julia (XXXIII)
Julia y la felicidad

martes 24 de marzo de 2020
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Julia y la felicidad, por Vicente Adelantado Soriano
Como diría don Miguel de Cervantes, es más importante el camino que la posada. Y no todo el camino es árido. Fotografía: Studio Dekorasyon • Unsplash
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
Has desaprovechado, en efecto, tus numerosas desgracias si aún no has aprendido a ser desdichada.
Séneca, Consolación a su madre Helvia.

Estuve varios días sin ir por casa de Julia. Me habían surgido algunas complicaciones, a las que se unió un fuerte catarro y una pereza increíble. No obstante, no tardé nada en recuperarme, y en ir de nuevo a visitarla. Entre otras cosas porque no quería que se preocupara.

—Has adelgazado —me dijo nada más verme.

—Llevo ya una semana sin probar tus caldos, y eso se nota.

—Comprendida la indirecta. Luego me meto en la cocina.

—Da gusto hablar con gente inteligente.

Siempre es costumbrista describir las costumbres de una época. En cuyo caso casi toda la literatura lo es.

—Y más gusto que te respondan a lo que insinúas o preguntas —aseveró sonriendo.

—¡Ah! ¿Tú también lo has notado? —pregunté haciéndome el sorprendido.

—Por supuesto. A veces hablando, o intentándolo, me da la impresión de estar metida en una obra surrealista, donde uno pregunta algo, y el otro responde lo que quiere o le viene en gana, y eso si contesta.

—Por eso, y antes de que me digas nada, me gusta venir a verte. Las conversaciones contigo son un oasis. Estamos rodeados de mediocridad y de sandeces. Tengamos una conversación mínimamente agradable. ¿Qué estás leyendo? ¿Qué has hecho durante estos días?

—No he leído nada nuevo. No sé si es por los años o por qué, pero cada vez soy más dada a releer viejos libros, o capítulos de alguna novela leída hace tiempo. El otro día, por mor de una de las conversaciones que tuvimos, estuve releyendo una de las cartas de Bécquer. Cuenta en ella su viaje de Madrid a Tarazona para ir, luego, al monasterio de Veruela. Te la tengo que pasar.

—¿Y qué tal?

—Me gustó mucho. Estoy de acuerdo con Azorín cuando habla de la prosa de Bécquer. Es una prosa clara, limpia, totalmente nueva y novedosa, escrita como si hacerlo no costara nada. Además, no tiene desperdicio nada de lo que cuenta.

—Es la crónica de un viaje, ¿no? De Madrid a Tarazona, ¿algo así como la Odisea?

Pues ya que lo nombras… Te iba a decir que exageras, que es una odisea en tono menor. Pero no. Es una odisea con todas las de la ley. Y más si lees el libro completo, Cartas desde mi celda. Aunque muchos lo toman como una narración costumbrista, en la línea de Mariano José de Larra.

—Bueno, siempre es costumbrista describir las costumbres de una época. En cuyo caso casi toda la literatura lo es.

—Claro, pero describir se puede hacer desde muchos puntos de vista. O de modos diferentes. Hay cierto costumbrismo llorón, ramplón, tradicional, con el que no puedo. Huele a naftalina, a cadáver. A oración fúnebre por aquello que no fue ni existió más que en mentes un tanto retrógradas. Hay otro, no obstante, que me encanta.

—Creo que siempre sucede lo mismo: hablemos de lo que hablemos, o de la época o género que hablemos, hay autores que lo trasgreden, que no se quedan en la superficie. Otros que son incapaces de ir más allá de sus narices. El viaje, entonces, o lo narrado, embarra, se estanca. Y pierde interés. Y más con el paso de los años.

—Efectivamente. Ese ir un poco más allá es lo que llamamos literatura clásica. A mí, por ejemplo, me encanta el costumbrismo del cine inglés. Esas películas tan largas, con esos vestidos de época, sus bellísimos paisajes, y sus eternas cuestiones del amor, el dinero, la posición social… Te hablo de Orgullo y prejuicio, Sentido y sensibilidad… No sé cómo puedes pasar sin ir al cine.

—Uno de los tantos defectos de mi educación. El otro es pasarme días y días sin oír música. Y eso que hubo una época en la que le presté mucha atención. Pero no tengo oído.

—No me lo creo. Un hombre que lee poesía…

—Créetelo. He ido a audiciones. He oído a personas leer poemas, en latín, marcando el ritmo con un bastón… Recuerdo una clase en la que el profesor se empeñó en resaltar la musicalidad de no recuerdo ya qué poeta. Incluso un compañero, músico él, le puso música a algunos poemas… yo me quedaba igual. Lo cual no quiere decir que no me entusiasme Ovidio, por ejemplo. Pero eso de los acentos siempre ha sido un misterio para mí. Y lo sigue siendo.

—Como la felicidad —me dijo sonriendo.

—Sí, como la felicidad —le respondí temiendo que se metiera por caminos no muy agradables—. Algo que tal vez exista, pero que rara vez se ve o se percibe. Y si se hace es durante breves instantes. Destellos de ritmo, destellos de felicidad. Todo es un destello.

—Planteado así, tal vez eso se deba a que hemos perdido el contexto de la poesía. No sé, se me ocurre: ¿los poemas de Ovidio y Homero y de todos aquellos estaban pensados para la lectura silenciosa y recogida, o para una lectura pública, donde la entonación fuera importante?

—Creo que para la lectura privada. Ovidio por lo menos. Las obras de Homero son otro cantar, como toda la épica. Pero no lo sé. De todas formas, también puede uno leer en voz alta.

