Servicio de promoción de autores de Letralia Saltar al contenido

Diálogos con Julia (XXXII)
Julia y los muertos

martes 17 de marzo de 2020
¡Comparte esto en tus redes sociales!
Valle de los Caídos
Habría que acabar con el famoso Valle de los Caídos. Entiendo que haya familias que no quieran que sus antepasados estén enterrados allí, como víctimas sacrificadas. Eso sin olvidar lo que significa esa abadía con su mastodóntica cruz.
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
Por otra parte, suelen discutir los asuntos más importantes cuando están embriagados, y las decisiones que resultan de sus discusiones las plantea al día siguiente, cuando están sobrios, el dueño de la casa en que están discutiendo. Y si, cuando están sobrios, les sigue pareciendo acertado, lo ponen en práctica, y si no les parece acertado, renuncian a ello.1
Heródoto, Historia

Últimamente, allá donde iba, y me movía muy poco, no se hablaba de otra cosa: de la exhumación del dictador del Valle de los Caídos, y de esa querencia, tan mediterránea, por los muertos. Por supuesto, y como sucede siempre, había opiniones para todos los gustos, edades y pareceres.

No me gusta ir a los cementerios. Los cementerios cristianos, además, me parecen la cosa más fea, triste y cutre que se ha hecho nunca.

—No va a ser ese mi caso —me dijo Julia sonriendo cuando se lo comenté— porque yo jamás he sido famosa, ni la humanidad tiene nada que agradecerme o que reprocharme. No obstante, para evitarme algún posible percance quiero, como se hacía antiguamente, que, una vez muerta, me reduzcan a cenizas, y que éstas, si nada lo impide, sean esparcidas en un lejano monte. Así nadie profanará mi cadáver, ni mi memoria.

—Eso es lo que se debería hacer con todo el mundo —le repliqué—. Nunca he entendido la manía de los mausoleos, de las tumbas de los grandes hombres y toda esa parafernalia tan absurda. De los insultos a los muertos por parte de unos, y de los elogios y los cánticos por parte de los otros ante la mismísima tumba.

—Tal vez se deba —dijo manteniendo la sonrisa— a que en el fondo, el hombre le tiene mucho miedo a la muerte, a la desaparición total, y esos monumentos le recuerdan que puede tener vida más allá de la muerte.

—Es una falsa esperanza. No todos podemos ganar batallas, ni hacernos famosos masacrando poblaciones enteras. Al común de los mortales como mucho nos recordarán nuestros hijos y nuestros nietos. Luego, silencio y olvido.

—Quizás por eso —me replicó sonriendo más ampliamente— aquí no tenemos mausoleos. Siempre se ha dicho que el español medio está lleno a rebosar de envidia. Así pues, ya que a él no lo va a recordar nadie, que tampoco recuerden a los otros. No sabemos dónde están enterrados Lope, Cervantes y muchos otros.

—A mí todo esto, de verdad, me parece ridículo. Yo soy más de Séneca: llorar es absurdo por cuanto el muerto no se entera de nuestras lágrimas. Y entregarse a un dolor, a una exaltación o a una alegría desmesurada por la muerte de alguien, es demostrar la poca valía del vivo.

—Sí. Es absurda toda esa parafernalia —dijo—… No me gusta ir a los cementerios. Los cementerios cristianos, además, me parecen la cosa más fea, triste y cutre que se ha hecho nunca. Y esa manía de enterrar a la gente en iglesias y catedrales me parece horrorosa.

—Eso parece ser que viene de una antigua costumbre, y de un lucrativo negocio: cuanto más cerca estaba el finado del altar, más pagaba por ello al cabildo, y se supone que estaba más cerca del Señor en el cielo, donde sin duda había ido a parar, pese a sus riquezas, asesinatos y tropelías.

—La Iglesia jamás se debería haber prestado a semejantes cosas.

—Hay tantas cosas que no debería haber hecho la Iglesia. Pero no es un problema solamente de ella. La religión, o los dioses, ha jugado un papel importante a lo largo de la historia.

—¿Una forma de dominar al pueblo? ¿El famoso opio de Lenin?

