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Diálogos con Julia (LV)
Julia y la memoria

martes 25 de agosto de 2020
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Julia y la memoria, por Vicente Adelantado Soriano
Moneda de Augusta Bilbilis, acuñada para conmemorar el consulado de Sejano, con el nombre de éste raspado en virtud de que fue condenado a la damnatio memoriae después de conspirar contra Tiberio en 31. Esta condena consistía en borrar el nombre de quien había cometido una traición de todos los documentos, de papiro o de piedra, bronce o madera, donde figurara.
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
La verdad es que apenas lo recuerdo, pero lo recuerdo.1
Ovidio, Cartas de las heroínas (“Hermione a Orestes”)

Julia siempre ha sido muy lenta leyendo. Siempre ha leído sentada ante una mesa y con el lápiz en ristre, jamás en la cama o tumbada. Toma notas de casi todo cuanto lee, subraya aquello que le parece interesante, lo copia en alguna libreta, vuelve atrás pensando que se le ha escapado algo, y tarda una eternidad en terminar un libro. Aun así es ingente la cantidad de libros que han pasado por sus manos. Siempre me ha asombrado esa enorme paciencia suya. Y su gran capacidad de trabajo.

—A veces —me confesó en alguna ocasión— he tenido que leer rápidamente un libro o un artículo por algún examen o alguna exposición. Pero desde que estoy jubilada, no tengo prisas de ningún tipo. Y no te puedes imaginar lo placentero que resulta recorrer un camino a tu aire, sin que nadie te diga a qué hora llegar o dónde detenerme, o te acucie el hambre.

—Me imagino que tiene que ser una verdadera maravilla. Es como disfrutar de una buena comida sin pensar en la hora de salida del tren o algo similar.

—Sí —me respondió sonriendo—, porque a veces he tenido que leer algún que otro libro como quien come en un restaurante lleno hasta las topes. Aguantando las miradas lastimeras de una familia que te observa con ojos suplicantes, te mete prisas con sus húmedas pupilas, y te azuza silenciosamente porque ellos y los niños, sobre todo las criaturas, tienen hambre. Así no hay forma de disfrutar de la comida ni de nada.

—Bueno, todo tiene su encanto.

—No. A mí lo de correr nunca se me ha dado bien. De bien joven renuncié a hacerlo. Una vez, cierto es, me puse a correr como una loca porque perdía el autobús; me caí, me rompí los pantalones, me hice un par de cortes y tuve que volver a casa, sucia y ensangrentada. Me insulté hasta la saciedad: detrás de ese autobús iba a venir otro, dentro de quince o veinte minutos a mucho tardar. ¿Qué prisa tenía? Siempre he salido de casa con mucho tiempo de antelación: jamás he llegado tarde a una cita. Bueno —añadió sonriendo—, menos el día de mi boda.

Recuerdo aquellas necedades. Fue cuando todo el mundo, o casi todo el mundo, se declaró en contra de la memoria.

—Sí. Fue una anécdota muy comentada en la familia.

—Un error de cálculo. Y como tu tío estaba tan acostumbrado a verme llegar siempre antes de la hora, pensó, pasados unos largos minutos, que lo iba a dejar plantado al pie del altar. ¡Pobre! Pasó unos momentos terribles.

—Me lo imagino.

—Fíjate lo que son las cosas —dijo adelantándose en su butaca y requiriendo toda mi atención—, me he acordado de esta insustancial anécdota leyendo el libro de Jacqueline de Romilly.

—¡Vaya! —exclamé—, fue una buena idea hacer aquella pequeña excursión a la dulce Francia.

—Vaya que sí. Una excelente idea. Jamás olvidaré la delicadeza con la que el librero depositó el libro de Jacqueline en mis manos, sin que yo hubiera hecho otra cosa que mirarlo. Hubo allí una cosa muy rara, una especie de comunión… no sé. Algo imposible cuando se compra por correo y esas cosas tan modernas…

—Lo recuerdo.

—Este libro está despertando en mí infinidad de sensaciones y de recuerdos. Por eso me he acordado del día de mi boda: a veces, tras unos momentos de angustia, surge el recuerdo con una claridad diáfana, como debí surgir yo aquella noche ante los espantados ojos de tu tío, en la puerta de la iglesia.

