
El escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.

Toda ciudad que se preciaba construía enormes circos, teatros, termas. Este era el refugio de un mundo sin política, rico pero rodeado de pobreza, lejano a las inquietudes culturales y aun a las religiosas (salvo para los sectarios de determinados dioses). Panem et circenses, era el lema. No muy lejos de ahora.
Francisco Rodríguez Adrados, El reloj de la historia.
Aquella tarde llegué a casa de Julia sin tener claro, todavía, si debía reírme o llorar. La noticia la había leído desayunando. Luego, sin embargo, gracias al trabajo, tuve que olvidarme de ella. Al salir de las aulas, no obstante, volvió a saltarme ante los ojos. Y de nuevo no supe si reír o llorar.
—Esta mañana —le conté a Julia en cuanto entré en su casa— he leído, como siempre, varios periódicos antes de irme al instituto. Está claro, para muchos periodistas y políticos, incluso para algún que otro obispo que no ve nada punible en que compañeros suyos violen a monaguillos y niñas de primera comunión, que España se va directa al Infierno, y al fin del mundo, dados los pactos que se están buscando para formar gobierno. Un contubernio demoníaco.
Me quedan tantos libros por leer, y tan poco tiempo, que no tengo ganas de malgastar éste con tonterías que no van a ninguna parte.
—Son todos unos irresponsables —me respondió ella—. No tienen más misión que hacerse con el poder, o no perderlo, a fin de seguir con sus privilegios. Les importa bien poco la sociedad; son capaces de dividirla con tal de seguir con sus prebendas y chanchullos… ¡Vaya! Bonito discurso me ha salido.
—No está nada mal. Te podrías presentar a las siguientes elecciones por algún partido.
—O formar yo uno propio. Pero no, no me atrae lo más mínimo. Tengo cosas más importantes que hacer. Me quedan tantos libros por leer, y tan poco tiempo, que no tengo ganas de malgastar éste con tonterías que no van a ninguna parte.
—La lectura de tanto catastrofismo, por parte de unos y de otros, aunque tampoco han faltado los periodistas ecuánimes, críticos, pero sensatos, me estaba dejando un mal sabor de boca. Y en esas estaba cuando, como aquel que no quiere la cosa, me he fijado en una fotografía de un periódico. Me he restregado los ojos porque no daba crédito a lo que estaba viendo: una multitud de personas, en un campo de rugby, saltando a la pata coja. Y el titular: “El British School de Barcelona logra el Guinness de personas saltando a la pata coja”.1
—Ese libro de supuestos triunfos siempre me ha parecido el libro de las grandes estupideces humanas. Inofensivas, si es que lo son, pero estupideces al fin y al cabo.
—La noticia, leo los periódicos a través de Internet, llevaba su correspondiente vídeo…
—¡Cómo no!
—He deducido que todo era pura publicidad. Pero aún así no ha dejado de llamarme la atención. No he tenido paciencia para ver todo el vídeo. Hasta donde he llegado, los alumnos hacían de todo menos estudiar. Todo era aire libre, pintar, dibujar, saltar, correr, enseñar pulseritas, plantar arbolitos, y, por supuesto, saltar a la pata coja con padres, madres, alumnos, profesores y quien pasara por allí correspondientemente uniformado.
—Eso de saltar a la pata coja debe de ser una ciencia difícil de aprender.
—Según el periódico consiguieron reunir a 1.303 personas para hacerlas brincar.
—Seguro que si los hubieran convocado para una conferencia o una charla sobre Miguel de Cervantes no habría ido ni la cuarta parte.
—Algo así he pensado yo. Lo cual ha tenido la virtud de aliviarme mucho: no pasa nada si este país, según los predicadores de la verdad, se va al garete cuando hay tanta gente del mismo que gasta sus energías en semejantes memeces. No hace mucho también se convocó a la gente para hacer una foto multitudinaria. La novedad residía en que todos tenían que posar desnudos.
—Y seguro que no cupieron en el encuadre.
—Así fue. Y como dices tú, en charlas y conferencias, las salas están vacías… No hace mucho se organizó un cursillo sobre arte romano. Se necesitaban diez personas para realizar dicho cursillo. No se apuntaron ni tres.
—Ver a una persona en una conferencia… Es como el cine: estamos acostumbrados a un tipo de lenguaje, al cine americano, y el resto o lo imita, como hacen las series españolas, cada vez más alucinantes y falsas, o el mal acostumbrado estómago del espectador no lo tolera. Como tampoco soporta una charla. Pero dejemos eso de lado. Al fin y al cabo ni es todo tan negro ni el país se va a ir al traste.
—¿Tú crees?
—Sí. Estoy firmemente convencida de ello. Cierto es que hay muchos intereses bastardos. Pero, no lo olvides, los partidos de extrema derecha no tienen ningún programa político. No hay más que odio y rencor. Y, y ahí está mi gran esperanza, está Europa. Y Europa no va a consentir una nueva guerra civil.
—Imagino que necesitamos tener fe en algo para seguir viviendo.
—Pues vayamos a lo concreto, sin fe. Hace tiempo me hablaste de un libro que está agotado y que nadie reedita.
—Lo sacaré de la biblioteca. No hay problema. Aunque no es lo mismo: me gusta tener los libros en propiedad. Al fin y al cabo son una herramienta de trabajo. Me gusta subrayarlos, tomar notas, volver sobre ellos, y tenerlos en mi habitación.
—Eres un romántico. Pero lo entiendo. A mí me sucede lo mismo. Y creo que desde el momento en el que un libro se agota es porque hay lectores interesados en él, ¿no te parece? No todos se dedican a saltar y botar y posar con la inteligencia con la que vinieron al mundo.
El cine chino, o una parte de él, nos ha enseñado que un guerrero ciego o cojo o manco puede derrotar a todo un ejército.
—Esto de la pata coja ha tenido la virtud de recordarme la historia de Labda. Labda era una mujer coja, de ahí su nombre, pues lambda, o labda, es el nombre de la ele griega, que, antiguamente, se escribía con un palito más corto que otro. Vale. Me explico: la lambda es como una y griega puesta boca abajo. Uno de los brazos era más corto.2
—Qué cosas, ponerle a una mujer el nombre de una letra… Por cierto, ¿no se decía que griegos y romanos lanzaban a la roca Tarpeya a quienes no podían valerse por sí mismos? A esa pobre chica no la mataron.
—Ni se puede generalizar, ni todo el mundo creía en Zeus. Edipo también era cojo, aunque por causas bien distintas. Y Tiresias era ciego como Homero…
—No se puede generalizar, desde luego. El cine chino, o una parte de él, nos ha enseñado que un guerrero ciego o cojo o manco puede derrotar a todo un ejército. Y además en color. Cuentos chinos.
—Qué pena que no estuviera un ciego de esos en las Termópilas. O en las Epípolas. ¡Ah, Julia, me encantan estos nombres!
—Bueno, ¿y qué pasó con la tal Lambda?
—Era hija de un rey. Éste la casó, y ella tuvo un hijo. Y los enemigos de que se hiciera con el trono el hijo de la tullida, lo quisieron matar. Fueron a buscar al niño, creo que eran siete, y se conjuraron de forma y manera que lo mataría aquel que recibiera al bebé de manos de la madre en primera instancia. Lo lanzaría contra el suelo y lo reventaría.
—Es decir que iban de visita. Un poco bestia, pero visita al fin y al cabo.
—Sí. Y la pobre Lambda no sabía nada del infanticidio. Cogió al niño, de pocos días, y lo puso en las manos de uno de los guerreros. En ese momento el bebé le sonrió al guerrero. Éste sintió lástima, y se lo pasó al vecino… y así fue rodando hasta terminar, de nuevo, en brazos de su coja madre.
—Eso me recuerda la leyenda de no sé cuántos ascetas refugiados en una cueva sin agua ni alimento. Un cuervo, u otro pájaro, les llevó un pan para que no se murieran de hambre. El pan, de tan caritativos que eran, fue rodando de mano en mano hasta que murieron todos, y el pan se quedó intacto.
—¿Y el cuervo volvió a por él?
—No lo sé. ¿Volvieron los guerreros a por el hijo de Lambda?
—Sí. Pero ella los había oído recriminarse unos a otros su falta de coraje, y escondió al niño en una tinaja. Y así lo salvó para la posteridad.
—No me digas que leer esto no es más divertido que saltar a la pata coja o ponerse desnudo delante de una cámara.
—Bueno, cada uno se divierte con lo que tiene. Por cierto, todavía no me has dicho qué libro me has conseguido. Ese que está tan agotado.
Fue entonces cuando me lo ofreció. Convenientemente empaquetado. Con un papel precioso y una cinta amarilla terminada en un elegante lacito. Como soy un manazas le dije que lo abriera ella, que no quería romper tan bello envoltorio. No quiso. Tras hacer el menor destrozo posible llegué al meollo de la cuestión. Y sí, era un libro que estaba buscando hacía tiempo. Julia lo había conseguido a través de Internet. Enternecido me levanté y le estampé un par de besos de puro agradecimiento.
—Te lo agradezco infinito —le dije— porque se habla muy bien de él en el que estoy leyendo ahora. Y me apetece mucho leerlo.
No hay día que no le dé gracias a la maestra que me enseñó a leer, a los fenicios por la creación del alfabeto…
Era Vida de Sócrates, de Antonio Tovar.
—Rodríguez Adrados —le dije— lo nombra en una nota a pie de página en su libro El reloj de la historia. Este libro me está apasionando como, en su día, me apasionaron algunas novelas policíacas. Es una verdadera delicia. Y me asombra la cantidad de sabiduría que puede acumular una persona. Y la ingente cantidad de libros, conferencias y trabajos que ha llevado a cabo este hombre… Asombroso, admirable… ¡Qué envidia me da!
—¿Qué hubiera sido de nuestras vidas sin los libros? —me preguntó Julia sonriendo.
—Un páramo, una miseria… No hay día que no le dé gracias a la maestra que me enseñó a leer, a los fenicios por la creación del alfabeto, a los griegos por todo, y a don Francisco Rodríguez Adrados por sus libros y…
—Y a tantos y tantos, y tantos. Tantísimos.
—A muchos, es verdad, que, por cierto, ni saltaron a la pata coja, ni pronosticaron desastres en busca de prebendas.
—Para seguir alabándolos —dijo con una amplia sonrisa— tenemos que comer, que tripas llevan pies, y no digo más.
—Ni falta que te hace. No te levantes: conozco el camino de la cocina.
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