
El escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.

Para saber callar en romance y hablar en latín, discreción es menester, hermano Berganza.
Miguel de Cervantes, El coloquio de los perros.
Julia estaba preocupada por un problema que tenía con las cañerías. Sea por la cal, o por lo que fuere, éstas estaban embozadas. Había contactado con un fontanero, pero este hombre, yendo a su casa, tuvo un accidente, y fue hospitalizado. Me llamó por si conocía yo a alguno que fuera de fiar. Sí, conocía a uno. Lo acompañé a casa de Julia, y aproveché para quedarme con ella una vez estuvo solucionado el problema.
—No te puedes imaginar —me dijo— cómo me angustian estas cosas, las pejiguerías de la vida cotidiana que diría Balzac. No lo puedo evitar. Cada vez que tengo un problema de este tipo, me enfurezco, me da mucha rabia…
La felicidad no es más que una especie de resignación, un aceptar las cosas tal como vienen.
—Pues no es para tanto. Son cosas que pasan.
—Ya lo sé —me replicó—. Pero no puedo evitarlo. Y eso —añadió sonriendo— que estoy leyendo la parte final de Tusculanas, donde Cicerón debate sobre el sabio, la vida feliz, la imperturbabilidad ante las desgracias, y todo lo demás.
—No hagas mucho caso de lo que dice. Ni a él, ni al resto de los filósofos. Yo creo que habría que estudiar qué pasaba por sus mentes, qué sucedía en aquella época, para que tanta gente estuviera preocupada por alcanzar los medios adecuados, la ataraxia o lo que sea, para ser feliz. Hoy en día es un asunto olvidado. Creo.
—El tiempo no pasa en vano. Y quizás, después de tantas y tantas discusiones, hemos llegado a la conclusión de que la felicidad ni existe ni es, por lo tanto, alcanzable. Existen, como mucho, momentos felices; otros, los más, anodinos, y algunos muy desgraciados.
—Totalmente de acuerdo contigo. Yo incluso te diría que lo que pretenden Cicerón y Séneca con sus libros, con su filosofía, es fortalecer al hombre frente a las desgracias. Creo que ambos saben, como dices tú, y no hay más que leer sus obras, que no se puede ser feliz en esta vida. O no se puede alcanzar la sabiduría, que es lo mismo, según ellos.
—Claro, la felicidad no es más que una especie de resignación, un aceptar las cosas tal como vienen. ¿Y qué otra cosa se puede hacer? Dice Cicerón, en la última parte de Tusculanas, que fue Sócrates quien bajó a la filosofía de las estrellas y sus movimientos para que se ocupara de los habitantes de la casa, de la gente normal y corriente, y de sus problemas.
—No recuerdo ahora si Sócrates o Platón escribió alguna consolatio…
—Yo no lo sé. Pero me parece que ambos, Séneca y Cicerón, o al revés, lo único que hacen es magnificar lo que hacía la gente sencilla, la normal y corriente. ¿Y qué otra cosa podían hacer, Dios? Llorar, resignarse y seguir trabajando. No hay más. Una ataraxia de ir por casa. Y no hay otra.
—¿Crees que se inspiraron en la gente de la calle para escribir sus consolationes?
—¿Te acuerdas de que el otro día me estuviste hablando de que hay estudios que tratan de ampliar el mundo clásico, y cuentan, a tal fin, lo que sucedía en China o en la India mientras en Roma peroraba Cicerón?
—Sí, lo recuerdo.
—No es que yo vaya a demostrar, ni mucho menos, que Cicerón leyó a Confucio; seguramente ni oyó hablar de él. Pero la conversación del otro día, unida a la lectura del último libro de Tusculanas, me ha recordado una película que vi de joven. Me encantó, y me la compré en vídeo. Hace años que no la veo. Pero la recuerdo perfectamente. Y en todas partes —dijo ensoñadora— cuecen habas, y en mi casa a calderadas: siempre es lo mismo…
—En vídeo, dado que han desaparecido esos aparatos, va a ser difícil volver a verla.
—Lo sé. Por eso te la cuento. La película en cuestión se titula La isla desnuda, de Kaneto Shindō. Es del año 1960, japonesa. Película en blanco y negro y sin diálogos. Cuenta la historia de una familia, padre, madre y dos niños, que viven en una isla, en Japón. No hay agua en dicha isla. Todos los días, con una barca, movida a remos, la mujer tiene que ir a la lejana ciudad y transportar agua para beber, bañarse y regar los yermos bancales. Es un trabajo hercúleo. Mueve a compasión ver a la frágil madre, siempre cargada con dos cubos, cada uno en la punta de una vara que le cruza sobre sus hombros, subiendo por unos caminos de cabra en busca de las plantas, y de unos campos que absorben el agua sin quedar jamás saciados. Y una vez y otra vez, sin descanso, acarreando cubos y cubos de agua. Un trabajo de locos. ¿Qué sucederá cuando lleguen a viejos? —me preguntaba viendo la película… Pero no quería hablarte de eso. El niño pequeño de la familia muere. La madre, como puedes imaginar, se derrumba. Y al día siguiente del entierro, subiendo los cubos de agua hacia los sedientos campos, se cae en el impracticable camino, y la derrama. La reacción del marido es airada, furibunda: le suelta un tremendo bofetón. Ella, resignada, se levanta del suelo, y sigue regando las plantas, y yendo con la barca a por más y más agua… Terrible.
