

Pero de todos los temas sobre los que tratan las discusiones de los sabios, no hay nada que destaque más que el hecho de comprender claramente que hemos nacido con un objetivo: la justicia, y que el derecho no ha sido establecido por convención sino por naturaleza.
Cicerón, Las leyes.
Mis intereses y estudios estaban un tanto alejados, por aquel entonces, de la relectura de las obras de Cicerón. O de la lectura de trabajos suyos, o en torno a él, que se hubieran quedado pendientes en su momento. Muchos, sin duda, dada la ingente cantidad de obras que nos dejó, y el interés que ha suscitado a lo largo de los años. No obstante, dada la creciente atención que le estaba prestando a Cicerón mi tía abuela Julia, comencé a leerlo de nuevo. Más que nada para poder replicarle a ella, o entender los razonamientos de Julia sin obligarla a que me explicara con detalle a lo que se refería en cada momento de la conversación.
—Tengo que decirte —le espeté apenas me abrió la puerta de casa— que el estudio del latín ha hecho de mí, creo, una persona bastante humilde. A través de ese estudio me he percatado de la imposibilidad de conocer en profundidad, o con cierta solvencia, una lengua, una historia o una literatura. Tengo la impresión de que siempre me quedo en la superficie. Así que no esperes grandes cosas de mí.
Cicerón fue un hombre nuevo, homo novus, un hombre que tuvo que lograr por sí mismo, con su intelecto, lo que otros tenían ganado por su cuna.
—No te imaginaba actuando de otra forma —me replicó ofreciéndome un humeante café—. Y me alegra mucho oírte decir esas cosas: no vamos a sentar cátedra. Espero.
—Desde luego no es mi intención. Pero es indudable que también yo tengo una visión de Cicerón, mía particular, que no tiene por qué ser la real. Ni seguramente lo será, ni coincidirá con la tuya.
—Podemos contrastar visiones. Es de lo que se trata. Y de pasar unas cuantas veladas de forma agradable.
—Para mí, cuando lo estudié —dije entrando ya en materia—, cuando lo leí, fue una figura controvertida, muy controvertida: leía sus obras con fruición, en latín sobre todo; pero no soportaba, ni soporto, su ideología, por llamarlo de alguna forma; no toleraba su fanfarronería, su continua insistencia en que él fue quien salvó a la República de la conjura de Catilina, y de no sé cuántos males más. Como político me pareció nefasto, un perfecto reaccionario, en el lenguaje actual. Ahora bien, lo sentí muy próximo a mí cuando habla de la muerte de su hija Tulia, a quien adoraba.
—Sí tienes razón. Políticamente fue lo que hoy llamaríamos un conservador. Porque tenía muchas cosas que conservar. No recuerdo qué político español dijo que si se quería lograr que los españoles fueran conservadores, habría que darles cosas que conservar: el coche, el pisito, un mediano trabajo… cosas a las que resulta difícil renunciar. Y más tras toda una vida de trabajo, sacrificios y esfuerzos. Nunca conviene olvidar que Cicerón fue un hombre nuevo, homo novus, un hombre que tuvo que lograr por sí mismo, con su intelecto, lo que otros tenían ganado por su cuna. No iba a renunciar a ello. Es muy humano.
—Eso es indiscutible. Pero también se le puede reprochar, dada su inteligencia y su preparación, que no estuviera por encima del momento y de sus propios intereses.
—¿Se lo permitieron? O ¿se lo hubieran permitido? Tiene que ser muy duro vivir en una sociedad tan competitiva como la romana, y en donde las veinticuatro horas del día te están recordando que no eres de los suyos; que eres, y serás siempre, un homo novus, un advenedizo. Por mucho que hagas en favor de la República, y de sus propios intereses.
—De acuerdo contigo. Pero no olvides que también Cicerón tiene unos ramalazos que hacen sospechar que cuestiona el mundo en el que está viviendo, me refiero a la superioridad de los optimates, de los boni, o de los gobernantes, que para el caso viene a ser lo mismo.
—Ahí me coges desprevenida. Todavía no he leído tanto como tú.
—Por eso, aprovechando el final de las fiestas, te he traído un detalle —y diciendo esto le alargué un pequeño libro envuelto de papel de regalo.
—¡Las leyes! —exclamó entusiasmada abriéndolo—. Lo voy a leer enseguida.
—Siento no haberlo conseguido en una edición con las letras más grandes. Pero aunque te parezca mentira es la única existente.
Yo no sé qué entienden Séneca y Cicerón por naturaleza. Sería un buen asunto para investigar.
—Sí, el olvido de los clásicos por parte de esta sociedad es terrible. A menudo se me ha ocurrido pensar que deberíamos escribir una historia de las cosas olvidadas. Pero, claro, eso entraña una enorme paradoja.
—Sí, sería un tanto complicado de hacer. Cicerón también es contradictorio, como todos, por otra parte. Tal vez sea un problema del lenguaje, o de las propias limitaciones del hombre. No lo sé. En esta obra —le dije señalando el libro que descansaba sobre su regazo— habla del derecho natural. Y al igual que Séneca cuando afirma que el sabio debe seguir a la naturaleza, no define qué es ésta ni en qué consiste dicho derecho.
—Imagino que será el comodín al que todos recurrimos. Algo parecido a aquello tan famoso de la gente mayor cuando se rebela contra alguna novedad: “toda la vida —dicen— ha sido así”, o “nunca han pasado estas cosas de ahora”. Ellos por el término “toda la vida” entienden los veinte o treinta años que duró su juventud.
—Yo no sé —le repliqué— qué entienden Séneca y Cicerón por naturaleza. Sería un buen asunto para investigar. Tema de una tesis doctoral o de un buen trabajo académico.
—Tienes razón: demasiado a menudo jugamos con las palabras. Demasiadas veces hablamos y no sabemos muy bien qué queremos decir…
—Es curioso —le dije intentado aclarar el concepto de naturaleza—: por una parte, Cicerón reconoce que todos nacemos iguales —cogí el libro del regazo de Julia, y consultando una hoja que llevaba en el bolsillo, fui a la página que deseaba y leí—: “No existe una sola cosa tan semejante ni tan igual a otra como lo somos todos nosotros comparados con nosotros mismos”.1
—Creo que tiene razón —dijo Julia hablando lentamente, con los ojos semientornados—. No sé. Tal vez sean las distintas lenguas, las costumbres de cada pueblo lo que luego nos hace diferentes. Pero quizás las lenguas y las costumbres no sean otra cosa que las camisas o la ropa que nos ponemos encima: intercambiable y sin más valor que el que les queramos conceder.
—Exacto. Eso mismo, o algo parecido, es lo que defiende el propio Cicerón. Ahora bien, al mismo tiempo sostiene la superioridad de los romanos, cosa que le sirve para justificar el imperio, el dominio sobre los otros pueblos, considerados bárbaros, es decir, inferiores. Y entre éstos incluye a los galos, germanos e hispanos entre otros. Y también para justificar que el gobierno de la república caiga en manos de los optimates, de los mejores, que siempre suelen ser los ricos, quienes tienen tiempo para el ocio y el cultivo de sus propias mentes.
—Oyéndote, y sin haber leído ese libro que ya me está haciendo la boca agua, no puedo por menos de pensar en la época actual: si como dice Cicerón, todos somos iguales, comparados uno con los otros, ya no hay motivo para el racismo, para la segregación, ni para perseguir a uno porque sea homo novus, negro, indio o venido del otro confín del mundo.
—Efectivamente. Y esa fue una de las grandezas del Imperio Romano: concedía la ciudadanía a quien fuera. Todos eran romanos. Nunca Séneca fue denigrado por no haber nacido en Roma, y fueron muchos, engendrados en los confines del Imperio, quienes alcanzaron el mando, el trono y otros muchos honores… hoy en día eso es impensable. Todo son barreras y prejuicios de todo tipo. No puedes, por ejemplo, opositar en una autonomía si no conoces la lengua de ese pueblo. Aunque sea para médico.
—Sí, es otra de las muchas contradicciones que arrastramos: conforme el mundo se achica, se comprime, nuestro conocimiento de la galaxia es mayor… No sé si me explico. Te lo digo de otra forma: cuando yo era joven, todos estábamos locos por venir a vivir a la ciudad. Para nosotras representaba la libertad; poder salir por la noche, entrar y salir sin que nadie te fiscalizara o criticara… Y no sé, debe de haber un elemento de melancolía en el ser humano —dijo sonriendo—, porque resulta que los programas que más éxito tienen en la televisión, ahora, son aquellos que recuerdan a un patio de vecindad, donde todo el mundo critica a todo el mundo, todos se insultan, y todos tienen mucho por qué callar.
El intelecto es más difícil de moldear. Y ahí creo que es donde deberían intervenir las leyes, sean naturales o artificiales.
—¡Dios! —exclamé risueño—. ¡Vaya con el bueno de Cicerón, a dónde nos está llevando!
—De ahí la importancia del estudio de los clásicos. Lo has defendido muchas veces. Pero volvamos a nuestro tema: ¿qué entiende Cicerón por ley natural?
—No lo sé, Julia, no lo sé. Como te he dicho, eso sería motivo de un buen trabajo académico. No, no me mires así, yo no lo voy a hacer. Hablo contigo de manera informal, pero nada más. Sin pretensiones de ningún tipo.
—Vale, dime, ¿qué es lo natural, o seguir a la naturaleza?
—No lo sé. Tal vez deberíamos proceder por eliminación. Séneca dice que la naturaleza nos provee de cuanto es necesario para la vida: los frutos y la mies. Y todo cuanto es malo la naturaleza lo ha enterrado: oro, plata, hierro…
—Sí, pero las cosechas se consiguen trabajando la tierra.
—Efectivamente. Y estará mejor alimentado, y será más fuerte, el pueblo que sea capaz de trabajar mejor esas tierras. Como será mejor, optimate, bonus, quien más cultive el intelecto.
—O quien busque, por las armas, quien las trabaje por él… Sí, el intelecto es más difícil de moldear. Y ahí creo que es donde deberían intervenir las leyes, sean naturales o artificiales: en defensa de quienes habitan terrenos no tan fértiles o carecen de los medios para poder instruirse. Al fin y al cabo, los romanos tenían esclavos que los liberaban de las pejiguerías cotidianas.
—Efectivamente.
—Dejémoslo aquí. Yo también sigo conservando cierta melancolía por el pueblo. El día de Reyes, no sé por qué, mi madre nos hacía tortilla de patatas para almorzar. Hoy me toca a mí, y hoy nos saltamos un poquito el régimen. Tortilla de patatas y un vaso de vino para almorzar. Luego te haré otro café.
—Todo muy natural. No se hable más.
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