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Diálogos con Julia (III)
Julia y la verosimilitud

martes 6 de agosto de 2019
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Julia y la verosimilitud, por Vicente Adelantado Soriano
Hay que ser muy bueno para prestarse o someterse a tantas tonterías y que no se note.
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
Quantum est in rebus inane! Traducía una señora: “¡Cuántos enanos hay en Reus!”.1
Mariano José de Larra, Rehiletes.

No tengo más familia que mi tía Julia y su hijo, mi primo. Julia, aunque lo disimulaba como mejor podía, estaba ansiosa por la llegada de las Navidades: a su edad ya no se hacía ilusiones sobre las fiestas que le quedaban sobre la tierra. Y tenía ganas, muchas, de ver a su hijo, que trabaja en otro país. Siempre pensaba que aquella Nochebuena, la que fuera tras su partida, iba a ser la última que cenaran juntos. Yo me abstenía discretamente de asistir fingiendo cualquier absurdo viaje a distintos monasterios benedictinos. Aquel año, sin embargo, Julia me rogó que me quedara con ellos. Me lo pidió de tal forma que no pude negarme. Y menos mal que no lo hice: mi primo no pudo venir a España: atrapado por las inclemencias del tiempo, y por una pequeña huelga, se le pasó el tiempo en andenes y aeropuertos intentando llegar a casa de su madre. No lo consiguió.

Yo sí lo hice. Llegué a casa de Julia bien pronto y con un par de paquetes, pues ni que decir tiene que iba a ser yo quien hiciera la frugal cena.

Nosotros somos los restos de un naufragio, aunque tú todavía eres joven…

—A mí me gustaría —me dijo tras darme un par de besos y ofrecerme un aromático café— que saliéramos a pasear un rato. Por el centro, si es posible.

—Por supuesto que es posible.

Julia se arregló lo mejor que supo, y sabía, con la mejor ropa que tenía, y salimos a la parada del autobús. En el centro, paseamos por entre la gente, las luces navideñas y los mercadillos. En un puesto me compró un pequeño detalle, y volvimos a casa.

—A mí siempre me han gustado estas fiestas —me dijo ya sentada en el sofá—. Y siempre me ha parecido una necedad eso que se puso de moda hace algunos años, lo de decir “yo no creo en la Navidad”. ¿Qué significa tamaña estupidez?

—Imagino —le contesté— que quien lo dice está confesando que no es creyente.

—Yo tampoco lo soy, y me gustan las Navidades. Creer en ellas o no, me parece, es tan tanto como creer en el verano o en el invierno: es decir, es algo que tiene que venir, y vendrá. No hace falta fe.

—No sé. Tal vez a quien dice eso le molesten las reuniones familiares, las cenas y todo el boato de estas noches.

—Bueno, pues entonces se dice que a uno no le gustan las cenas con su familia, y no se mete a la fe por el medio. Tú —dijo cambiando de tono, más risueño ahora— tampoco eres muy partidario de estas fiestas.

—Sí, sí que lo soy, Julia. Y me gustan. Me pasa un poco lo mismo que a ti —le dije sonriendo, dándole a entender que había entendido su juego—: me gusta pasear por entre la gente, verla feliz cargada con sus paquetes, oír los villancicos en los mercadillos, ver la iluminación de las calles… todo eso tiene un toque triste y melancólico que me agrada mucho.

—Y te trae viejos y cargados recuerdos —añadió sonriendo—. Nosotros somos los restos de un naufragio, aunque tú todavía eres joven… Dime, ¿cuáles han sido las mejores Navidades de tu vida?

—Navidades ninguna. Pero, sí, la Nochevieja que la convencí para quedarnos solos los dos en casa, sin amigos, sin parientes, sin nadie… todavía no estábamos casados. Fue precioso.

—No hay nada como estar enamorado.

—O ser un niño. Cuando yo era pequeño, el Día de la Madre se celebraba el ocho de diciembre, ¿te acuerdas? Un año, apenas si sabía escribir por entonces, el maestro, un sábado, que no había escuela, nos reunió a quienes quisimos ir en nuestra aula. Tenía ésta unos enormes ventanales, daban a las lejanas y azuladas montañas. D. Dionisio, el maestro, había llegado antes que nosotros. Puso la estufa en marcha, y colocó la piel de una naranja, pelada en espiral, sobre el tubo de la estufa. Se estaba muy bien en aquella clase. Y en medio de un gran silencio, un silencio maravilloso, comenzamos a hacer, con cartulinas y colorines, una postal para felicitar a nuestras madres, por su día, y otra para tenerla guardada para cuando llegaran las Navidades. Yo demoré mi cartulina todo cuanto pude. Se estaba tan bien allí dentro.

—Sí, a mí también me gustaba mucho ir al colegio…

—Pero ¿sabes lo que recuerdo sobre todo? Que cuando salí de la escuela estaba nevando. Me fui corriendo a casa, llevando mis postales en la cartera. Y poco antes de llegar a mi calle, me tropecé con un charco helado, bastante ancho. Sin pensarlo dos veces, tomé carrerilla y lo salté. Sin resbalarme ni caerme. Aquello fue una proeza para mí. En cuanto llega el mes de diciembre me acuerdo de aquel charco, de mi carrera, del miedo a caerme y de la alegría de haber logrado salvar la placa de hielo… Una tontería, sin duda.

