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Diálogos con Julia (XXIX)
Julia y el relativismo de las situaciones

martes 25 de febrero de 2020
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“Sísifo” (1548-1549), por Tiziano
Pensar que se puede estar equivocado es muy trabajoso. Tanto como arrastrar montaña arriba la roca de Sísifo. “Sísifo” (1548-1549), por Tiziano (detalle).
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
Cada cual considera bárbaro lo que no pertenece a sus costumbres. Ciertamente parece que no tenemos más punto de vista sobre la verdad y la razón que el modelo y la idea de las opiniones y usos del país en el que estamos.
Michel de Montaigne, Ensayos (“De los caníbales”)

Julia me había llamado para que hiciera el favor de comprarle un libro, pues no tenía muchas ganas de salir de casa. Julia es una lectora impenitente. Y, de vez en cuando, me pide libros que hace años que dejaron de estar en circulación. Le encantan, por ejemplo, los trabajos de una cierta filóloga francesa; tiene varios libros de ella, pero no hay forma de conseguir aquellos que le faltan.

—Esto de los libros es horrible —me dijo al verme llegar con las manos vacías—. O los compras en el momento que salen, o desaparecen. Es lo mismo que sucede con las películas. Antes, cuando yo era joven, estrenaban una película. Permanecía varias semanas en cartelera. Y luego pasaba a varios cines de reestreno. Hoy en día la ves la noche del estreno o ya te puedes despedir de ella.

El hombre se empeña, siempre, en que su época es la mejor, y que toda la historia tiene que ser contemplada con los ojos de ahora.

—Sí, ha cambiado todo. Y sigue cambiando. Sin embargo, hay canales, en la televisión, donde puedes ver cine clásico de los años treinta y cuarenta. En blanco y negro, además. Sin que ningún absurdo manazas te coloree la película.

—Otra necia moda. No tengo nada en contra del color. Pero mira que es bella una foto en blanco y negro. Por no hablar de la belleza de la fotografía de muchas películas clásicas. No sé, se me ocurre la foto de Viridiana, Solo ante el peligro, Nebraska… Hay tantas. Espero que no se atrevan a colorearlas.

—Imagino que no osarán poner sus zarpas sobre esas películas. A los que les gustan los colorines, no creo que les agraden esas cintas. Y a quienes les gustan, imagino que serán muy respetuosos con las intenciones de los directores de las mismas. Y si éstos determinaron que se debían rodar en blanco y negro, nadie es quién para variarlas o cambiarlas. Sería como colorear los carboncillos de Leonardo da Vinci, o de cualquier otro.

—Tienes toda la razón del mundo. Pero siempre es lo mismo: las limitaciones humanas. No hay forma más clara de verlo que a través de esta y otras modas similares: el hombre se empeña, siempre, en que su época es la mejor, y que toda la historia tiene que ser contemplada con los ojos de ahora. Y ahora ya no se usa la foto en blanco y negro. Por lo tanto…

—Esas discusiones las tuve que sufrir yo en clase. Más de una vez, la chica moderna, rompedora según ella, revolucionaria e inconformista, acusó a griegos y romanos de ser unos machistas. Y por más que le decía que no se podía juzgar una época con los ojos de la otra, no había manera. Todo en color. Había dado con el filón.

—Que no era de oro sino de latón. La otra cara de la misma moneda es la memez del Presidente de México, y de algunos otros, diciendo que el Rey de España debería pedir perdón por el Descubrimiento de América y lo que allí sucedió. A veces —dijo tras unos segundos de reflexión— parece que, de tan modernos, el tiempo se ha paralizado, o va tan rápido que ha vuelto al punto de partida… Quiero decir, la Iglesia nos considera culpables, pecado original, por algo que, supuestamente, hicieron nuestros primeros padres. Y ahora estos nos quieren hacer culpables por algo que, supuestamente, cometieron nuestros abuelos. Siempre somos culpables de algo.

—Creo que fue Séneca quien dijo que no hay nada más miserable que hacer cargar al hijo con los pecados del padre.

