No hay momento en nuestra vida que no deba estar presidido por la justicia.
Cicerón, Sobre los deberes.
Mi primo, el hijo de mi tía abuela Julia, me llama muy a menudo. Trabaja muy lejos de la patria, y está preocupado por su madre. En alguna que otra ocasión me comentó la conveniencia, a fin de que estuviera vigilada, de llevarla a una residencia. Julia se negó. Y yo tranquilicé a mi primo haciéndole ver que voy a visitarla con mucha regularidad. Le dije, además, que me quedo con ella cuando lo considero necesario, o mi permanencia no le disgusta o alarma. Un difícil equilibrio.
Poco antes de aquellas memorables navidades, y un mes antes de la posible llegada de mi primo y su familia, tuve o tuvimos suerte: Julia se había embarcado en la lectura de un libro que la tuvo muy ocupada. Y no sólo la tuvo ocupada sino que le dio motivo para seguir leyendo más y más. Entonces era ella quien me llamaba a fin de discutir conmigo sus pensamientos o las conclusiones sacadas de las diversas y varias lecturas. A mí me resultaba enternecedor, estimulante e interesante, y no sé cuántas cosas más, que una persona de la edad de Julia se dedicara a tamañas lecturas. No obstante, la cosa venía de lejos.
Hay cosas que son ciertas y otras que no lo son. ¿O no es así?
—Supongo —le dije una vez— que algo muy bueno debo de haber hecho en esta vida cuando merezco ser partícipe de estas cosas tuyas.
—¿De qué hablas? ¿A qué te refieres? —me preguntó un tanto intrigada, pero esperando, de alguna forma, lo que le iba a decir. Se lo noté en su leve sonrisa.
—Por regla general, cuando se reúnen dos o más personas, se dedican a hablar mal del pariente que está ausente. Contigo jamás me ha pasado esto. Todo lo contrario: hablamos de lo que, seguramente, ni en las aulas se habla.
—¿Y a qué pariente vamos a poner como chupa de dómine, alma de cántaro? Ni nos han hecho daño, ni nos lo pueden hacer ya. Y tu primo es una buena persona. Nada más.
—Está claro. Y tú y yo somos lo mejor de lo mejor.
—Ahí le has dado. Aunque en esta vida todo es mejorable. Pero vayamos al asunto que nos atañe. Y que no es este.
—A eso he venido.
Me sonrió dándome a entender que no hacía falta que añadiera nada más. No lo hice.
—Como recordarás, espero —continuó—, nuestra última conversación giró en torno a los Graco, a las reformas agrarias que éstos intentaron llevar a cabo en la Roma republicana y en contra del senado. Y cómo dicho intento les costó la vida a los dos hermanos.
—Trataron de legislar en contra de los poderosos. Y éstos, con todas las armas en sus manos, no lo permitieron.
—Exacto. Me dijiste entonces, en la última conversación, que los Graco fueron, y son, unas figuras controvertidas. Unos los consideran unos buenos legisladores, que trataban de ser justos y equitativos con toda la sociedad, y otros los tienen catalogados como unos verdaderos bandoleros, puesto que se saltaron las leyes a la torera.
—Sí, así es. Esta historia, su visión, parece el poema aquel de “nada es verdad y nada es mentira: todo es del color del cristal con el que se mira”. Cito de memoria.
—Te lo puedes ahorrar: ese poema siempre me ha parecido una paparrucha propia de mentes perezosas.
—¿Quieres decir —pregunté intrigado— que hay verdades absolutas?
—No me vengas con trampas lingüísticas, por favor. Hay cosas que son ciertas y otras que no lo son. ¿O no es así?
—Supongo que sí.
—Supones. Pues bien, supongamos. A mí tampoco me gusta quedarme con mi primera impresión. Me gusta, por el contrario, contrastar mis ideas, saber si tengo razón o no. Y por qué, en ambos casos.
—Rectificar es de sabios. E indagar.
—Exacto. He indagado más sobre los Graco. Y leyendo libros sobre ellos me enteré de que Cicerón, Marco Tulio Cicerón ni más ni menos, también habla en una obra suya de estos dos hermanos. O sobre estos dos hermanos.
Al principio de la democracia, en este país, tras la muerte del dictador, cualquier pensamiento o acción que se desease desbaratar era calificada de pro etarra o pro terrorista.
—Imagino que, dada su posición social, no lo hará nada bien.
—No se centra en el asunto, al menos en el libro que yo he leído, Sobre la amistad. Ahí se limita a decir que la amistad no es excusa para cometer acciones malvadas o ir contra la patria, como hicieron los Graco, pero no su pariente Tuberón y otros amigos, que los abandonaron precisamente por sus ideas y proyectos.
—Ya. La amistad se tiene que basar en la virtud. Si no recuerdo mal.
—Lo cual contradice aquel cuento de El conde Lucanor, no sé si lo recordarás. Un padre trata de demostrarle a su hijo que no tiene verdaderos amigos. Para eso finge haber matado a una persona, y recurre a varios amigos a fin de que lo encubran. Sólo uno, el buen amigo, se atreve a ello enterrando el falso cadáver en el corral de su casa. Esa es la verdadera amistad para el cuentista de don Juan Manuel. Para Cicerón la verdadera amistad no está por encima del crimen ni de las acciones deshonestas.
—Y los Graco no fueron ni virtuosos ni leales. Se rebelaron contra su concepto de república.
