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Diálogos con Julia (LI)
Julia y el amor a la vida

martes 28 de julio de 2020
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Julia y el amor a la vida, por Vicente Adelantado Soriano
Me he acordado, yo, que no soy creyente, de aquella parábola del buen samaritano. ¿Tú te imaginas que el buen samaritano, antes de socorrer a nadie, le pida la documentación al herido o necesitado de ayuda? Las Fuerzas de Defensa Irlandesas rescatan a migrantes (2015). Fotografía: Fuerzas de Defensa Irlandesas
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
Pero la guerra, que arrebata el bienestar de la vida cotidiana, es una maestra severa y modela la inclinación de la mayoría de acuerdo con las circunstancias imperantes (…). Cambiaron incluso el significado normal de las palabras en relación con los hechos, para adecuarlas a la interpretación de los mismos. La audacia irreflexiva pasó a ser considerada valor fundado en la lealtad al partido, la vacilación prudente se convirtió en cobardía disfrazada, la moderación, máscara para encubrir la falta de hombría, y la inteligencia capaz de entenderlo todo, incapacidad total para la acción…1
Tucídides, Guerra del Peloponeso

Pese a su reumatismo, Julia no quería abandonarse. Se había acabado, desde hacía años, aquello de ponerse las zapatillas y tragarse kilómetros de calles o de sendas de montaña. Ahora tenía más que suficiente con cruzar la calle y dirigirse al kiosco más próximo para comprarse el diario. Romántica impenitente, prefería el papel a la pantalla del ordenador. Cuando llegué a su casa aquella tarde, había un periódico con varias noticias subrayadas y comentadas sobre la mesita. Masacres y naufragios.

—Siempre que hablo de este asunto —me dijo— la gente se revuelve en contra mía. En el fondo, creo —añadió sonriendo—, es porque tienen miedo o aprensión. Espero que ese no sea tu caso, y pueda hablar contigo con total libertad.

—No soy quién para cortar tus palabras, impedirte que hables de esto o de aquello, o imponerte reglas.

—Muy bien. Me encanta tu actitud. Eso quiere decir que, como haces siempre, me dejarás hablar.

—Faltaría más.

Todo puede cambiar en unos momentos, ¿no es así? Y el rey convertirse en un esclavo, y la persona más sana del mundo fallecer de repente por un infarto o por cualquier cosa.

—Soy un poco maniática u obsesiva, como quieras. Pero mis manías u obsesiones son intermitentes. Hace unos días vengo pensando que, dada mi edad, pocos años me quedan ya sobre la tierra. Y no digo esto para quejarme, sino para dar gracias a los dioses por no haber vivido ninguna guerra, y por no haber tenido que emigrar. Solamente por eso ya me considero una persona enormemente afortunada.

—Lo mismo te digo —le repliqué—, aunque a mí, al menos en teoría, me queden algunos años más de vida que a ti. Digo en teoría porque, como sabes, para morirse no hace falta más que estar vivo.

—Confiemos en que la muerte actúe con lógica y vayamos unos detrás de otros, por orden. Como en aquella famosa Danza de la Muerte. Primero el Emperador, luego el Papa, después el Rey, a continuación el Arzobispo…

—Esperemos. No creo que Caronte admita tumultos para subir a la barca ni permita que se le pierdan algunos por el Río del Olvido. Tendría problemas con Proserpina.

—Dicen los griegos, corrígeme si me equivoco, que nadie se puede considerar afortunado o desgraciado hasta después de su muerte.

—Sí. Estamos en manos del destino, y éste es tan inestable como la Fortuna puesta sobre una esfera.

—Todo puede cambiar en unos momentos, ¿no es así? Y el rey convertirse en un esclavo, y la persona más sana del mundo fallecer de repente por un infarto o por cualquier cosa. ¿Es así?

—Sí. Creo que ambos conocemos casos que ilustran esto a las mil maravillas.

—Efectivamente. Por eso mismo, yo ya me puedo considerar dichosa…

—Julia —le dije como tocado por un rayo de superstición—, tienes un hijo y un par de nietos…

—Tienes razón, tienes razón —respondió alarmada por mi toque un tanto irracional—. Pero haber vivido sin conocer guerras, hambres ni grandes desgracias nos ha hecho creer que todo tiene una lógica, y todo va a seguir siempre igual. Ambos sabemos, también, que no es así.

—Sí. Ya veo —dije señalando el periódico con la vista— que estás muy impresionada por los emigrantes, las muertes en el mar y las matanzas que se producen en países ocultos y no tan ocultos.

—Creo, efectivamente, que nada hay peor que la guerra. Y ésta, corrígeme si me equivoco, siempre comienza por la falta de justicia, de solidaridad entre las personas, por ambiciones y necedades de todo tipo. Y que cuestan millones de vidas.

—Ya hablamos el otro día del olvido de la filantropía, ese gran descubrimiento de los griegos. Ésta siempre se olvida o en épocas de tiranía o de tanta bonanza que ésta misma, sin más, se convierte en una tiranía por miedo a perderla. Prometeo es castigado por un dios nuevo. Siempre reinan en tirano los novatos, por no poner freno a su filantropía.

Represión, ajusticiamientos, hambre y un rencor inacabable. ¿No es eso lo que obliga a la gente a emigrar?

—Estoy de acuerdo contigo. Y permíteme que insista en que me puedo considerar feliz y dichosa por morir, esperemos que no muy pronto, sin haber conocido ninguna guerra. No es lo mismo que tu hijo, o un familiar, fallezca por un accidente o por una enfermedad que en una inútil y cobarde guerra. Y de éstas lo peor no es la muerte, como sabes.

