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Diálogos con Julia (X)
Julia y la utilitas

martes 24 de septiembre de 2019
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Antígona
Antígona se rebela contra la ley impuesta por el rey Creonte y decide enterrar a su hermano, acción que desencadenará su muerte y la tragedia.
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
El origen primero de todo conocimiento es la experiencia personal del que conoce. Sin esta condición es difícil alcanzar un conocimiento que sea de provecho.
Ramón Pérez de Ayala, Las máscaras.

Tardé varios días en volver a casa de Julia. La llamaba por teléfono continuamente; pero diversas ocupaciones me impidieron ir a verla, y más todavía, pasar una tarde en su grata compañía. Me confesó, no obstante, que le vino muy bien tener todos aquellos días para ella sola, pues le costaba mucho entender los libros de filosofía, rama en la que no era muy versada, y al no estar yo, pudo dedicarse a la lectura con más ahínco y perseverancia.

—Yo no sé —me dijo en cuanto me vio y se enteró de cómo iban mis asuntos personales— si estos temas —diciéndolo me señaló un libro de Cicerón, Las leyes— tienen algún tipo de interés hoy en día. Perdón, no quiero decir interés intelectual, que lo tiene, indudablemente. Estaba pensando más bien en otro tipo de utilidad.

—¿Utilidad práctica? —le pregunté—. Vaya tontería que he dicho. Perdóname. No lo sé. No creo que tenga ninguna utilidad. No parece que sea aplicable a nuestra situación, a nuestro tiempo, a nuestras leyes.

¿Entendía la gente de su época a Cicerón? A mí me cuesta comprenderlo. ¿Qué presupuestos mentales tenían?

—¿Y tú crees que lo fue en el suyo? ¿Todo lo que dice sobre las leyes, el derecho y demás?

—Pregunta difícil de contestar, Julia. Vamos a suponer, a modo de ejemplo, que siempre que alguien coge el cálamo, o una pluma, o se pone frente al ordenador, escribe para alguien, sea un particular o un grupo de personas.

—Yo creo que siempre nos dirigimos a alguien, aunque sea un lector ideal, o una persona en abstracto.

—Lo contrario tal vez sería caer en la locura. Y si es así como dices, ¿a quién iban dirigidos los escritos de Cicerón? Creo que la respuesta es obvia. Y no sólo por el número de las personas que no sabían leer en Roma. Supongamos, no obstante, que había lecturas públicas en la República. ¿Quiénes podían asistir a las mismas?

—Esa es la otra pregunta que tenía preparada para planteártela a ti. ¿Entendía la gente de su época a Cicerón? A mí me cuesta comprenderlo. ¿Qué presupuestos mentales tenían? Pregunto esto porque me parece que en sus razonamientos hace muchas piruetas, o si quieres, se está sacando continuamente conejos de la manga. Tal vez para su época fuera lógico y coherente todo cuanto dice, pero ¿lo es para la nuestra? Me falta añadir a estas preguntas que, a menudo, me quedo en blanco, y pienso que el error está en mí, que no acabo de entender a Cicerón… quizás si lo leyera en el original.

—Tendrías el mismo problema. Por una parte. Y por la otra, deberíamos leer muchos textos de la época para intentar dilucidar los presupuestos de la misma. Y las diferencias que puedan haber con la nuestra. Porque las hay.

—Sí, quizás más de las que deja entrever la traducción, pues, al fin y al cabo, ésta va dirigida a la gente actual, la traducción. No a la de la época de Cicerón.

—Evidentemente. Y ahí está la dificultad. Pero, de una forma o de otra, siempre nos podemos aproximar al pensamiento original. Creo.