—Es curioso cómo se repiten las cosas a lo largo de la historia. La pereza mental, querido, el espejito. Y resulta curioso que hasta el mismo Cicerón recurriera a ellas. Esas cosas a las que me refiero son la médula de la pereza mental, repito, y, por lo tanto, del sofisma. Recuerdo que, al principio de la democracia, en este país, tras la muerte del dictador, cualquier pensamiento o acción que se desease desbaratar era calificada de pro etarra o pro terrorista. Con eso ya quedaba descartado y arrojado al lodazal, sin más, cualquier razonamiento o cualquier posición que no fuera favorable a este o a aquel. El matrimonio homosexual era pro terrorista, como lo era el teléfono móvil, dado que servía para que los terroristas se comunicaran entre sí. Sin palabras. En la época de la dictadura, todo lo contrario a ella era debido a una conjura judeomasónica o comunista. Hoy todo lo que no sea favorable a ciertos políticos es propio de quienes quieren “romper España”, como si ésta fuera un cromo, cerrando así toda discusión. Y en la época de Cicerón la bestia negra, la etiqueta de apestado, consistía en decir que alguien quería convertirse en rey de Roma, tabú en aquella época. Cicerón, pues, también les carga el sambenito a los Graco. A partir de ahí se justifica cualquier acción nefasta contra ellos. Hasta su muerte, desde luego.
—Como ya te dije en la anterior ocasión es difícil sustraerse al propio tiempo.
—Algunos tienen la obligación de hacerlo.
Dicho lo cual, se puso sus gruesas gafas y abrió una libreta donde tenía anotadas muchas y varias cosas. La página que necesitaba estaba señalada con una pegatina amarilla, que sobresalía de las hojas. La letra era grande y de cuidados trazos. Leyó con suma atención.
—“Toda doctrina que quiera tratarse metódicamente debe arrancar de la definición, para que se entienda bien el objeto de la discusión”. Son palabras de Cicerón, sacadas de su libro Sobre los deberes.
—Tal vez —le repuse—, si no dice nada sobre las leyes en el libro que trata de los Graco es porque en éste defiende otra cosa; la amistad, si no recuerdo mal.
—Cicerón de inocente no tiene nada. Escoge sus ejemplos con mucho cuidado. Era, como sabes, un homo novus. Y, perdóname, pero no te puedes imaginar cómo me recuerda a nuestra historia, al famoso Torquemada: no hubo peor inquisidor que el judío converso. Y Cicerón, como recién llegado, como homo novus, hace una encendida defensa de la aristocracia a la que está loco por pertenecer. Quizás por eso no define las leyes. ¿O lo hace en otro libro?
—No lo sé, Julia, de verdad. Hace muchos años que leí a Cicerón, y muchas de las cosas que me dices ni las recuerdo. Lo miraré.
—Tampoco hace falta ser ciceroniano, aunque lo vamos a seguir, para llegar a donde quiero. Y espero que aquí sí que me podrás ayudar: ¿qué son las leyes? ¿Quién las hace? ¿Para quién y contra quién se legisla?
—Difícil pregunta. Imagino que las leyes, como toda creación humana, son hijas del tiempo y del momento. Y revisables, por lo tanto.
En esta vida hay dos cosas realmente difíciles por no decir imposibles: conocerse uno a sí mismo, y ser justo.
—¿No hay leyes inmutables? ¿El derecho natural? ¿No matarás, por ejemplo? Ya, ya; no me contestes. Habría que buscar a Cicerón y que nos definiera qué es derecho y qué es natural. Porque lo de no matarás ni quienes adoran al que dio los diez mandamientos, ordenándolo así, lo han respetado.
—Sí, tienes razón —dije sonriendo—. Se hacen leyes, y luego, como dicen los necios políticos de hoy en día, se matizan, es decir, se desvirtúan. Creo recordar que la ley natural, según tu amigo Cicerón, es aquella que se adecua a sus intereses, al inmovilismo: la naturaleza ha puesto a cada uno en su lugar, y tratar de salir de él es antinatural y, por lo tanto, punible. Él, no obstante, no se conformó con su puesto.
—Creo sinceramente —me dijo mirándome a los ojos— que en esta vida hay dos cosas realmente difíciles por no decir imposibles: conocerse uno a sí mismo, y ser justo.
—No te falta razón.
—Ahora bien —dijo cerrando la libreta y haciendo amago de levantarse—, una sociedad buena y justa quizás lo sea cuando trate por todos los medios de serlo. Y ni es conveniente comer tras un atracón de comida, ni es conveniente que legislen unas personas tan nefastas y maleducadas como las que tenemos en el poder. Legislan para ellos, para conseguir su absolución. Contra eso también lucharon los Graco, Tiberio sobre todo: quería que los tribunales que juzgaban a los senadores corruptos, los que volvían de administrar una provincia, cargo que todos ansiaban por las posibilidades de robar sin cuento ni medida, estuvieran formados no por los mismos senadores sino por la clase ecuestre. Quería acabar con las malas costumbres. Pero como esa medida podía acarrear la condena de muchos senadores, sirvió para acusarlo de “querer erigirse en rey de Roma”. Y acabaron con él. Con engañifas y mentiras. Eso mismo te explica que bastantes políticos actuales, tras una vida de tropelías y engaños, se vayan a sus casas tan blancos e impolutos como si acabaran de tomar la primera comunión: esos mismos politicastros, o el partido al que pertenecen, han nombrado a ese remedo de jueces que tienen que fingir que los juzgan, y han hecho las leyes a la medida de sus descaros. Luego, por supuesto, logrados sus fines, nos presentan la Justicia como algo que hay que acatar, como algo venido de las alturas celestiales, indiscutible. Y quien no actúa así, quien no la acata, quiere romper España. De pena. Y dejémoslo ya. Vamos a engordar a Minerva, querido sobrino.
Me esforcé en la cocina por rebajar un poquito la triste amargura de Julia. Tarea difícil, pues no dejaba de reconocer cuánta razón le asistía.
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