—Dicen las malas lenguas que estuvo al borde del infarto.

—Un poco exagerados. Pero sí, no lo pasó nada bien, el pobre. No fue culpa mía…

—Bueno, aquello ya pasó.

—Sí. Ya pasó. No obstante, lo he vuelto a recordar. Sin querer. Hace algunos años —empezó a contar repantigándose en la butaca—, cuando me faltaba poco para jubilarme, vinieron unos pedagogos al instituto. Nos dieron unas pesadísimas charlas a través de las cuales hicieron patente, con bombo y platillos, que acababan de descubrir el Mediterráneo. Añadieron, a tamaño y asombroso descubrimiento, otro no menos importante: que si muchos de nosotros, de los profesores, nos presentáramos de nuevo a los exámenes, no ya de la carrera, sino de los estudios elementales, no aprobaríamos ni la mitad de las asignaturas. Les caía la baba diciendo semejantes bobadas.

—Sí. Recuerdo aquellas necedades. Fue cuando todo el mundo, o casi todo el mundo, se declaró en contra de la memoria. Se rechazaba ésta, el memorizar cosas, como si fuera la peste.

—Efectivamente. La conclusión era bien clara: ¿para qué aprender o memorizar algo que, con el tiempo, vamos a olvidar? Y el objetivo de semejante planteamiento todavía estaba más claro: fuera el esfuerzo, que las cosas se me den sin molestarme yo en adquirirlas. Y que dejen mis hijos de dar la murga en casa estudiando algo que van a olvidar, angustiados por los exámenes y demás.

Llevamos lo memorizado tan interiorizado que ya ni nos preocupamos de ello.

—Recuerdo que un compañero del instituto escribió un artículo al respecto. Su comparación, y su conclusión, fueron muy esclarecedoras. Vino a decir que a él le gusta mucho la música clásica. Ahora bien, dijo, me pone usted una sinfonía de Beethoven o una de Mozart, y no las sé distinguir. Estaré seguro de haberlas oído una y otra vez. Pero, salvo contadas piezas, no sabré decirle quién es el autor de esta o de aquella. ¿Y pretende usted que por eso deje yo de oír música clásica? No, señora. Ni loco. Ni lo sueñe.

—Yo me enfrenté con el pedagogo en cuestión, un pobre necio, y le dije que estaba confundiendo la cultura con un estúpido programa televisivo. La memoria es selectiva. No se puede recordar todo. Y bien, de acuerdo, he olvidado la fórmula esta o aquella de geometría o de física, pero sé lo que es la química, o la física. O tengo una cierta idea. Y eso es lo que distingue a la persona culta de quien no lo es. Y para esto sólo hay una vía. ¡Ojalá pudiera acordarme de todos los sonetos de Quevedo y de Garcilaso! Pero no, no los recuerdo. Y mira que los he leído y releído veces.

—Parte de la cultura, me dijo alguien en una ocasión, reside en saber dónde buscar las cosas. Es algo así como cuando no recuerdas dónde has dejado las llaves de casa. Entonces se reconstruye la entrada en la casa, los pasos que se dieron el día anterior. Y en casi todas las ocasiones aparecen las llaves. Creo que también eso es lo que distingue el alzhéimer del mero olvido. La ignorancia de un cierto saber.

—Efectivamente. Y si eres cuidadoso y te acostumbras a dejarlas siempre en el mismo sitio, te evitarás esos trastornos. Como estos pedagogos se podían haber evitado esas tonterías sencillamente recordando que ellos saben leer, aunque lean poco, porque una maestra, en su día, les repitió hasta la saciedad, y ellos lo practicaron una y otra vez, que la ele con la a es la, y la eme con la a es ma… Como dice Jacqueline de Romilly, llevamos lo memorizado tan interiorizado que ya ni nos preocupamos de ello. ¿Cuántas veces repetiste tú las tablas de multiplicar?

—Muchas. Pero en mi caso fueron las declinaciones latinas las que repetí hasta que me sangró el cerebro.

—¿Y te ha perjudicado el saber de memoria las declinaciones o las tablas de multiplicar?

