

Por ello hay no sé qué dentro de mí, oculto en el fondo de mi alma y de mi sentimiento, por lo que este lugar [Arpino, el de su nacimiento] me agrada quizás más, y es que también aquel ingeniosísimo varón, según se cuenta, por ver su Ítaca rechazó la inmortalidad.
Cicerón, Las leyes.
La cena fue ciertamente frugal, muy alejada de cualquier exceso. En realidad, no hubo ninguna diferencia entre la cena de fin de año, y una cena de un día cualquiera. Terminada ésta, con dos tazas humeantes de olorosas hierbas, nos sentamos, Julia en el sofá, y yo en una butaca colocada frente a ella. No nos gusta dialogar sin vernos las caras, o acabar con tortícolis por los intentos de vernos el uno a la otra, y viceversa.
—Esta mañana —me dijo Julia apenas tomó asiento— un viejo conocido ha estado enviándome mensajes cada dos por tres.
Lo mejor, como siempre, es hacer lo que te apetece sin esperar nada de nadie.
—¿No querría venir a cenar contigo y le he estropeado yo el plan? —le pregunté risueño.
—No, qué va. La amistad con este hombre no llega para tanto. Ni con ninguno. No, los mensajes que me ha mandado eran todos, cómo te diría, poéticos, preñados de añoranza sin llegar a la tristeza… una especie de felicitación por el año nuevo, larga y con su toque de melancolía.
—¿Y has contestado a esos mensajes?
—Por supuesto. Qué preguntas haces. Yo siempre contesto, aunque sólo sea por deferencia y educación… Te iba a decir que soy una mujer de otros tiempos; pero en todos los tiempos han existido los maleducados.
—Hay personas a las que no les gusta escribir. O les supone un esfuerzo enorme hacerlo.
—Sí, supongo que por eso se han inventado los emoticones, o como se llamen esos absurdos símbolos actuales. O los necios “¡jaja, jaja, jaja!”. En mi vida he visto a tanta gente reírse sin ganas.
—Bueno. Lo mejor, como siempre, es hacer lo que te apetece sin esperar nada de nadie. Escribe y no esperes respuesta; di buenos días al entrar en algún sitio, y no te sorprendas de que nadie te conteste. Al fin y al cabo no lo van a hacer.
—Sí. Es un poco triste; pero tienes razón.
—¿Y qué decían los mensajes de ese amigo tuyo, si puede saberse?
—Sí, claro que puede saberse. Este hombre es un poco más joven que yo, bastante más. Toda la vida, por otra parte, ha hecho mucho deporte. Añade a eso que ha tenido mucha suerte, y nunca ha estado enfermo. Actualmente sigue haciendo deporte. No, por supuesto, con la intensidad que lo hacía antes; pero sí que camina, o sale con la bicicleta todos los días. Es primordial para él.
—Eso está muy bien. Mens sana, etc.
—Sí. No te lo discuto. Este hombre, Ramón para más señas, es emigrante.
—Vaya novedad. Como todos nosotros. Somos hijos de nómadas. Y tenemos sangre de cuarenta mil tribus. Otra cosa es que no se quiere reconocer por ignorancia o por inconfesables intereses económicos o políticos.
—Tranquilo. No hace falta que me lo expliques. Lo tengo claro desde hace muchos años.
—Perdón. Sigue.
—Este hombre, Ramón, hace algún tiempo redescubrió su pueblo natal. Hacía años, muchísimos años, que no aparecía por allí. Pero un día pasó cerca del pueblo, se le ocurrió caminar por sus calles y, según dice, notó una cosa harto extraña. Al menos a él le llamó la atención.
—La llamada de la tierra.
—Eso se puede interpretar en un doble sentido. Pero creo que por ahí van los tiros. En los dos sentidos. Según me contó, recorrer las calles de su infancia le removió todos los recuerdos. Acabó sollozando por todo aquello que pudo haber sido y no fue. Son sus propias palabras. Recordó el dolor de tener que abandonar el pueblo, los amigos de la infancia, su escuela… todo. Y, como no podía dejar de suceder, culpó a sus padres una vez más.
—Un poco absurdo, ¿no crees? Ya no tenía vuelta atrás.
Los enemigos del conde Drácula, para acabar con él, van destruyendo sus ataúdes, es decir, sus raíces.
—A veces nos vence la irracionalidad, ¿qué quieres que te diga? Ramón fue consciente de ello. Y era consciente del enorme sacrificio que hicieron sus padres por él. La vida que ha llevado Ramón comparada con la que llevaron sus antepasados es como comparar a un siervo de la gleba con un rico actual.
—Un poco exagerado.
—Empleo sus propias palabras. Al menos las de un momento determinado. Pues cierto es que, con el paso del tiempo, cómo no, se ha ido moderando: ya no culpa a sus padres de nada; todo lo contrario. Y cuando vuelve al pueblo, según me cuenta, tiene sentimientos encontrados: una fuerte melancolía, muy agradable, según él, y que, al mismo tiempo, le da fuerzas. Ahora dice que necesita volver al pueblo cada cierto tiempo. Y siempre regresa de allí limpio y renovado.
—Como sabes la fuerza de la tierra es mucha. Recuerda el mito de Drácula. A este pobre hombre, como a otros muchos, el cine lo ha echado a perder. Pero te recuerdo que cuando sale de Transilvania, camino de Inglaterra, se lleva diez ataúdes con tierra de su país. Todas las noches tiene que dormir en uno de esos ataúdes, distribuidos por Londres. Sus enemigos, para acabar con él, van destruyendo los ataúdes, es decir, sus raíces.
—Sí. Tienes razón. No hace mucho una vieja conocida, que es un poco tonta, se fue con un grupo, un viaje organizado, a Japón. Y la muy necia, durante una visita, se separó del grupo y se perdió. En la vida, según me contaron, una persona se ha sentido más sola, desvalida y desamparada, dejemos las guerras y la infancia de lado. No entendía los carteles, lógicamente. No entendía a la gente, no tenía a quién preguntar. No sabía nada. Nada le era familiar o conocido. Ni entendía ni la entendían. Desesperada, estalló en sollozos, se desmayó, y la policía terminó por llevarla al consulado… ¿No te recuerda nada?
—No. Yo lo más lejos que he ido ha sido a Holanda, y allí utilizan nuestro abecedario. Mal que bien, siempre sabía dónde estaba.
—No, no me refiero a tus viajes. Tú has hablado del conde Drácula, tratémoslo como se merece que nunca se sabe a quién se puede necesitar en esta vida —me dijo sonriendo—. Hay que tenerlo en cuenta. Pero cuando esta conocida me contó su pérdida por Japón, su desaliento, el desamparo que sintió, perdida en una ciudad que no conocía, y con un idioma y unas grafías que no entendía, recuerdo que evoqué, muy vagamente, el mito de Alcioneo. No tenía un recuerdo nítido, claro; no sabía exactamente lo que pasaba; pero inconscientemente asocié a Alcioneo con la anécdota de esta mujer. Intrigada eché mano del libro de mitología que me regalaste, una maravilla, por cierto, y sí, allí estaba, la importancia de la tierra. Alcioneo fue un gigante que se enfrentó a Heracles. Éste, aconsejado por Atenea, arrastró a Alcioneo lejos de su patria para poder matarlo, pues allí, en su país natal, cada vez que caía a tierra, recuperaba sus fuerzas, y la pelea comenzaba de nuevo. ¿No te parece que es un mito bellísimo?
—Como mínimo muy simbólico. Tanto como los ataúdes del Conde.
—Lo es sin duda. La cultura, o los libros, o como quieras llamarlo, transmite unas cosas y se olvida de otras. A veces tengo la impresión de que todo está contenido en un inmenso cuadro, un cuadro enorme. Y el hombre, en ese cuadro, va prestando atención a estas manchas o a aquellas, según épocas e intereses. Tal vez en algún momento seamos capaces de percibirlo todo en su totalidad. No sé si me entiendes.
—Creo que sí.
Ramón se ha ido hoy bien de mañana a su pueblo. Según me ha contado se ha metido por caminos que nunca había recorrido, pues ya no busca ni la infancia perdida ni los recuerdos.
—Lo que me contó Ramón sobre sus experiencias en el pueblo me resultó sugerente. Fue para mí algo así como aquella famosa magdalena de Proust. ¿Sabes? Si no me equivoco, la primera historia de terror —al decir esto Julia movió los hombros como dando a entender que no era tan terrorífica— la escribió Plinio el Joven. Cuenta que había una casa en Atenas, si no recuerdo mal, que nadie quería alquilar porque por las noches se aparecía un fantasma cargado de cadenas. Al final, la alquila un filósofo. Éste se enfrenta al nocturno tintinear de las cadenas y al noctámbulo fantasma. Y la cosa no puede ser más inocente: el fantasma le ruega al filósofo que recoja sus huesos, encadenados, arrojados en un corral de la casa, y que los inhume en tierra, en el lugar adecuado.
—Todo cuanto me dices no deja de ser poético, ciertamente —le repuse a Julia—. No obstante, yo me quedo más con el cosmopolitismo, con Séneca, que se sentía ciudadano del mundo. Aunque ya sé lo que me vas a decir: el mundo era bastante reducido entonces, y se podía recorrer hablando el latín. Quizás hoy a ciertas personas nos cueste más ser cosmopolitas. Tal vez por no haber estudiado idiomas.
—Quizás sea todo cuestión de buena voluntad.
—Poco es eso. Pero tal vez.
—Ramón se ha ido hoy bien de mañana a su pueblo. Según me ha contado se ha metido por caminos que nunca había recorrido, pues ya no busca ni la infancia perdida ni los recuerdos; le queda una suave fragancia de ellos… No obstante, la sensación de encontrarse bien en su pueblo, según dice, de tomar fuerzas, es la misma. Y desde allí me ha enviado una fotografía inquietante: en columpio en medio de la sierra, bajo el cual había varios juguetes abandonados. Ha añadido una nota: “Y aquellos niños emigraron en busca de una vida mejor”. Y ya ves: se han convertido en la diana de algunos personajes… Pero detengámonos ya: va a dar las doce campanadas.
—La hora de Drácula. Perdón, del Conde Drácula.
—Eres malvado y perverso.
—Pero te quiero igualmente.
Julia tuvo que hacer esfuerzos para reprimir la risa y no atragantarse con la primera uva.
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