—No es nada fácil.

—Nada lo es. Y ya que me acusas de no ver cine, te diré que hace algunos años vi una película. Basada en una obra de Lope de Vega, y toda hablada en verso…

No seríamos como somos si las cosas nos hubiesen sucedido de otro modo, y nosotros no hubiésemos actuado como lo hemos hecho.

El perro del hortelano, ¿me equivoco?

—No, no te equivocas. Fui a verla porque la actriz, una mujer bellísima, me gusta mucho. Pero luego me quedé prendado tanto de su actuación como de la forma de hablar de todos los actores. Bordaban los versos. Una maravilla.

—Sí que lo es. Es una pena que teniendo el teatro que tenemos, ni se represente ni se lea.

—Sí, es algo así como ver pasar la felicidad por delante de la ventana, y tener la falleba atascada…

—Estás tú hoy un poco puesto con las limitaciones del ser humano.

—Como siempre. Pero sí, ensoñaciones de estos días metido en la cama. Llevo una temporada en la que, cualquier cosa que me plantee o haga, e independientemente de cuál haya sido o sea su solución, siempre me digo lo mismo: “Qué más da que termine así o asá. Qué importa”.

—Sabes que no es cierto. Sí que importa.

—¿Tú crees?

—No seríamos como somos si las cosas nos hubiesen sucedido de otro modo, y nosotros no hubiésemos actuado como lo hemos hecho.

—De todas formas, da lo mismo. Siendo malos o peores, lo que importa es que estamos aquí. Y que hemos llegado a una cierta felicidad porque tenemos la capacidad, no queda otra, de resignarnos.

—Ya veo por dónde vas a salir. Pero te voy a plantear algo importante: ¿es lo mismo resignación que aceptación?

—En una memorable clase, hace muchos años de ello, un profesor se empeñó, un día, en que la sinonimia no existe. Para él no era lo mismo decir brotar que surgir, o resignación que aceptación. Creo que le faltaba experiencia al dicho profesor. Para mí, sin meterme en sutilezas, es uno y lo mismo.

—A mí me encanta meterme en dibujos. Y no veo que sea lo mismo una cosa que otra. Uno puede aceptar la derrota, pero luchar por transformarla, aceptación. Quien se resigna, renuncia a la lucha. Son dos cosas distintas.

—Entonces el resignado, si te he entendido bien, es una persona que se ha cansado de renegar, o de luchar. Quien acepta, asiente; pero conserva la esperanza de cambiar. Bueno. Yo recuerdo que cuando empecé a estudiar latín, en los días que no había clase, encerrado en casa, pasaba largas horas leyendo en latín y estudiando, traduciendo, buscando en el diccionario y removiendo las gramáticas. Me di cuenta enseguida de que jamás llegaría a entender aquellos textos que tenía delante. Pero no dejé de intentarlo. Hoy, al cabo de muchos años, me he percatado de que tenía razón: no tengo ni idea de lo que me llevo entre manos. La vida es un constante camino hacia el fracaso.

—Como diría don Miguel de Cervantes, es más importante el camino que la posada. Y no todo el camino es árido. Tampoco lo tuvo que ser para ti.

—No. Como te he dicho antes, hubo destellos. Destellos de felicidad. Destellos en la oscuridad. A veces, muy de tarde en tarde, tuve la impresión de entender aquello, de que un mundo nuevo se abría ante mis ojos… Destellos. La felicidad duraba bien poco. Un relámpago en el oscuro cielo. Hoy ya me he resignado a pensar con Sócrates que no saber nada es lo único que sé.

Hay personas optimistas, personas que luchan incansablemente por lo que quieren, y algunos lo logran…

—Sabes algo más. Sócrates sabía lo que sabía Sócrates. Tú sabes lo que sabes tú y lo que sabía Sócrates, ergo… A veces me da la impresión de que eres muy exigente contigo mismo. Aunque, a decir verdad —y diciendo esto me sonrió con dulzura—, no te falta razón. Sí, tal vez la felicidad sea una cierta resignación, una aceptación de las cosas tal y como vienen.

—Un largo aprendizaje para saber que no se puede contar con ella. Y teniendo claro que nada se puede hacer para cambiar las situaciones.

—Esa parte es la parte discutible de tu doctrina. Hay personas optimistas, personas que luchan incansablemente por lo que quieren, y algunos lo logran… El otro día estuve viendo un documental en la televisión. Contaban la historia de una osa polar. La pobre osa iba por ahí, caminando por un desierto de hielo, intentando cazar focas. Casi todos sus intentos fueron fallidos. Pero, claro, o cazaba o moría de hambre. Ella y sus crías.

—¿Y no vale la pena abandonarse y dejar de sufrir?

—¡Uff! A ti el catarro no te ha sentado nada bien. Quizás deberías plantearte algunas cosas.

—Hay algo en mí que se resiste, que se resquebraja. Quizás sea por cansancio. No. Es mejor dejar las cosas como están. También así tengo mis destellos. Para bien y para mal. No quiero que los destellos se conviertan en tormenta.

—Es una forma de verlo. Pero creo, firmemente además, que una buena cena te elevará ese optimismo que tienes ahora por los talones. Comer bien también ayuda a ser feliz.

—Sobre todo cuando se hace con una compañía inteligente.

—Galán y bien hablado sí que eres, desde luego.

—He tenido buenas maestras.

—Brindaremos por ellas. Y por quienes nos enseñaron a leer y contribuyeron a nuestra impagable felicidad. Quieras o no quieras.

—De acuerdo, de acuerdo.

 

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