—Sí, es verdaderamente necio toda aquella maldición que llega hasta la sexta o la séptima generación. Es de una rabia tan profunda como absurda.

—La necedad misma. Pero es esta una planta que arraiga tan fuerte que no hay forma de arrancarla. El hortelano más eficaz, como siempre, es el tiempo. Lo malo es que éste acaba con una necedad y, al mismo tiempo, siembra otra.

—Un clavo quita otro clavo. Y éste será arrancado por otro. Después de tantos y tantos años de historia, el hombre ya se podía haber dado cuenta de lo inmensamente relativo que es todo. Y de que sus opiniones tienen tanta consistencia como las de aquellos que ya se derrumbaron.

—Siempre he sospechado que, en el fondo de esto, hay un terrible miedo a la muerte. No sé cómo explicártelo. Pero al acusar a las cosas que fueron de aquello que precisamente no fueron, acabamos con el pasado, lo actualizamos, y no existe, lo negamos. No sé si me explico.

Nadie se ocupa de hablar ni de escribir bien, pero hay que decir los hispanos y las hispanas, y los trapaceros y las trapaceras.

—Un poco rebuscado me parece. Pero sí, a veces hablar de las supuestas miserias del pasado sirve para cubrir las del presente, si te he entendido bien.

—Creo que sí. Y tal vez la moda, por eso mismo, no sea más que un intento de reafirmarnos, de hacer ver que estamos vivos, y que, quizás, somos superiores a nuestros ancestros. Es un método un tanto necio, desde luego… No te puedes imaginar también la cantidad de discusiones que tuve en clase por esa absurda necedad de tener que decir “buenos días a todos y a todas” o “los alumnos y las alumnas…”. Me niego a tanta absurda redundancia.

—¡Por Dios! Otra moda más. Eso es confundir el sexo con la gramática, y la justicia con la gramática, y no sé con cuántas cosas más. ¡Pobre gramática! Nadie se ocupa de hablar ni de escribir bien, pero hay que decir los hispanos y las hispanas, y los trapaceros y las trapaceras.

—Caso contrario, ya sabes: eres un machista. Es gracioso: la primera vez que entré en casa de mis suegros, ellos no estaban. Habían ido al médico. Se hacía tarde. Y nos metimos los dos en la cocina. Cuando llegaron los suegros, acababa de sonar el teléfono. Me quedé solo haciendo la cena. Su padre, al verme, se rio con sarcasmo. Y haciéndose el gracioso, le preguntó a su hija, esa noche, si estaba segura de mis tendencias sexuales.

—Sin palabras. Aunque alguno te dirá que eso no tiene importancia, que eran otros tiempos.

—Sí, eran otros tiempos, desde luego. Pero de la misma forma que se tenía esa visión sobre unas cosas, también se tenía sobre otras. Quiero decir que había prejuicios entonces, como los hay ahora. Cada época reinventa sus palabras, su historia, y de no ir con cuidado todo se tuerce y se tambalea.

—O se construyen nuevas mentiras sobre viejas mentiras. Y éstas, por supuesto, se magnifican, o se aprovechan para ocultar otras cosas que, quizás, no interesen tanto. La realidad es muy distinta y cambiante. Por ejemplo, hace muchísimos años, cuando era joven, me inicié en la poesía de la mano de Gustavo Adolfo Bécquer. Éste, con sus Rimas, era el poeta omnipresente. Luego me pude hacer con varias ediciones de Rimas y leyendas. Y no había más: eso era Bécquer, un romántico exaltado y con la cabeza llena de fantasmas y fantasías… Gasas, nubes de oro, liras… Fue muchos años más tarde cuando me enteré, gracias a Azorín, de que tenía más libros. Y el que me faltaba por leer es excelente, Cartas desde mi celda. No sólo es una prosa maravillosa, increíble, que desconocen cuantos van por ahí con “el petimetre y la petimetra”, sino que hace un estudio clarísimo del atraso de los pueblos de España, de su incultura, de la brujería… Es una maravilla de libro. Creo sinceramente que la película de Luis Buñuel Las Hurdes, tierra sin pan, es una lógica continuación de las visitas de Bécquer a los alrededores del monasterio de Veruela. Quizás exagero, pero lo veo así. Tendría que volver a leer el libro y volver a ver la película para hablar con más propiedad.

