Para Raquel y Lorena Fores
Feliz es quien se contenta con lo presente, sea lo que fuere.
Séneca, Sobre la vida feliz.
Nunca me he sentido más impotente, imagino que al igual que el resto de los mortales, que cuando, y no por compromiso, he tenido que asistir a algún que otro entierro. Nunca he sabido qué decir en esos momentos. Máxime si el pariente del difunto se me ha tirado al cuello y me ha abrazado como quien se coge a una tabla de salvación. Es cierto que, con el paso del tiempo, se aprende que tampoco las palabras son tan importantes, al menos en determinadas situaciones: sencillamente basta y sobra con la presencia. ¿Qué otra cosa se puede hacer? Es esta una de las tantas limitaciones que tenemos los humanos.
Sin un personaje secundario no existiría el protagonista. ¿Has pensado alguna vez en don Quijote sin Sancho Panza?
Siempre que he hablado con personas dedicadas al cine o al teatro, invariablemente me han dicho lo mismo: es más fácil para un actor llorar que reír. Y, en consecuencia, es más fácil provocar el llanto que la risa. Las primeras veces que oí semejantes cosas no di crédito a quien me lo decía. Pero, con el paso del tiempo, como siempre, fui percatándome de la verdad del aserto: a lo largo de la vida siempre se presentan situaciones en las que se tiene que poner cara de circunstancias, sean éstas buenas o malas. Y, sí, efectivamente resulta más fácil poner mala cara en un sepelio que reírse en una situación que maldita la gracia que tiene.
Tal vez lo más sencillo sería, en toda ocasión y momento, poner siempre la cara que nos sale del alma. Siempre y cuando fuera posible vivir en una sociedad en la que no se admitiera la hipocresía, o no fuera ésta tan necesaria como el aire que respiramos.
—Lo terrible de la situación —me dijo Julia oyendo un pequeño resumen de aquellas meditaciones— es cuando nos mentimos a nosotros mismos, cuando nos creemos las mentiras que estamos diciendo a los demás.
—Sí, los sucedáneos pueden llegar a suplir a los verdaderos medicamentos.
—No pasa nada siempre y cuando sean beneficiosos para el organismo. Y ten en cuenta que todo esto no deja de ser palabras. Al fin y al cabo, los sucedáneos pueden ser tan importantes como los medicamentos mismos. De hecho, sin un personaje secundario no existiría el protagonista. ¿Has pensado alguna vez en don Quijote sin Sancho Panza? ¿Y en éstos sin la venta de Palomeque?
—No. Está claro que tanto el uno como el otro se van definiendo a lo largo de esos capítulos, y de su confrontación. Quitarles algo sería dejarlos un poco impedidos.
—Por cierto —dijo con el tono de quien va a cambiar de tema—, el otro día la inefable amiga que me informa de todas las novedades televisivas me habló maravillas de una película interactiva; se estrenó estas pasadas Navidades.
—No me digas que ya la has visto.
—Tengo mucho tiempo libre. Todo el día. Y muchas aficiones. Sí, la he visto, aunque no hasta el final. Me ha parecido una mamarrachada. Lo que pretende esa película, pero con mucha más inteligencia, ya lo hizo Cervantes, hasta donde pudo, en el Quijote. Sin la pesadez de volver atrás y ver la acción que no hemos escogido.
—No me estoy enterando de nada.
—En la película, en momentos determinados, te dan a escoger, a ti como espectador, dos opciones: el hijo mata al padre, por ejemplo, o el hijo no mata al padre. Pero escojas la que escojas, verás las dos opciones. La película, pues, se me hizo más larga que Los diez mandamientos junto con Lo que el viento se llevó. Y total para nada.
—Y tuviste que disimular ante el innegable entusiasmo de tu amiga.
—No, no disimulé. Hay gente que para hacer ver que está al día, y que no envejece, alaba todo cuanto sale de nuevo… Antes sí que lo hacía, lo de disimular: sonreía, ponía cara de circunstancias, y no daba mi opinión: hay personas que no soportan que se les lleve la contraria. No valía la pena romper amistades por semejantes tonterías. Es más sencillo apagar la televisión. Ahora no disimulo, pero soy muy moderada. Nunca me extralimito. Creo.
Los regalos, en contra de lo que piensa la gente, son una cosa muy delicada.
