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Diálogos con Julia (XLVIII)
Julia y el teatro (I)

martes 7 de julio de 2020
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Antígona
La ley que obliga a enterrar a los muertos, cosa que deniega Creonte, el rey, al hermano de Antígona, muerto en combate, es una ley divina. “Antígona condenada a muerte por Creonte” (1845), de Giuseppe Diotti
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
Un hombre debería reflexionar siempre sobre todas las cosas humanas. Precisamente en eso consiste la sabiduría excelente y divina, en conocer con certeza y en profundidad, y en tener estudiadas las cosas humanas, en no admirarse de nada cuanto acontece y en pensar, antes de que suceda, que no hay nada que no pueda suceder.
Cicerón, Tusculanas.

La lectura de alguno de los libros de Jacqueline de Romilly me había llevado, como suele suceder, a releer, a su vez, otros libros, en este caso todas las tragedias griegas que tenía por casa. Y no fueron pocos los problemas que se me plantearon entonces. No conocía a nadie, pese a mi profesión, que tuvieran interés por la literatura grecolatina. No digamos nada por la tragedia griega. Me fui, pues, a casa de Julia rumiando pensamientos e ideas.

—Evidentemente —le dije a Julia en cuanto me abrió la puerta y nos saludamos— no se puede escribir la vida de una persona sin tener algo en común con ella, bien admiración u odio… Ya sé que esto se puede matizar; pero creo que sirve como introducción para cuanto quiero plantearte.

—No te lo discuto. Pero ahí planteas también otro problema: el lector deberá estar siempre muy atento para no dejarse llevar por el entusiasmo o por el excesivo celo del escritor, del autor.

No se puede crear una cultura sin una imagen ideal del hombre, ya lo sabes.

—Eso forma parte de otro problema que también quiero comentar contigo. Suponiendo, y vamos a darlo por sabido, que existe el lector atento y crítico.

—¡Pero, hombre! ¿Cómo dices eso? Claro que existe.

—Perdona. Me he explicado mal. Luego volveremos sobre el tema. Antes me interesa plantear otras cuestiones. Son problemas que me van surgiendo conforme voy leyendo y estudiando. Y soy muy consciente de mi total ignorancia: comienzo a hablar contigo sin haber leído muchos de los libros que debería haber leído.

—Somos mortales, hijo. Y, como tales, tenemos nuestras limitaciones. ¿No fue Sócrates quien dijo, al final de su vida, que lo único que sé es que no sé nada?

—Pues eso. Y teniendo en cuenta a Sócrates todo cuanto voy a decir son dudas mías, que no afirmaciones tajantes. De lo que voy a hablar no tengo ni idea, pero quiero saber, quiero aprender. Tal vez el hablar contigo me ayude de alguna manera.

—Soy toda oídos.                                      

—Como ya te dije en otra ocasión, creo recordar, Jacqueline de Romilly da una visión, creo, muy idealizada de Grecia.

—¿Tú crees? Yo todavía estoy leyendo el primero de los libros que nos trajimos de Francia, y no me parece que idealice tanto a Grecia. Bien es cierto que yo no tengo los conocimientos que posees tú. Y aunque lo haga, aunque idealice a Grecia, no se puede crear una cultura sin una imagen ideal del hombre, ya lo sabes. Pero sigue, sigue.

—Esos conocimientos míos tan limitados, Julia, se reducen a la lectura de las tragedias griegas, una vez más.

—No es poco.

—No sería poco si uno pudiera retenerlo todo. O más de lo que se retiene.

—Te vas a quebrar de sutil. Tenemos nuestras limitaciones. Acéptalas.

—Vale. De acuerdo. Defiende Jacqueline en su libro Grecia antigua contra la violencia, que los griegos fueron unos entusiastas defensores de los tribunales como medio para acabar con la violencia. Y las tragedias lo demuestran una y otra vez.

—Y tú no estás de acuerdo con eso.

—Para empezar, no sé griego. No soy quién para discutir, caso que pudiera hacerlo, con Jacqueline de Romilly; pero no acaba de convencerme del todo. Aristófanes, en Las aves, ya pone en escena a personajes hartos de juicios y discusiones…

—¿Y dónde ves los fallos en sus razonamientos?

—Ahí está el problema. Sus textos son tan coherentes, están tan bien hilvanados, que resulta imposible, a mí por lo menos, llevarle la contraria. Ahora bien, me pongo a leer las tragedias griegas, y hay en ellas tantas cosas que reducirlas a una única finalidad, la consecución del fin de la violencia, me parece empobrecerlas un poco.

—Ten en cuenta que siempre que se hace un estudio sobre algo, se resalta ese algo, y se deja de lado todo aquello que no sirve para la idea conductora.

—Eso es lo que pensaba. Y aquí vienen ahora mis contradicciones. Supongamos que Esquilo, cuando escribe la Orestiada, tiene en mente el resultado final de la trilogía.

