

No son, como muchos creen, la fuerza y la violencia del tirano las que llevan a éste al poder, sino la estupidez de los ciudadanos mismos, pues sólo una ciudad que haya perdido ya su respeto hacia la ley y el orden puede caer en sus garras.
W.K. C Guthrie, Historia de la filosofía griega III. Siglo V. Ilustración.1
Pese a todas las restricciones por el coronavirus, más aparentes que reales, muchas personas de la capital se habían ido a sus segundas o terceras residencias. Este éxodo tenía la ventaja de que, prácticamente, se podía aparcar en cualquier lugar de la ciudad. Cogí el coche, pues, y pasé por el mercado. Compré todo cuanto se me ocurrió a fin de llenar la nevera de Julia y movernos lo menos posible. Aparqué en su calle sin ningún problema.
—Imagino —me dijo cuando estuvo la compra ordenada en la nevera, y en tanto nos tomábamos un café con leche— que esta semana habrás tenido alguna que otra charla sobre la monarquía y los escándalos borbónicos.
—No. Para mi sorpresa, el amigo que vino por casa estaba más interesado en saber por qué estudié letras que en conocer mi opinión sobre la monarquía.
Lectora empedernida de Pérez Galdós, nada de cuanto está saliendo a la luz me ha sorprendido mucho.
—¿Y qué interés tiene que escogieras ciencias o letras?
—No lo sé. Para él parecía un asunto de cierta relevancia. Aunque me temo que no le aclaré nada.
—A mí sí que me gustaría que habláramos de la monarquía. Y de todos los escándalos que están surgiendo. Aunque tengo que decirte que, lectora empedernida de Pérez Galdós, nada de cuanto está saliendo a la luz me ha sorprendido mucho. Un triste episodio, uno más, aunque muy mal escrito, de los Episodios nacionales. Lo puedes poner al lado de Amadeo I, La de los tristes destinos, Los duendes de la camarilla…
—El otro día, cuando vino este amigo a casa, a indagar por qué había estudiado esto y no lo otro, le dije, más en serio de cuanto imaginaba, que me hubiera gustado ser sofista en la Atenas de Sócrates, Platón, Gorgias y demás. Luego me pregunté por qué había tenido ese pensamiento. Y volví a leer un libro sobre los sofistas en busca de una respuesta. Y me tropecé, otra vez, con Trasímaco.
—No recuerdo quién era, si es que alguna vez lo he sabido.
—Un sofista que se enfrentó con Sócrates. Y no quedó muy bien parado. Pero, claro, hay que tener en cuenta que el testimonio lo da Platón, discípulo de Sócrates.
—Pero era filósofo —se quejó Julia—, podía haber buscado un poco de objetividad. O la verdad.
—No dejó de ser un hombre con sus intereses. Pero ahora eso es lo de menos. Trasímaco vino a decir que la justicia no existe. No al menos en el concepto ideal de Platón: hay una ley en el mundo de las ideas. Y la ley humana, la justicia, es una mímesis o copia de dicho original. La justicia, sostiene Trasímaco, consiste en crear unas leyes que defiendan el derecho del más poderoso frente al más débil. O en poner trabas los más débiles a los más poderosos para que éstos no se salgan con la suya. Son una mera convención.
—En ese caso —apuntó Julia— todos deberíamos colaborar en la redacción de las leyes.
—Eso, como comprenderás, es imposible.
—Por supuesto. Y, a partir de ahí, a correr como locos los políticos para colocar a los amigos donde puedan hacer las leyes a su gusto y entendimiento. Allá van leyes do quieren los reyes.
—Así es. Do tu des. Añádele luego las interpretaciones y los resquicios de éstas. Y Trasímaco tiene toda la razón: al justo, al que se rebela contra la ley, se le demostrará mediante la cárcel, las torturas y la muerte, que ha escogido el camino equivocado. Mientras que el injusto gozará del favor de los dioses, tendrá riquezas y amigos. Y, por supuesto, la prensa lo alabará.
—Tienes razón. Dejando eso aparte, y metiéndonos un poco con la prensa, yo nunca he estado de acuerdo con el papel que ésta le ha otorgado al emérito. Me refiero al papel jugado en la Transición, en ese paso de una dictadura a una monarquía parlamentaria. Lo han hecho el general en jefe de aquello.
—Yo tampoco. Además, lo blindaron como si fuera un monarca medieval: nada se podía decir de su persona que no fuera para alabarlo. Y la prensa ahí jugó el papel a la perfección.
—No levantamos cabeza. Llevamos la corrupción en la masa de la sangre. No se explica de otra forma el estar siempre en el mismo punto. Sin ir más hacia allá, desde Isabel II hasta ahora, todo cuanto sucede en el país no hace sino aumentar esa percepción. La nuestra es una sociedad corrupta hasta la médula. Aunque seguramente habrá más de diez justos.
—No me cabe duda. Pero hablando en términos generales, no es ya que tengamos o hayamos tenido un rey corrupto. Es que todos cuantos estaban a su alrededor, sabiéndolo, lo han ocultado y permitido. Y no solamente eso. Han intentando, creo que con éxito, hacer de él una figura relevante, histórica, llena de luz y aureolas. Y, según parece, ni ha leído más libro que las ordenanzas militares, ni tiene más moral que un simio.
Isabel II, como ahora su bisnieto, estaba indefensa al decir de la prensa… Los mismos periódicos, los mismos perros y los mismos collares.
—No. Muy culto no es. Ni lo es él, ni la inmensa mayoría de políticos que tenemos. Son unos catetos integrales.
—Me hacen mucha gracia los artículos de los periódicos. Dejemos de lado que escriben muy mal, salvo contadas excepciones. Pero me tienen más que harto con la necia expresión de que el emérito “pilotó la transición”. ¿Qué quiere decir esto? Fue impuesto por la fuerza, por el dictador. Nadie votó a su favor ni en contra, porque no llegó aquí por una elección democrática. ¿Qué pilotó? ¿Acaso aquí no hubo manifestaciones, muertes, asesinatos, encarcelamientos, enfrentamientos con la policía, universidades cerradas y huelgas y más huelgas? ¿Qué pasa, que llegó él, cogió la nave en la cual toda la marinería dormía, y en un tris tras la llevó del norte al sur? Por sus borbones. ¡Vaya ridiculez!
—Democrática fue la expulsión de Isabel II, y la de su nieto Alfonso XIII. Pero, de verdad, llevamos la desgracia en la sangre: cada vez que los han tirado del país, han vuelto. Y siempre impuestos por los mismos: el ejército. Te recomiendo encarecidamente que te leas los episodios de Galdós. No tienen desperdicio. Y viendo todo cuanto está ocurriendo ahora, no es de extrañar que a Galdós ni le dieran el premio Nobel, ni casi nadie se haya acordado de su centenario… No me extrañaría nada que ahora el emérito, que quiso marcar distancia con su bisabuela, y no asistió al centenario de su muerte, hiciera lo que hizo ella, tener el rasgo de regalarnos el dinero que se ha llevado.
—Es penoso. Sí, algo he leído sobre ese rasgo. El título de un artículo periodístico en el que Emilio Castelar atacaba a Isabel II, ¿es así?
—Sí, así es. Para intentar frenar su desprestigio y la sangría de Hacienda, Isabel II le regaló al pueblo español lo que era de éste, y no de ella. Castelar lo denunció. Y la prensa de toda la vida salió en defensa de la reina. Castelar fue apartado de su cátedra en la universidad. Se produjeron alborotos, y la famosa noche de san Daniel. Isabel II, como ahora su bisnieto, estaba indefensa al decir de la prensa… Los mismos periódicos, los mismos perros y los mismos collares.
—Es infame el papel que está jugando alguna prensa. Creo que ni buscando con lupa se encuentra, al menos en ciertos periódicos, un artículo crítico con la monarquía, con cuanto ha hecho y ha dejado de hacer. Y lo más grave: tratan de justificarlo todo con el famoso legado del monarca, cosa que no sé qué es, como eso de pilotar la transición… Me están recordando a los sofistas, una y otra vez. Según sostienen algunos partidos políticos, y algunos periódicos, de moral tan dudosa como la del mismo monarca, el emérito puede hacer cuanto le venga en gana, merced a “servicios prestados a la patria”. Él puede robar, cometer adulterio, humillar a su mujer, y tomarnos a todos por idiotas. ¿No les da vergüenza sostener tal cosa? ¿Y no sienten asco sus hijos de ver a su madre en el triste papel en el que la ha colocado?