Estas series televisivas me recuerdan a los folletines del siglo XIX: alargan la historia semana tras semana, crean intriga donde no hay, se saltan todas las reglas de la poética, no te digo dónde queda el principio de verosimilitud.

—Me encantan esas tonterías. Creo que son las que definen una vida. Al menos la vida de la inmensa mayoría de la población.

—¿Tú crees?

—Sí, lo creo —dijo riéndose—. No, no me río de tu anécdota. Me estoy riendo porque una amiga lejana, de no muchas luces, la verdad, y que se cayó en un charco, de ahí la asociación, me llamó el otro día para recomendarme que viera una serie de televisión que, según ella, es una maravilla, el no va más de las series españolas para televisión.

—Y es obvio que a ti no te gustó.

—Me gustaron los actores. Mucho. Unos más que otros, desde luego. Porque hay que ser muy bueno para prestarse o someterse a tantas tonterías y que no se note. ¿Tú ves series en la televisión?

—No tengo paciencia. Terminan por aburrirme.

—Ese es el problema. Hay un refrán que define a la inmensa mayoría de las series: tanto me lo peino que, al final, me lo enredo. Es curioso lo que sucede: cada día los aparatos electrónicos son más pequeños y más eficaces. Por el contrario, las novelas, las películas y las series tienen que ser largas, infinitas… y todo lo que ganan en longitud lo pierden en profundidad.

—Imagino que no todos pueden escribir Guerra y paz o Fortunata y Jacinta. Por no hablar de El ingenioso hidalgo

—No, desde luego. Hace falta un pulso muy firme para eso. Y tener la cabeza muy llena y muy bien puesta.

—Y ser un buen escritor.

—Por descontado. Viendo esta serie que me recomendaron, y que no te recomiendo a ti, pensé que la historia se repite de una forma cruel, burda y mezquina. ¡Por Dios! Estas series televisivas me recuerdan, y mucho, a los folletines del siglo XIX: al igual que aquellos, las series alargan la historia semana tras semana, crean intriga donde no hay, se saltan todas las reglas de la poética, no te digo dónde queda el principio de verosimilitud, y hacen que todos los personajes sean protagonistas, así salgan Aladino y los cuarenta ladrones con sus esposas y amantes. Una ensaladilla rusa para cinco mil comensales. Indigesta. ¡Ah!, sin olvidar el sexo, por supuesto. Y ahí sí, ahí las uniones son tan inverosímiles que hacen creíble la historia de la buena de Pasifae con el toro enamorado de la luna, nunca mejor dicho.

Nos reímos los dos de buena gana.

¿Sabes cómo me justifica mi amiga el consumo de series? Pues que para ver telediarios y enterarse de que los políticos nos roban, prefiere más ver esas estupideces.

—Me imagino —dije riéndome todavía— que llamarías a tu amiga, la que se cayó en el charco, y la pondrías como chupa de dómine.

—No. Me limité a hacer una pequeña crítica. A lo que ella me objetó, escandalizada, que esa serie había ganado no sé cuántos premios prestigiosos. Le respondí que también a Echegaray le dieron el premio Nobel de literatura, y que hoy nadie se acuerda de él. Y nadie, por supuesto, lo lee.

—Cuánto de inane hay en las cosas.

—Mucho. Es como esas cenas que se van a celebrar esta noche en la mayoría de las familias.

—No me hables. Un horror. Odio los banquetes.

—Yo también: se rompe la armonía, se cae en el desenfreno, en lo inútil, y eso, dejando el estómago de lado, y yendo más arriba, nos lleva a la necedad y a la estupidez. ¿Sabes cómo me justifica mi amiga el consumo de series? Pues que para ver telediarios y enterarse de que los políticos nos roban, prefiere más ver esas estupideces.

—Existen los libros y la música, y los amigos, las calles para pasear…

—Y la moderación. Y hablando de ella, ¿qué vas a hacer esta noche para cenar? ¿O prefieres que sea yo quien cocine?

—Te voy a hacer la mejor tortilla de alcachofas que te has comido en tu vida. Al menos, te la voy a hacer con todo el cariño del mundo.

—Que es mucho. Seguro que ese charco también lo salvas.

—Sí. Lo intentaré. Además, he traído una botella de vino que es una delicia. Lástima que no esté aquí mi primo.

—No nos pongamos tristes.

—Además, esta noche me voy a quedar aquí. Tengo muchas cosas que contarte.

—Me encanta oírte.

—Primero la cena. Vamos allá.

—Ya se me está haciendo la boca agua.

 

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Notas

  1. “Cuánto de inútil hay en las cosas” (Persio, Sátiras 1,1). La chistosa traducción se reproduce de manera ampliada en la fábula CVIII de Fábulas (1861), de Miguel Agustín Príncipe (1811—1863). Nota en Obras completas de Larra, p. 1.167. Ediciones Cátedra, Madrid, 2009.
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