Esa es una cosa que siempre me llama la atención del teatro griego: nadie tiene la razón del todo… O un error lleva a otro…

—¿Y por qué no lo iba a tener presente? Estamos hablando de un momento culmen de la civilización europea. No creo que Esquilo, o quien fuera, escribiera y le salieran las cosas por casualidad, como al burro de la fábula.

—Sí es así, toda su obra, desde luego, va encaminada a ese fin, a poner fin a la violencia. Como sabes, cuando llega Agamenón a Micenas, tras la guerra de Troya, su mujer, Clitemnestra, lo mata.

—Sí, pero no lo mata para poder casarse con su amante. Al parecer hay otros problemas mucho más graves, y que han quedado como una herida abierta.

—Así es. Entre ellos el sacrificio de su hija Ifigenia a fin de que la flota griega pueda tener vientos favorables y enfilar las proas hacia Troya.

—Hay algo más. Mira, ese es un asunto que yo, sin profundizar mucho, estudié hace años. Leyendo la literatura catalana me enteré de que Pedro el Ceremonioso, siendo un niño, tuvo que huir del palacio real, pues tras la muerte de su madre, su padre volvió a casarse. Y la madrastra, como suele suceder en estos casos, intentó matar al hijastro para que el trono fuese para uno de sus hijos. Y a partir de ahí me interesé por el papel de las madrastras en la literatura, que, como sabes, siempre han sido las malas en todos los cuentos de niños.

—De niños y de adultos.                    

—Efectivamente. Pues bien, resulta que eso mismo, la muerte de los legítimos para dar paso a los nuevos, era casi una costumbre en los tiempos antiguos. Y Agamenón mató a los hijos anteriores de Clitemnestra. Sin olvidar a la pobre Ifigenia. Y en ese caso el asesinato estaría justificado, por decirlo de alguna forma. Es una venganza. Lo curioso del caso, al menos a mí me llamó la atención, es que nadie clama contra Agamenón. Todos, por el contrario, hasta su mismo hijo, lo hacen contra Clitemnestra. Matar a un hijo, o a diez, está permitido, pero no al marido. ¿Es así?

—Creo que sí. Pero aun así, justificado o no, esa es una cosa que siempre me llama la atención del teatro griego: nadie tiene la razón del todo… O un error lleva a otro… No sé. Mira, hace muchos años, asistí a una representación de Antígona. Antes de la representación, el director de la obra explicó sus ideas para el montaje. Y me puso los pelos de punta al dar su versión sobre Antígona: para él era una princesa necia, absurda, una hija de papá empeñada en llamar la atención… Fue horrible oír aquello.

—¿Y no protestaste ni dijiste nada?

—Me dio un ataque de timidez, así que me levanté y me fui.

—Tal vez hiciste bien. Pero viste la obra, ¿no?

—Sí. La vi.

—¿Y qué te pareció?

—Que no tenía razón. Antígona se rebela contra una ley no escrita, aquella que dice que es un deber sagrado enterrar a los muertos. Queda claro esto en su diálogo con su hermana nada más comenzar la obra. Además, tras cada batalla, los griegos siempre se conceden una tregua para recoger a los muertos y sepultarlos. De hecho un grupo de estrategas fue condenado a muerte por no detenerse, bien es cierto que en condiciones adversas, para recoger los cadáveres de los compatriotas caídos en la batalla. Por cierto, el único que se opuso a esa condena fue Sócrates.

—¿Y no te parece que hay una contradicción? Sócrates acepta la condena a muerte, sabiendo que es una condena injusta, pero lo hace por respeto a las leyes. ¿Por qué no en el otro caso?

El tirano no discute con nadie sus decisiones. Ergo, la tiranía nos lleva directamente a la violencia.

—No hay tal contradicción. Hay una cierta flexibilidad por parte del filósofo: el momento, el peligro para los supervivientes… La ley que obliga a enterrar a los muertos, cosa que deniega Creonte, el rey, al hermano de Antígona, muerto en combate, es una ley divina. Nadie puede ir contra las leyes divinas. Menos en tiempos favorables. Y en eso se basa Antígona para enterrar a su hermano, pese a la prohibición del tirano. No es una niña estúpida ni mucho menos. De hecho, en un momento, igual que a Clitemnestra, se la define diciendo que ha actuado como una varón. Con valor y decisión.

—¿Y dónde aparece esa lucha contra la violencia que defiende Jacqueline de Romilly?

—Creo que en la sucesión de muertes absurdas e inútiles que se podían haber evitado. La de Antígona, la de su prometido Hemón, la de la madre de ésta… Y todo por el absurdo orgullo, por ir en contra de las leyes de los dioses.

—¿No es ese el problema de todas las religiones? Una ley que nadie puede saltarse. Nadie puede ser igual a los dioses.

—Eso nos aleja del tema, Julia. Aunque también aquí tiene razón Jacqueline. Quien ordena esa necedad se ha convertido en un tirano. El tirano no discute con nadie sus decisiones. Ergo, la tiranía nos lleva directamente a la violencia. Nos aleja de la discusión, de la opinión del otro… ¿Estás cansada?

—Hambrienta más bien. Comamos algo y continuamos luego.

—Muy bien.

 

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