—No sé qué decirte. El poder, cuando le ha interesado, se ha saltado la religión, los dioses y todo cuanto se consideraba sagrado. Ya en el siglo V a. C. los griegos Clístenes y Cleómenes, por ese orden, sobornaron al oráculo de Delfos a fin que fuera favorable a sus designios. Y conocida es la anécdota del cónsul Publio Claudio Pulcro: durante la primera guerra púnica, éste lo tenía todo dispuesto para lanzar un ataque naval contra Cartago, pero los pollos sagrados se negaron a comer el maíz que les pusieron: un mal presagio. No se podía comenzar la batalla. Entonces el cónsul cogió a los pollos y los arrojó al mar: “Ya que no quieren comer que beban”, dicen que dijo. Poco después era derrotado por Cartago.

—Vaya por Dios. Eso sería muy bien aprovechado por los sacerdotes.

—No, no tuvo mayores consecuencias. Casi parece un chiste. En Roma los sacerdotes no eran un grupo aparte, ni siquiera eran los mediadores entre el hombre y los dioses. El pater familias dirigía las oraciones de la familia. No les hacía falta ningún sacerdote. Ahora, eso sí, en ocasiones solemnes eran éstos quienes hacían los sacrificios. Pero nada más.

—Pese a todo, y por volver al tema, también griegos y romanos tenían una gran consideración por los muertos.

—Sí. Y tanta. Era una ley no escrita. Recuerda a Antígona. Además, tras cada batalla, había una tregua a fin de recoger cada bando sus muertos para poder enterrarlos. El no hacerlo, a más de abandonar a los náufragos, por motivo de una tempestad, les costó la vida a los estrategas de la batalla de las Arginusas. Fueron condenados a muerte con la oposición, únicamente, de Sócrates.

—¿Quiere decir eso que se respetaba por igual a los muertos de un bando y de otro?

No se puede esperar nada. O nada bueno. Yo, y te lo digo en serio, estoy más que harta de la guerra civil de 1936. O, al menos, del enfoque que se le ha dado, y del papel del clero…

—Sí. Aunque siempre ha habido animales, como puedes imaginar. Se cuenta que tras la batalla de las Termópilas, los persas buscaron el cadáver de Leónidas para profanarlo…

—Valiente estupidez, ¿no crees? Muy similar a esa que hemos vivido aquí hasta hace poco: no se conformaba, esa banda de asesinos, con matar a una persona sino que luego, y hay que estar mal de la cabeza, iba a disparar sobre la tumba del asesinado.

—Cuando leí semejante barbaridad, me acordé de los sacrificios humanos hechos sobre la tumba de Aquiles. No podían ahora tener a la víctima, pero sí los instrumentos de matar. Y los aprovecharon.

—Quizás por eso habría que acabar con el famoso Valle de los Caídos. Entiendo que haya familias que no quieran que sus antepasados estén enterrados allí, como víctimas sacrificadas. Eso sin olvidar lo que significa esa abadía con su mastodóntica cruz.

—Otro monumento a la imbecilidad humana. Al odio y al rencor. Y, desde luego, la Iglesia no se tenía que haber prestado a eso. Pero, claro, tienen allí a quien tienen de abad… ¿Qué se puede esperar de alguien que pone la ideología por encima de la piedad?

—Nada. No se puede esperar nada. O nada bueno. Yo, y te lo digo en serio, estoy más que harta de la guerra civil de 1936. O, al menos, del enfoque que se le ha dado, y del papel del clero… A mí todavía me causa horror aquella negra poesía que nos leían, de pequeños, en el colegio. Eso, y las actuaciones de curas y frailes en la Guerra de la Independencia, es lo más triste, negro y nefasto que he leído nunca.

—¿A qué poesía te refieres?

—A la oda de Bernardo López. Recuerdo algunos versos, espeluznantes:

¡Guerra!, clamó ante el altar
el sacerdote con ira;
guerra, repitió la lira
con indómito cantar…

Recuerdo que en ese esperpento de oda hasta la Virgen y el Niño se levantan con patriótico ardor para ir a pegar tiros. Lo cual no es nada de extrañar, dado que Napoleón iba a cerrar muchos de los conventos e iglesias que había por toda España. Los curas de la época, ya te puedes imaginar de dónde provenían, se metían en el seminario para lograr una vida mejor y más regalada. No tienes más que leer algunos de los Episodios nacionales, de Pérez Galdós, La regenta, de Clarín, y algún cuento de Blasco Ibáñez. Es todo de una tristeza y una miseria espeluznante. Por no hablar de la bestialidad de esos curas y frailes que, espada al cinto, y trabuco en la montura, se dedicaban a la caza de franceses y liberales como si fueran conejos. Les iba en ello la sopa boba.

