

La ley consiste en la razón suprema, grabada en nuestra naturaleza, que nos ordena qué es lo que debe hacerse y prohíbe sus contrarios.
Cicerón, Las leyes.
Durante varios días le estuve llevando a Julia libros, artículos, fotocopias de revistas especializadas, y todo cuanto encontré que, o bien trataba sobre las leyes, o sobre Cicerón, o intentaba dilucidar aspectos que, me parecía, le podían interesar a ella. Cuanto le llevé, directa o indirectamente, estaba relacionado con el viejo cónsul romano, por supuesto. Ahora bien, no me quedó claro si se alegró de contar con tanto material. Y, como es mi costumbre, no quise ser indiscreto. Ni obligarla a que leyera nada.
—Me tendrías que ayudar a escoger —me dijo no obstante, mostrándome un buen montón de artículos y algún que otro libro.
Las palabras cambian con el paso del tiempo. No significa lo mismo amor para nosotros que para un romano.
—La inmensa mayoría de las cosas que te he traído —le confesé— no las conozco. E imagino que algunas de ellas, tal vez bastantes, no son sino artículos académicos sin demasiado interés.
—Sí, parece —me respondió con aire de cansancio— que a los antiguos no sólo los enterramos cubriéndolos con tierra. No contentos con eso, echamos sobre sus tumbas toneladas de papel impreso.
—De ahí, me lo has puesto en bandeja, la necesidad de la filología, del estudio de las lenguas clásicas. De ir a la fuente, si ello es posible. La filología es como la fibra óptica traspasando la tierra y los folletos, estudios y demás, hasta dar con el tuétano del hueso.
—Sí, desde luego. Con un buen conocimiento del griego y del latín, y un buen criterio, se puede llegar a vislumbrar algo.
—El problema es que no solamente se trata de la lengua. Hay algo más. Las palabras cambian con el paso del tiempo. No significa lo mismo amor para nosotros que para un romano, o las palabras padre, o madre. Para entenderlas bien se necesita, casi tanto como la lengua, el contexto, el momento en el que se utilizaron.
—Entiendo lo que quieres decir —me dijo tras unos segundos de vacilación—: al variar las situaciones, las condiciones, hace que una generación no se entienda con la otra, o eso dicen. Y, sin embargo, seguimos siendo los mismos. Así que tal vez en el fondo ese contexto no sea tan importante. No lo sé.
—Es cierto —le repliqué— que el hombre sigue siendo igual a sí mismo a lo largo de los siglos. Pero no es menos cierto que hay matices cuando no enormes diferencias. No es lo mismo, por ejemplo, la religión para un romano de la época de la república que para un cristiano del siglo XIV. Eso implica que se tiene que ser muy cuidadoso al traducir, dentro de este ámbito, la palabra deus, dios, con minúscula. Y otro tanto sucede con peccatum, acto culpable, que nada tiene que ver con el pecado cristiano, o con virtus…
—No te lo discuto; pero está claro que, pese a ello, hay algo, a lo largo de los siglos, que permanece inmutable. Y esto es lo que me ha llevado a mí a preguntarme si es esa permanencia lo que Cicerón considera como natural. Es decir, lo que me interesa es el derecho natural, o las leyes naturales. Y saber de dónde dimanan éstas. ¿Crees que hay leyes que son válidas durante siglos y siglos? ¿Y son esas las llamadas leyes naturales?
—Creo que sí. Ahora bien, para evitar confusiones: una cosa es la ley, y otra muy distinta su cumplimiento. Quiero decir, que podría ser una ley natural aquella que prohíbe matar a un semejante. Cosa distinta es que luego, el mismo Estado permita e imponga la pena capital. O la propia Iglesia.
—¿Y no es natural, también, defenderse de aquellos que nos atacan? Algo tiene que hacer la sociedad en contra de los ladrones y de los criminales, ¿no crees?
—Indudablemente.
—Pues aquí me surge otro problema. ¿Es natural entonces la pena de muerte?
—Yo diría que no. Sencillamente porque me repugna, no por otra cosa. A mí me parece más natural aquello de vale más sufrir una injusticia que cometerla. Y sé lo peligroso que es esto, y a dónde puede llevar.
No me interesa mucho la religión. Pero sí el uso del lenguaje, de la metáfora.
—Sí, es muy peligroso, máxime teniendo en cuenta los políticos que tenemos. Dejémoslo. Vayamos a lo nuestro. Verás, en mi larga vida de persona curiosa y lectora, he pensado muchas cosas, algunas de ellas verdaderas tonterías; otras, no sé si son tonterías, o tienen algún sentido. En fin, como estamos en familia, te lo cuento. De joven pensé, y leyendo a Cicerón me ha vuelto a surgir el mismo pensamiento, que uno de los graves problemas de las explicaciones dadas por algunos pensadores, es el uso del lenguajes, de la metáfora en concreto. Una metáfora puede ser brillante y estar llena de belleza. Y ocultar, al mismo tiempo, la verdad. La metáfora impacta, y ya no se va más allá de ese impacto: no se cuestiona.
—Bueno, Julia, eso también depende de la capacidad del lector.
—Tienes razón. Y del momento en el que se lee un texto. El contexto, tanto de la escritura como de la lectura, es importante, te lo reconozco. Recuerdo que en mi juventud, por ejemplo, se puso de moda achacar a santa Teresa de Jesús, por sus visiones místicas, todo tipo de placeres sexuales. Una cierta lectura interesada de Freud ayudaba a ello. Y la estatua de Bernini.