—La corona está por encima de todo.
—Es decir, que todos son uno y lo mismo. Se parecen al rey Arquidamo de Esparta. A éste lo denunciaron sus súbditos porque se atrevió a casarse con una mujer pequeña de estatura, diciendo que no pensaba darles reyes, sino reyecitos.2 Cada cosa engendra a su semejante.
—¿Te acuerdas del 23 de febrero de 1981?
—¿Cómo no me voy a acordar?
—Una farsa valleinclanesca sacada de Los cuernos de don Friolera. A mí nunca me ha quedado claro lo que pasó aquella noche. Y no debió de ser nada bueno para el emérito cuando todavía no se han desclasificado los papeles de aquel esperpento. ¿Qué miedo tienen a hacer público el pilotaje de la transición? Nadie ha hablado de esto durante estos días.
—Algunos sofistas sostenían que la ley es lo contrario a la naturaleza. Y que debe predominar ésta sobre aquélla. En la naturaleza el fuerte se impone al débil, y éste no tiene sino que acatar las leyes del fuerte. El fuerte hace las leyes, lógicamente, a su favor. Aquí parece que la naturaleza es la monarquía y todos los desmanes que ésta pueda cometer. Las leyes dictadas por una democracia son lo artificial, lo malo, lo incrustado en un cuerpo sano. ¿Qué sucedería si un profesor, que ha defendido a su país en conferencias, charlas y demás, robara todo el dinero que se le asigna a la universidad, y encima, estando casado por la sacrosanta Iglesia, se acostara con su secretaria o con la alumna aventajada?
—Le caería el pelo. Olvídate de la moral. Además, a los jueces les vendría de maravilla para demostrar lo justos que son, aplicando la justicia.
Creo que hay un cierto sentimiento unánime, una corrupción generalizada. Al fin y al cabo, todos harían lo mismo que el emérito, si pudieran.
—Lo de siempre: la justicia es una tela de araña: atrapa a los bichos pequeños, pero los grandes pasan y traspasan y se llevan por delante la tela, la araña y lo que haga falta. Así lo dijo Anacarsis, uno de los siete sabios de Grecia, hace unos cuantos siglos.
—Descorazonador. Siempre estamos en el mismo sitio. Y, desde luego, el papel que está jugando la prensa es deleznable. No te digo la televisión porque es que ni la veo.
—Hay muchos intereses por el medio. Y tratan de llevar las cosas por donde les interesa.
—Y sin embargo, no creo que haga falta. No creo que el común de los mortales lea los artículos de los periódicos. Creo que hay un cierto sentimiento unánime, una corrupción generalizada. Al fin y al cabo, todos harían lo mismo que el emérito, si pudieran.
—Lo que decían los sofistas: si nos hiciéramos invisibles, con el anillo de Giges, veríamos dónde quedaban la justicia y las leyes. El emérito era invisible, gracias a la prensa, que no veía, no oía y no hablaba.
—Descorazonador. No obstante —añadió Julia sonriendo—, hay una persona justa y honesta… Se pone en el paso de cebra de la avenida que hay frente a mi casa. Lo puedo observar desde mi ventana. Allí el pobre malabarista, tarde sí y tarde no, lanza al aire sus palos, cuando los coches están detenidos por el semáforo. No es muy hábil, pues rara es la vez que no le cae alguno de los palitroques cuando los lanza al aire. Ahora bien, si se le escapa uno de las manos, no pasa la gorra pidiendo dinero. Se retira, sin pedir nada, junto al semáforo. Sólo cuando ha terminado sus juegos con éxito se mueve por entre los coches, gorra en mano, en busca de las monedas.
—Se morirá de hambre.
—No sé. No lo sé. Estoy triste. Dejémoslo. Es pronto para comer. ¿Nos vamos a dar una vuelta?
—Sí, aireemos un poco, aunque sea con mascarillas. Como si fuéramos a atracar un banco.
—No me hables.
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Notas
- W. K. C. Guthrie, Historia de la filosofía griega. III. Siglo V. Ilustración, Editorial Gredos, Madrid, 2003. Traducción de Joaquín Rodríguez Feo, p. 81.
- Plutarco, Obras morales y de costumbres. “Sobre la educación de los hijos”, 2 D.