Siempre hay que desconfiar de quien se gana la vida hablando. Se convierte siempre en un charlatán.
—No conozco la película —dije por decir algo—. No he ido al cine tanto como tú.
—Pues trata de conseguirla. Vale la pena. Pero dejemos ahora el cine. Cuando he leído los consuelos que da Cicerón sobre la muerte, y habla de la muerte de los hijos, y de las grandilocuentes palabras que pronunciaron este o aquel padre, ante la desaparición de sus vástagos, me he acordado de esa frágil mujer japonesa, de su imponente silencio, de sus lágrimas, de su constante acarreo del agua…
—Quizás no podía hacer otra cosa.
—No, no podía hacer otra cosa. Ni siquiera pudo soltar una bella frase que pasara a la historia. Nada. Seguir de pobres, seguir regando aquella insaciable y estéril isla… ¿Necesitaba ella las palabras de Séneca o de Cicerón? ¿Las hubiera entendido?
—Tal vez no las entendiera ni un romano medio de la época de César.
—Creo que es mejor, mucho más sano y reconfortante, reivindicar el silencio, el maravilloso silencio que diría don Miguel de Cervantes.
—De eso estamos muy faltos.
—Cruzar el mar con la barca, de la isla a la ciudad, sola en medio del agua, remando, sin oír nada, sin hablar con nadie. ¿Qué mayor consuelo? ¡Dios, aquella mujer se me quedó grabada a fuego en las entrañas! Y sí, creo que estamos muy faltos de silencio.
—Máxime —dije deseando desviar la conversación— cuando hay tanto gárrulo que ha hecho de la prédica su forma de vida. Si a ti Tusculanas, y la conversación del otro día, te ha recordado esa película japonesa, a mí, el oír a los políticos con sus proclamas, sin quererlo, me ha hecho pensar en los sofistas que se movían por Grecia. ¿Serían tan zafios y tan cabezas huecas como los políticos que tenemos?
—No te puedo ayudar en esa cuestión. Pero siempre hay que desconfiar de quien se gana la vida hablando. Se convierte siempre en un charlatán. Es más, y salvo contadas ocasiones, y lo digo sobre todo por nosotros dos, hablando de otros charlatanes, en cuanto un grupo de personas se ponen a hablar, acaban siempre murmurando de este o de aquel. O diciendo tonterías.
—Sí. Maldita la gracia que tiene que, en clase, siempre tenga uno que estar hablando…
—Bueno, pero ahí tienes un guion, un libro de texto…
—Pero tú sabes que los alumnos son muy dados a hacer preguntas que nada, o muy poco, tienen que ver con la materia.
—¡Pobrecillos! Algunos andan un tanto perdidos. Y es normal que quieran saber, y que pregunten.
—Lo malo no es que pregunten. Lo malo está en mis respuestas. ¿Quién soy yo para decir esto o aquello o lo de más allá? No soy una persona con una gran experiencia en nada. Y no soy la persona indicada para aconsejar a nadie.
—En esta vida hay que correr riesgos.
—Me aterroriza hacerlo con la gente joven… ¿Sabes lo que hago? En cuanto me plantean alguna cuestión, me voy de cabeza a la mitología. Aunque algunos alumnos aprietan demasiado.
—Sí, lo recuerdo. Sobre todo en época de elecciones. Y tampoco es conveniente no dar tu opinión. No sea que vayan a pensar lo mismo que el zorro ante aquel busto. El pobre animal se quedó esperando que le hablara. No hay que defraudarlos.
Discreción grande hace falta para ello. Sí, hablar lo justo, y enmudecer ante los grandes dolores.
—Siempre he procurado seguir las palabras de Plutarco: “Se dice que la naturaleza nos dio a cada uno de nosotros dos orejas, y en cambio, una sola lengua, porque debe cada uno hablar menos que escuchar”.1
—Tú mismo lo has dicho: también tienes boca. Y es conveniente utilizarla para apaciguar tanto ruido, tanta escandalera y tanto sabio de pacotilla como han surgido por estos terruños.
—Creo que estas personas, esos politiquillos del tres al cuarto que tenemos por aquí, ni tienen vergüenza ni la conocen. Ni sentido del ridículo, por supuesto.
—Más cornadas da el hambre. Y para ellos guardar silencio es sinónimo de no saberse la lección, así que hablan y hablan y hablan.
—Y algunos, creo recordar que esto ya lo dijo alguien, deberían aprender a callar antes de aprender a hablar.
—Discreción grande hace falta para ello. Sí —dijo como si estuviera soñando—, hablar lo justo, y enmudecer ante los grandes dolores. Como esa mujer japonesa de la película. ¡Qué lección tan magistral!
—Y, sin embargo, qué bien están las consolationes de los filósofos. Cuánto me gustan.
—Por supuesto que están bien. Y hay que conocerlas y leerlas para saber guardar silencio cuando toca. Y ahora, querido, hagamos una frugal cena y sigamos hablando de la necesidad de guardar silencio. Galdós cita, a dos por tres, un verso de Virgilio: conticuere omnes…
—Callaron todos. Sería conveniente que todos pasáramos alguna temporada en la Cartuja de Miraflores, o en alguna similar.
—Tal vez. Pero vayamos todos, y yo la primera, a los constitucionales fogones.
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