—Sí, me llegaron ramalazos de aquella época. La gente se estaba revolviendo contra la Iglesia, contra la asfixia que supuso su supremacía en España tras el triunfo de la dictadura. Se revolvieron contra ella, y se echaba mano de todo tipo de argumentos. Y así se reinterpretaron algunas cosas.
—Como ya te he dicho, no me interesa mucho la religión. Pero sí el uso del lenguaje, de la metáfora. No, no te asustes, no voy a hacer un estudio exhaustivo de la misma. Quiero llegar a comprender qué entiende Cicerón por ley natural. Sin metáforas.
—Me temo que no te puedo ser de mucha ayuda en esto.
—Creo que sí que me puedes ayudar. Verás, como dijiste el otro día, Cicerón nunca define el término natural. Es un concepto que da por sabido. Y ahí está el peligro: como no lo define, echa mano de la metáfora como de un comodín. Y cuanto más brillante es ésta, más peligro corremos de alejarnos del tema que nos interesa. Me parece.
—Recuerdo —afirmé sonriendo— que, siendo estudiante, leí un fragmento de Séneca. Utiliza una metáfora, por supuesto; yo, llevado de la mano por el falso amigo, hice una traducción espontánea que me provocó un enorme asombro. Me salió una figura, no sé si metáfora, bestial… Séneca, hablando de la sociedad, dice que societas nostra lapidum fornicationi simillima est.1 Para que lo entiendas, una traducción podría ser: “Nuestra sociedad es similar a una bóveda hecha con piedras”. A un arco, si quieres, pues lo que le interesa resaltar a Séneca es que si quitas una piedra de esa bóveda toda ella se viene abajo. Fornicationi no significa lo que pensé en su momento. Y menos con una piedra.
—Más a mi favor —exclamó sin ni siquiera sonreír—. Vuelvo a Cicerón, y luego, tal vez, podamos reunirlos a los dos. He comenzado a leer Las leyes. Y me he vuelto loca buscando una definición del término natural o naturaleza. No la da. O lo da por sabido. Creo. Para salir de dudas, voy a comenzar de nuevo la lectura del libro, y voy a pedir más versiones. Hasta donde he llegado, utiliza el término de una forma vaga. Te leo —y diciendo esto cogió el libro, lleno de pegatinas de colores señalando páginas, y leyó un pequeño fragmento—: “En efecto, ni la virtud del árbol, ni la del caballo, como se suele decir —y en eso abusamos del término— dependen de la opinión sino de la naturaleza”.2 No voy a leer más, pues sería abundar en lo mismo. Es decir, el árbol tiene su virtud por su naturaleza. ¿Y cuál es ésta? Imagino que ser un buen árbol: tener hojas, ser robusto, crecer, dar frutos, etc. Pero muchos árboles se tuercen.
Dios no hizo las bóvedas, ni los arcos. Ni dio leyes, salvo los diez mandamientos, que, excepción hecha de alguno, se apoyan en lo que podríamos llamar la ley natural.
—Y entonces interviene el hombre con sus cuidados, sus injertos, etc.
—Efectivamente. ¿Y se puede entender eso como natural? Las leyes no surgen de la tierra. Son acuerdos y convenios entre los hombres. ¿Qué es, pues, una ley natural?
—No lo sé. Quizás lo natural sea lo idéntico para todos: no matar, no robar, no atentar contra el Estado…
—Ahí vamos. Leyendo a Cicerón me he acordado de una película que vi hace muchos años. Y que tú, al citar la frase de Séneca, me has vuelto a traer a la memoria. Se juega con la metáfora, como no podía dejar de suceder. La película, Paseo por el amor y la muerte, de John Huston, narra una historia de amor durante la guerra de los cien años, aquella en la que los siervos se sublevaron contra los señores feudales. Hay un momento de la película en el que los dos protagonistas, huyendo de señores y vasallos, se refugian en una iglesia. El sacerdote está oficiando. Entre tú y yo, es la peor escena de toda la película: quien la dirigió no tenía ni idea del rito católico. Bien, el sacerdote lanza una homilía tras finalizar la misa. Y viene a decir que los vasallos están pecando, que el mundo es obra de Dios, y éste ha colocado cada piedra en su lugar, al señor y al vasallo. Es una blasfemia, por supuesto, intentar trastocar las piedras.
—Sí, es una buena metáfora.
—Pero falsa. Dios no hizo las bóvedas, ni los arcos. Ni dio leyes, salvo los diez mandamientos, que, excepción hecha de alguno, se apoyan en lo que podríamos llamar la ley natural. Y en esa ley no se marcan fronteras, ni se delimitan países. Dime, ¿hay algo que sea natural?
—No lo sé, Julia. Llegados a este punto, no lo sé. Lo único que te puedo decir es que nos leamos los dos el libro de Cicerón, y lo hablemos más hacia delante.
—Te tomo la palabra. Y ahora cenemos. Que eso, según creo, sí que es bien natural.
—También depende de lo que cocinemos. Creo que esto de lo natural se ha convertido en una nueva religión. Nada de lo que comemos crece espontáneamente.
—¿No será otra metáfora la etiqueta de “productos naturales”?
—No te extrañe. Desde la prehistoria hemos estado manipulando los alimentos y los animales.
—Bueno, cenemos, sea lo que sea.
—Cenemos.
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