—En absoluto. Todo lo contrario. Yo, sin haber leído a Jacqueline, en aquella época ni la conocía, me acordé, la buena memoria, y frente a aquellos pedagogos, de uno de los terribles castigos que los romanos infringían a quienes los traicionaban, la conocida pena como damnatio memoriae. Consistía en borrar el nombre de quien había cometido una traición de todos los documentos, de papiro o de piedra, bronce o madera, donde figurara. Incluso, en una ocasión, se llegó a dar dinero a la gente de un pueblo para que nadie jamás utilizara el nombre del desafecto. En la basílica de Valencia hay dos lápidas con los nombres borrados. La gente cree que ha sido efecto de la erosión.

—La erosión del tiempo. Que no borra nada. Todo permanece. Más o menos oculto, más o menos en el aire, pero permanece.

—Y además eso incita a la investigación. Molesta que te prohíban algo. Y es muy difícil borrarlo todo. Hablando sobre esto, un compañero, de historia, trajo una fotografía del camarada Stalin, rodeado de un grupo de personas. Luego nos mostró otra foto, exactamente igual salvo por un detalle: había una persona de más. Esta persona fue acusada de traición, y borrada de la foto oficial. Pero se les olvidó el negativo.

—Igual sucede con el resto de las cosas. Están ahí, y, a veces, como diría Bécquer, es suficiente una mano de nieve para despertar todo eso que parece dormido u olvidado. Me intrigan los recuerdos, la memoria. No sé cómo funciona. Parece una persona veleidosa, sin mucho juicio. O maneja situaciones y cosas que se nos escapan. A veces, sin saber por qué, me acuerdo de viejas situaciones, de cosas que, sinceramente, ya no sé si fueron vividas, soñadas o inventadas… De lecciones, de profesores…

—Sí. A veces resulta difícil discernirlo.

—No obstante —dijo sonriendo—, tampoco conviene llevar esto hasta sus últimas consecuencias. En el libro, Jacqueline cita uno de los diálogos de Platón, Menón. En éste, Sócrates insiste en su teoría. En la mayéutica: todo está en nosotros, y sólo hace falta alguien que nos ayude a sacarlo. Para demostrarlo interrogan a un esclavo sobre cuestiones de geometría…

—Siempre me ha parecido el diálogo más flojo de todos los de Platón…

Hay saberes que permanecen: las declinaciones, la lectura, las tablas de multiplicar. Y éstos se mezclan y amasan con los otros.

—Efectivamente. Puede que haya recuerdos que precisen de ayuda para aflorar, el famoso “lo tengo en la punta de la lengua”, “lo iba a decir ahora”. Eso es lo típico de quien sabe, de quien ha estudiado… Pero de eso a saber astronomía sin más.

—No obstante, creo, hay saberes que se transmiten, saberes ancestrales. Y otros que se aprenden. Pero la memoria siempre está presente… Recuerdo que un profesor, en el bachillerato, intentando poner España a la altura de Europa, nos contó que los niños españoles no son unos salvajes por tirarles piedras a los perros. Lo que sucede es que éstos eran portadores de la rabia, y durante generaciones y generaciones se enseñó a los niños a alejar a los perros… Me pareció una explicación traída por los pelos. Yo perseguía a los perros y a los gatos para divertirme.

—Tal vez fuera un recuerdo de esos que ya llevamos tan interiorizados que no le damos importancia. Como el saber leer.

—Es posible. Pero entonces, la memoria, como todo en esta vida, cambia y varía.

—Por supuesto. Es otra cosa a tener en cuenta. Aunque hay saberes que permanecen: las declinaciones, la lectura, las tablas de multiplicar. Y éstos se mezclan y amasan con los otros, con las músicas oídas, las novelas olvidadas, las películas, los poemas… Y todo junto forma y conforma a una persona o una personalidad si quieres. Renunciar, por lo tanto, a la memoria, es como castrarnos.

—Eso lo sabían muy bien los romanos que castigaban con el olvido. Y eso que algunos de ellos se sabían largos cantos de la Ilíada de memoria.

—Ahora no leen ni El ingenioso hidalgo porque, claro, lo van a olvidar. Pero no es cierto: todo pasa y todo queda.

—Lo recuerdo vagamente, pero lo recuerdo.

—Espero que no hayas olvidado cómo se hace una buena cena.

—Voy a probarlo. Eso se hace en la cocina, ¿no?

 

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Notas

  1. Vix equidem memini, memini tamen. v75.
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