—Eso explica el odio que siempre le ha tenido a Galdós el beaterío de este país.

—Sí. De la otra novela suya, Nazarín, no se acuerdan. Aunque también ésta puede pasar, y de hecho lo es, como una crítica a la Iglesia como tal.

—Está claro que la Iglesia, al igual que los antes mentados, Clístenes, Cleómenes o Publio Clodio, ha hecho hablar al oráculo en su favor, o ha tirado las cosas sagradas al mar cuando éstas no le han sido favorables. Como puedes ver, nada nuevo bajo el sol.

—Lo novedoso hubiera sido que hubiese abogado por la paz, una paz honrosa, en vez de meterse en más cruzadas, más muertes, más asesinatos y más humillaciones con cruces kilométricas.

—Siempre he admirado a los griegos por cuanto prohibieron, tras su guerra civil, que se hablara de ésta, se hicieran monumentos o se festejara cualquier batalla habida entre ellos. O a los romanos por prohibir fiestas, fastos y desfiles triunfales tras una guerra entre hermanos… Aunque, ya sabes, hecha la ley, hecha la trampa.

—Al menos lo intentaron.

—Sí. Lo intentaron. Y la literatura del momento es un claro testimonio de ello. No sé si tu admirada Jacqueline de Romilly hablará de esto; pero si en este país se leyera, que no se lee, se debería tener muy presente el final de la Odisea. También los padres, y las asociaciones de los mismos, los que están en colegios e institutos, deberían leerlo. Y grabarlo en las puertas de sus despachos.

—No lo recuerdo.

Los padres, como muchos gobernantes, toman resoluciones estando borrachos, las mantienen estando sobrios, y así va todo.

—Ulises, ayudado por su hijo Telémaco, por su porquero, por la diosa Atenea y por alguien más, acaba con la vida de todos los pretendientes y de sus servidores. Mata a todos aquellos que, durante diez o quince años, durante su larga ausencia tras la guerra de Troya, han estado banqueteando a su costa, en su palacio, esquilmando sus riquezas. Con ello trataban de obligar a Penélope a casarse con uno de los pretendientes, para hacerse, de este modo, con la corona y sus posesiones. También estos pretendientes tenían planeado matar a Telémaco. Y nadie en Ítaca, salvo el porquero de Ulises, la propia Penélope, alguna sierva y Telémaco, se opone a tamaño abuso y desmesura. Pero cuando Ulises, tras el regreso de Troya, acaba con todos ellos, y según la Odisea eran 118 los continuamente “invitados” en su casa, donde comían, cenaban y desayunaban todos los días a su costa, entonces, los padres de los difuntos ponen el grito en el cielo, se arman, claman justicia y van, armados, en busca de Ulises y de su hijo para matarlos. Pero en ese momento, grandeza de los griegos, de Homero y de la literatura griega, aparece Atenea y los pacifica a todos. No da lugar a ninguna guerra sino todo lo contrario. Y no se levanta ningún monumento horrible y humillante para recordar los bestiales abusos y la horrenda matanza.

—Interesante: ya señaló Homero, en aquellos benditos siglos, que los padres mientras los hijos llevan la voz cantante, no se percatan, o no quieren hacerlo, de las burradas y salvajadas que hacen éstos. Cuando se vuelven las tornas, entonces, como siempre, se revuelven contra el castigador, jamás contra sus benditos hijos.

—Has resumido la historia con una claridad meridiana. Los padres, como muchos gobernantes, toman resoluciones estando borrachos, las mantienen estando sobrios, y así va todo.

—Descorazonador. Al menos se les apareció Atenea y los calmó o pacificó. Aquí siempre hemos estado faltos de Atenea. Siempre. Pero cenemos algo para poder seguir añorándola.

—Hagámoslo. Y que todo esto no nos quite el apetito. Y ojalá algún día la ojizarca diosa se haga presente entre nosotros. La necesitamos tanto.

—La esperanza es lo último que se pierde.

 

Otros textos de esta serie

Vicente Adelantado Soriano
Últimas entradas de Vicente Adelantado Soriano (ver todo)

Notas

  1. Heródoto, Historia, Libro I, 133, 4. Madrid, 2005. Editorial Gredos. Traducción de Carlos Schrader.
¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio