

Muchas calamidades se abatieron sobre las ciudades con motivo de las luchas civiles, calamidades que ocurren y que siempre ocurrirán mientras la naturaleza humana sea la misma.
Tucídides, Guerra del Peloponeso.
Hacía un calor insoportable. Desde mi ventana veía la calle totalmente soleada, sin nadie que la recorriera; se me iban las pocas ganas de salir que tenía. Atrás quedaban aquellas tardes de invierno, grises y nubladas, entrañables. La amenaza de lluvia siempre me incitaba a moverme, bien para ir a alguna librería o a casa de Julia. Añorando aquellas tardes, y pese al calor, me lancé a la calle con un par de libros bajo el brazo. Demandas de Julia.
—No sé —me dijo Julia ofreciéndome un vaso de agua bien fría— si este calor obedece al cambio climático, y tendríamos, en contra de aquella tira de Mafalda, que denunciar al gobierno por ello, o a los gobiernos.
—Yo tampoco lo sé. Me sorprendió, cuando visité las excavaciones de Atapuerca, que se hablara allí de varios cambios de clima a lo largo de la historia. O de los polos. No recuerdo muy bien.
—Pues dejémoslo. De lo que nada se sabe, mejor no hablar. Aunque el problema es preocupante, desde luego.
—Sí, dejemos eso y la política, y a nuestros egregios políticos de lado. No vale la pena gastar saliva con tales personajes.
—Es un problema para los que estamos en mi situación: me paso el día leyendo, imposible salir a caminar ahora, hasta que llega un momento en el que no puedo más. Conecto entonces la tele, y a los cinco minutos o estoy leyendo, o escuchando música sentada en una butaca sin hacer nada.
Si seguimos con la manía de hablar en necio, Lope de Vega dixit, siempre estaremos en el mismo punto del camino.
—Yo no pongo la tele más que para ver películas. Y una vez a la semana, pues todo cuanto ofrecen es de una vulgaridad y una sandez que no hay más que pedir. De vez en cuando, todo hay que decirlo, se les escapa alguna película buena. Una vez a la semana, como mucho, como ya te he dicho.
—¿Crees que los programas de televisión dan la medida intelectual del país?
—Ni lo sé, ni me preocupa. Sí que puedo decirte que todo, hasta esto, tiene su parte positiva. Yo antes era dado a ver algún que otro programa de temática política… Me he cansado de oír siempre lo mismo, y de que se conceda importancia a unos personajillos que ni de lejos la tienen. Ahora bien, me llamó la atención, en su momento, la fijación de cierta izquierda con una serie televisiva. Ahí está el índice y la valoración de estos tipos. Este personaje, profesor universitario además, hubiera hecho mejor tirando mano de Tucídides o de Salustio y no de Juego de tronos para explicar algo que no dejó claro del todo.
—Pero entonces no lo hubiera entendido nadie. Todo el mundo se hubiera quedado igual. Aunque, claro, si seguimos con la manía de hablar en necio, Lope de Vega dixit, siempre estaremos en el mismo punto del camino.
—¿Ves? Yo aquí me pondría al lado de la Biblia: si hay un justo, salvaré a la ciudad. Si hay, que los hay, diez o doce personas que lo entiendan, es suficiente.
—No para formar una mayoría y seguir gobernando. O comenzar a hacerlo.
—Ya. Está claro que los partidos políticos no han nacido para educar a nadie. Y que los profesores estamos aquí para divertir a los alumnos. ¡Qué lejos queda aquello de quien algo quiere, algo le cuesta! O que los dioses no regalan nada.
—En eso tienes razón. Cuesta mucho llegar a ser una persona entera y cabal.
—Sí. Bueno, pues como te iba diciendo, yo antes era aficionado a ver programas de debate político. Han terminado por aburrirme. Por la zafiedad de los políticos y de los comentaristas. Y ese aburrimiento me llevó, el otro día, a revisar parte de mi biblioteca. Eso es tan divertido como ver viejas fotografías. Y descubrí, allá en lo alto, toda una serie de libros, comprados hace algo así como diez o quince años, que estaban durmiendo el sueño de los justos.
—Creo que todos hemos pasado por ahí: comprar libros y no tener luego tiempo para ellos. Porque han surgido otras inquietudes, o por lo que sea.
Aquí, ya sabes, cuando algo vale la pena, todo son dificultades.
—En mi caso fue porque llegué a la librería a la que voy siempre. Y acababan de sacar todo un lote de libros descatalogados a precios irrisorios. Cargué con tantos que tuve que hacer varios viajes. Algunos los leí, y otros los olvidé. Tienes tú parte de culpa en esta recuperación.
—¿Yo? Dios, ¿qué he hecho?
—Hablarme de una escritora, una filóloga de primer orden, Jacqueline de Romilly. Recuerdo que hace años, en tercero o cuarto de carrera, leí su libro, basado en su tesis doctoral, Tucídides y el imperialismo ateniense.
—Sí. Tienes razón. Conozco a esa autora. Es muy buena. O era muy buena. Por desgracia, falleció. Leí obras suyas, las que pude encontrar. Porque aquí, ya sabes, cuando algo vale la pena, todo son dificultades.
—Los dioses no regalan nada.
—Hombre, que no regalen nada, de acuerdo. Pero tantos impedimentos para conseguir un libro.
—Luego hablamos de eso. Tengo una propuesta que hacerte.
—Me intrigas.
—Entre los libros descatalogados que compré, y que descansaban en el altillo de la biblioteca, estaba Guerra del Peloponeso, de Tucídides. En otra edición había tratado de leerlo hacía algunos años. Se me cayó de las manos. No sé si por culpa de la traducción, o por culpa mía.
—Suele suceder. Sobre todo cuando te ves obligado a leer algo porque tienes que hacerlo o porque te lo piden en una clase.
—Sea por lo que fuere, no pude con Tucídides. Tampoco el libro de Jacqueline de Romilly me pareció nada del otro jueves.
—Estabas mal, muy mal. Esta mujer, pese a alguna que otra traducción, es muy buena.
—Es posible que estuviera mal —le respondí sonriendo—. Seguro. Pues el otro día, después de hablarme tú de Jacqueline, bajé los libros de Tucídides y, como aquel que no quiere la cosa, comencé a leerlos. Me cautivaron a las pocas líneas. No comprendí mi rechazo de ese autor hacía unos años. No lo entendí. La cuestión es que ya ni conecto la tele. No me veo harto de Tucídides ni de sus apreciaciones, que, creo, es lo mejor de su obra.
—Si no recuerdo mal, Jacqueline de Romilly cuenta que se sintió atraída por él, por la modernidad de sus comentarios, de sus descripciones… No le estaba hablando de la guerra del Peloponeso, sino de cualquier guerra, es decir de la naturaleza humana. Y sí, leí el libro de Tucídides. Y tengo que decirte que me impresionó.
—A mí me está impresionando tanto que he llegado a pensar que, junto con las obras de Salustio, La conjura de Catilina y Guerra de Yugurta, deberían ser de lectura obligatoria en institutos y universidades. Y, desde luego, mejor hubiera sido que ese jefe político se hubiera leído estas obras en vez de ir por ahí arriba y abajo con Juego de tronos.
—Está claro que tú y Lope de Vega estáis reñidos —me dijo sonriendo—. Un líder político tiene que demostrar que está al día, hombre. ¿Quién conoce hoy a Salustio o a Tucídides? ¿Han salido en la televisión? No, pues entonces no existen. Ellos, los políticos, viven de seducir a la gente. Y no querrás ir a una discoteca y ligar con la rubia de turno hablando de Sócrates o de Séneca.
Ya sabes lo que dice Tucídides: mientras el hombre siga siendo como es, predominará el interés monetario.
—Todo pudiera ser.
—Sí, desde luego. La esperanza es lo último que se pierde.
—Tengo que confesarte que a raíz de mi atracción por Tucídides, me entraron ganas de leer a la mujer que tanto ha hablado de él. Volví a leer su tesis doctoral. Y ahora sí, ahora me encantó. Y entonces, inevitable, me puse a buscar más libros de ella…
—Y vino la segunda parte. Como en la televisión, en las editoriales predomina lo comercial, lo insustancial… En este mundo nunca hay problemas para dar con la porquería.
—Solamente he encontrado dos libros de Jacqueline de Romilly, y ambos en francés. Una perla entre la basura. Y no hice como el gallo: aquello es muy valioso, muy importante, pero no se come. Yo los devoré, pese a que tenía el francés un tanto olvidado. El libro Porquoi la Grèce? es una maravilla, una delicia. No hay nada que esté de más en él.
—Me alegra tu entusiasmo por Jacqueline. Yo también la admiro mucho. Dada mi inclinación por la literatura medieval y española, no he disfrutado tanto como tú de sus apreciaciones sobre Ilíada, Odisea y demás clásicos. Pero, y te informo por si no lo sabes, esta mujer también escribió novelas. No las he leído todas. Pero tengo varias; te las puedo prestar y, además, te las recomiendo encarecidamente. A corazón abierto, se titula en la traducción la que más me gustó a mí.
—Sí, me gustaría leerla. Pero también me gustaría hacerme con todos sus libros sobre Grecia y los autores clásicos.
—Pues ya sabes lo que dice Tucídides: mientras el hombre siga siendo como es, predominará el interés monetario. Aquí no están publicadas las obras de Jacqueline de Romilly.
—Lo sé. Me he vuelto loco buscándolas. Y aquí viene la propuesta que te quería hacer. Es verdad que los dioses no regalan nada, pero no es menos cierto que se les puede arrebatar cosas: el fuego, la mortalidad, la bonanza en el mar… Y en el fondo, según Jacqueline, esos dioses son muy humanos. Así que he escrito a una librería francesa. Me han contestado afirmativamente. Y el viernes que viene, a las diez de la mañana, después de mi única clase de ese día, con mi coche, nos vamos a Francia. Nos vamos a venir con las obras de Jacqueline de Romilly. He reservado habitaciones en un hotel.
—Estás loco. Pero, Dios, qué locura más agradable —dijo sonriendo. Y tras unos segundos de reflexión y silencio, preguntó—: ¿Nos dará tiempo a pasar por Albi? Me encantaría conocer esa ciudad.
—Yo el lunes no trabajo.
—¡Qué pena que esta mujer falleciera! Me hubiera encantado conocerla.
—Julia, cariño, tenemos sus obras. O las vamos a tener.
—Me has sorprendido muy agradablemente. Esto hay que celebrarlo. ¿Nos vamos a cenar a un bonito restaurante? Pago yo.
—Vale. Pero que tenga aire acondicionado.
—El único que no tiene aire acondicionado en toda la ciudad eres tú.
—Vaya por Dios. Si es que en esta vida no se puede tener todo.
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