—Eso me recuerda —dije sonriendo con una cierta melancolía— mi actitud ante algunos regalos de boda que nos llegaron en su momento. Los tuvimos que guardar para que mi suegra no se enfadara. Eran horribles e inútiles. Había un cajón con cosas feas que se ponían sobre los muebles cuando iban a venir determinadas personas a casa. Pero yo me harté de la situación y lo tiré todo a la basura.
—Sí, los regalos, en contra de lo que piensa la gente, son una cosa muy delicada. Por cierto, ¿cuál es el mejor regalo que te han hecho en la vida?
—¡Vaya pregunta! No sabría responderte… Imagino que en cada momento de mi vida me ha hecho ilusión una cosa distinta…
—Claro, es cierto. He preguntado una estupidez.
—No, no es una estupidez. Verás, yo no veo tantas películas como tú. Pero hay una película cuyo final me impactó de forma muy especial. Ciudadano Kane, de Orson Welles.
—Una buena película, indudablemente.
—Me aturdió la escena final, cuando el protagonista, en el lecho de muerte, y con el último suspiro, recuerda el trineo que tuvo de niño, su juguete de la infancia arrojado a una hoguera… quizás todo lo demás no había valido la pena… o fue un mal sucedáneo de juguete para recuperar aquel trineo.
—Es una interpretación.
—Sí. Con aquella escena, me acordé de una lejanísima tarde. En el pueblo. Mis padres criaban gallinas. Fui yo al gallinero a ponerles agua y comida. Al lado del gallinero había un cuarto trastero. Y allí, tirada en el suelo, me encontré una ametralladora de madera, regalo de unos Reyes Magos, que disparaba balas de plástico. Durante algún tiempo fue mi juguete favorito. Iba con ella por toda la casa disparando y matando a todo bicho viviente. Y cuando la vi de nuevo, ya inservible, me percaté de que la había olvidado, de que el tiempo corría, y de que desapareceríamos todos por mucho que nos quisieran. Fueron unos momentos terribles. Ciudadano Kane, muchos años después, me retrotrajo a aquella lejana tarde. Pero eso sí, cuando el día 6 de enero salí al balcón a ver lo que me habían dejado los Reyes, aquel juguete fue un regalo precioso.
—Los regalos los carga el Diablo.
No plantees cuestiones estúpidas. Estás aquí, me encuentro muy a gusto contigo, y has sido no el buen regalo de estas Navidades sino el de muchas otras. ¿Queda claro?
—No siempre. Aunque es inevitable ver en ellos la mano que los movió… Y ya sé que no he contestado a tu pregunta. ¿Sabes cuál ha sido el mejor regalo de estas Navidades, dejando de lado nuestros mutuos detalles?
—No me digas que estar conmigo…
—Olvidémonos de nosotros. No. Ha sido un regalo intangible, sin dedicatoria, pero que me ha sabido a gloria: el otro día salí a pasear, y me encontré con una ex alumna. Me saludó con efusión y cariño, y me propuso volver al museo donde llevé a su curso una tarde, o varias veces… Esta chica llamó a otras compañeras, dos nada más; y, juntos, volvimos al museo. Allí incluso una de las chicas explicó el cuadro que escogió entonces para ilustrar a toda la clase. Fue una mañana preciosa. Me sentí halagado por el buen recuerdo que tenían de mí aquellas personas. Como el que tenía yo por mi destartalada ametralladora.
—Creo que es un buen regalo. Diría que magnífico.
—Pienso lo mismo. Eso me hace valorar otras situaciones, y no considerarme un sucedáneo.
—¡Ah, no! ¡Te equivocas conmigo! —saltó Julia como si le hubiera clavado una aguja en alguna pierna—. Vale que no ha venido mi hijo, tu primo, por problemas con las nevadas y las huelgas. Pero con él o sin él ni de lejos eres un sucedáneo de nada. Y no me hagas la necia pregunta de a quién quieres más, si a tu papá o a tu mamá. No plantees cuestiones estúpidas. Estás aquí, me encuentro muy a gusto contigo, y has sido no el buen regalo de estas Navidades sino el de muchas otras. ¿Queda claro?
—Sí. Más que el agua.
—Pues a la cocina, que comienzo a tener hambre. Y arréglate con lo que hay en la nevera. Y no pidamos gollerías ni cotufas en el golfo.
—Déjame, por lo menos, que te dé un beso.
—Todos los que quieras.
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