—No, no lo es —dije pensando en las descripciones que hace Tucídides de la peste en Atenas durante la guerra del Peloponeso.

—He estado leyendo las noticias —recalcó echando una mirada al periódico— y me he acordado de algunas lecturas… Como sabes yo nací a comienzos de la guerra civil. No me enteré de nada. Sí de lo que vino a continuación. Represión, ajusticiamientos, hambre y un rencor inacabable. ¿No es eso lo que obliga a la gente a emigrar?

—Sí, desde luego.

—Creo que una madre tiene que estar muy desesperada para aventurarse con sus hijos en una barca de juguete… No hay nada peor que un hijo pidiendo de comer a su madre, y que ésta no pueda darle nada.

—El hambre es terrible. Siempre me ha resultado un enigma eso de que algunos romanos se dejaran morir de hambre.

—Que se dejen morir ellos, vale. Pero ¿y los niños? ¿Y los bebés? Lo peor de las guerras, insisto, no es la muerte. Es el hambre. Y los abusos y violaciones. Convierte al hombre en una bestia feroz y sin entrañas.

Diciendo esto, Julia, con gran agilidad, se levantó y se dirigió a una estantería. Sacó un libro y leyó:

—“Todo lo noble y hermoso que enaltece al hombre había desaparecido, y el brutal instinto sustituía a las generosas potencias eclipsadas. Sí, señores; yo era tan despreciable, tan bajo como aquellos inmundos animales que poco antes había visto despedazando a sus propios hermanos para comérselos. Tenía bajo mis manos, ¿qué manos?, bajo mis garras, a un anciano infeliz, y sin piedad le oprimía contra el duro suelo. Un fiero secreto impulso que arrancaba del fondo de mis entrañas me hacía recrearme en mi propia brutalidad, y…”.2 Y todo eso, conviene no olvidarlo, por una figurilla de azúcar. Hasta tal punto había llegado el hambre y la desesperación.

—¿Galdós leyó a Tucídides? —pregunté un tanto neciamente.

—Es lo que menos me importa en este momento, créeme. Sí —continuó—, es para darle gracias a los dioses por no haber vivido una guerra, por haber disfrutado del canto de los pájaros, de los paisajes, de las montañas, de la paz, de la amistad, de los libros y del amor, por supuesto.

—¿Pase lo que pase?

—Pase lo que pase nos podemos dar por satisfechos. Ya he vivido suficiente. Estoy contenta porque no voy a ver a mi hijo morir de hambre ni matando a nadie… Hay una escena terrible, en otro libro: una madre sentada en cuclillas en la calle, muerta de hambre y frío, con su bebé en brazos, también muerto, y con la mano alargada pidiendo un trozo de pan, algo para alimentar a su hijo…3 ¿Y voy a estar yo en contra de esas personas que huyen de las guerras y de las hambrunas? Por favor. Hace falta tener pelos en el corazón.

—Oyéndote me he acordado de aquello, cito de memoria, de “doy gracias a los dioses por ser griego y no bárbaro, libre y no esclavo, hombre y no mujer…”. Como esto último está mal visto hoy en día, podemos cambiarlo por aquello de ser residente y no emigrante.

Ojalá algún día nos midan más por nuestras aspiraciones que por nuestros logros.

—Parece que en contra de estas pobres y desesperadas personas los hipócritas países ricos han erigido un montón de leyes… Oyendo y leyendo a algunos de estos periodistas —dijo señalándome el periódico— me he acordado, yo, que no soy creyente, de aquella parábola del buen samaritano. ¿Tú te imaginas que el buen samaritano, antes de socorrer a nadie, le pida la documentación al herido o necesitado de ayuda, le pregunte si es legal o no, y lo abandone, en medio del camino, si no cumple ciertos requisitos?

—Todos estos que invocan las leyes lo hacen siempre de forma interesada. Las leyes se han hecho, al menos en teoría, para impedir el abuso del poderoso…

—En teoría —repitió Julia levantándose de nuevo y dirigiéndose a otra estantería no muy lejana. Desde allí, de pie, leyó en voz alta—: “Suelen estar hechas [las leyes] por necios, más a menudo por gentes que, por odio a la ecuanimidad, carecen de equidad, en todo caso, siempre por hombres, autores vanos e irresolutos”.4

—Qué lejos estamos de Grecia.

—Y de la justicia. Y qué bien poder disfrutar todavía de los libros, de la amistad, de algún que otro viaje… ¿Y no sería maravilloso que todo el mundo pudiera disfrutar de lo mismo? Pero, claro, el egoísmo disfrazado de leyes…

—Sí, hemos sido afortunados. Muy afortunados.

—Y un tanto desgraciados por no haber conseguido lo mismo para todo el mundo… Difícil lo pongo, ¿verdad?

—¿Cenamos algo? Ojalá algún día nos midan más por nuestras aspiraciones que por nuestros logros.

—Ojalá. Sí, cenemos algo.

 

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Notas

  1. Tucídides, Guerra del Peloponeso, Barcelona, 2006. Traducción de Juan José Torres Esbarranch, libro III, 82-4.
  2. Benito Pérez Galdós, Gerona, capítulo XIX.
  3. Julia me aclaró luego que estaba hablando del libro de Manuel Chaves Nogales, El maestro Juan Martínez que estaba allí. Véase en especial a partir del capítulo 20.
  4. Michel de Montaigne, Ensayos III, De la experiencia, Madrid, 1987. Traducción de Dolores Picazo y Almudena Montojo, p. 346.
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