—Ese es el problema: estar dudando toda la vida, analizándolo todo continuamente. Pensar que se puede estar equivocado es muy trabajoso. Tanto como arrastrar montaña arriba la roca de Sísifo. De ahí que pocos duden o se cuestionen algunas cosas. Por pereza mental y de todo tipo.

—Sí, porque al final de la vida te percatas de que, de tanto preguntar y cuestionar, has terminado por no saber nada, por no tener ninguna certeza, o muy pocas. Las suficientes, apenas, para sobrevivir e ir tirando hacia el cementerio.

—Es cierto. Yo, por ejemplo, he leído ya tantas biografías de Cicerón, e incluso de Julio César, que he terminado por no saber quién fue ninguno de los dos. Según quien escribe, o habla, te cuenta una cosa u otra. Y según una época, u otra, Cicerón y César, fueron esto o lo opuesto. Ahora bien, la parte positiva de todo esto es que dejas de ser un dogmático. Amén de comprender que entender a un personaje es prácticamente imposible, máxime cuando está la lengua por el medio. Y siempre lo está.

¿En qué parte de nuestros discursos o charlas o vida nos estamos equivocando nosotros?

—Es incuestionable. Está el idioma y las interpretaciones. Por supuesto. Cuando leí las Rimas —me contó sonriendo— yo era una jovencita romántica y muy enamoradiza. Pues bien, un día, en una clase de literatura, un profesor, que debía ser un tanto misógino —esto último Julia lo dijo riéndose—, nos aseguró que las oscuras golondrinas que volverán algún día son, en realidad, la inspiración del poeta. Y así, aquel profesor, muy estirado él, se cargó una de las rimas más preciosas de Bécquer… Volverán las oscuras golondrinas… Yo, en justa compensación, pensé que ese buen hombre, profesor para más señas, no había tenido suerte con las mujeres, o con su mujer. Tampoco la tuvo Bécquer, dicho sea de paso.

—Pues algo parecido me sucedió el otro día a mí con Julio César. En un reportaje, cierta profesora, tratando de acercarlo al personal, lo definió como un grafitero genial. Por aquello del Veni, vidi, vici.

Como broma no está nada mal. Lo malo es cuando las bromas se dicen en serio, y otros se las creen. O cuando ni el que las dice las toma como bromas sino todo lo contrario. Como está sucediendo con el término reconquista, o incluso el nombre de España. Qué pena. No sabes cuánto disfrutaba yo en clase leyéndoles a los alumnos romances populares sobre moros y moras y demás… Una reconquista que dura setecientos años. ¿Por qué será?

—Tal vez porque España era una moza dura de pelar.

—Es una buena explicación. Ahora bien, ¿en qué parte de nuestros discursos o charlas o vida nos estamos equivocando nosotros? ¿Todo cuanto decimos son tonterías que no tienen la más mínima importancia?

—Probablemente sea así. Y eso es lo que me frustra en más de una ocasión: salgo de clase sabiendo que lo que he explicado no es del todo correcto; pero tampoco sé cómo hacerlo mejor, o necesitaría muchas clases para matizar, aclarar… pero el curso es corto, los exámenes están ahí. Insatisfacción perenne. Y a los estudiantes lo mismo les da esto que aquello.

—Te comprendo. Por suerte todavía tenemos cosas tangibles y ciertas: en la cocina te esperan unas cuantas alcachofas y varios huevos. Me apetece una frugal tortilla de alcachofas. A la cual mañana opondremos, por eso de la relatividad, una de patatas.

—Dejemos que la cena absoluta se retrase unos cuantos años. Vamos a los fogones que tripas llevan pies.

 

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