—Entonces me haría falta saber qué entendía la gente normal en los años 50 antes de Cristo por dios. O qué entendía Cicerón. La cuestión no es baladí. Dice que la naturaleza se rige por los dioses. La razón y la ley son connaturales al hombre, y eso los emparenta con los dioses…

—No creo que debas darle más importancia: Cicerón seguramente está tratando de divinizar todo aquello que ocupó su vida, la ley y el derecho. Para él es muy importante la ley, ante la cual, recuérdalo, tienen que ceder las armas, aunque a veces, como en la pena de muerte, recurra a ellas. La ley es producto de la razón, y ésta es hija de la naturaleza, de los dioses. Y creo, creo, que, muy astutamente, trata de emparentar con el teatro griego, aunque Cicerón dista años luz de la piedad que se trasluce en las obras de Sófocles. Recuerda lo que dice Antígona cuando se rebela contra el rey y sus leyes, y entierra a su hermano:1 “Estas [leyes] no son de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe de dónde surgieron. No iba yo a obtener castigo por ellas de parte de los dioses por miedo a la intención de hombre alguno”.2 La ley natural, enterrar a los muertos por ejemplo, es la dada por los dioses, y ésta es superior a las leyes de los hombres. Así lo entendí yo en su momento. Y así lo entiende Antígona.

—No creo que vayas muy errado. Dice, abundando en lo mismo, y te voy a citar de memoria, que la virtud es la misma en el hombre y en dios; y que ésta consiste en la naturaleza llevada a su más alta perfección. Lo siento, pero a mí todo esto me suena a mera palabrería, conceptos vacíos. ¿Qué es la virtud, qué es la razón, qué es la naturaleza llevada a su más alta perfección?

—Sinceramente, no lo sé. Hace años, siendo estudiante, me inquietó mucho la palabra virtud, virtus en latín y areté en griego. No recuerdo de dónde lo saqué; pero, al final, me quedé con la idea de que la virtud consiste en hacer aquello que tienes que hacer de la mejor forma posible. Un esfuerzo y una superación constante que uno se exige a sí mismo continuamente: ser el mejor estudiante, el mejor albañil, el mejor fontanero…

—Todos somos capaces de llegar a la virtud, según lo que acabas de explicar.

—Por supuesto. Y esto contesta otra pregunta, también muy de mi época: ¿se puede enseñar la virtud? Yo siempre he creído que sí.

Tienes que escoger, cuando vas a votar, entre A y B, sabiendo que las diferencias son mínimas cuando no inexistentes.

—Desde ese punto de vista, nadie más virtuoso que el propio Cicerón: por méritos propios, siendo un provinciano, un homo novus, llegó ni más ni menos que a cónsul de Roma. Y todo por sus propios méritos, sin familiares ni antepasados que lo avalaran. Ahora bien, ese mismo esfuerzo hizo que se contradijera alguna que otra vez, o que tuviera que vivir haciendo piruetas.

—No olvidemos tampoco el contexto político o histórico del momento: Cicerón se vio obligado a escoger entre Pompeyo y César… Y las circunstancias, siempre presentes, también le echaron una mano en más de una ocasión.

—Algo similar a lo que sucede hoy: tienes que escoger, cuando vas a votar, entre A y B, sabiendo que las diferencias son mínimas cuando no inexistentes.

—Sí, algo de eso hay. Y Cicerón lo que deseaba era retornar a un estado ideal, a aquel en el que él salvó a la República, con la palabra, de las asechanzas de Catilina, de un conspirador. Intuyó, o supo, que nunca más volvería esa forma de gobierno. Se había extinguido la República, y ya llevaba años mostrando el hocico la nueva forma de gobierno, unas nuevas leyes: el imperio, la tiranía, el gobierno de uno solo por mucho que no quisieran llamarlo monarquía, palabra que repugnaba a los romanos.

—Entonces —me dijo Julia animándose—, ¿tú crees que libros como Las leyes son como una especie de canto de cisne, o una especie de utopía que mira al pasado?

—No lo sé. Definir los libros de Cicerón, o de cualquiera, con una sola palabra, es muy arriesgado. ¿En qué año se escribieron Las leyes? Lo pregunto para tratar de ser un poco rigurosos.

—Buena pregunta. Creo que fue cuando lo acusaron de haber tenido alguna relación con el asesinato de Clodio. Y éste fue quien lo acusó de haber hecho matar a los catilinarios, los partidarios de la intriga, sin juicio previo. La razón de Estado, ya sabes, que también la defendería Cicerón si eso le permitía preservar un statu quo determinado, el suyo, el del homo novus hecho aristócrata. Quien sube de servilleta a mantel, no te fíes de él. Eso me recuerda también varias películas sobre las penas de muerte y el Estado y su razón… Hay juicio. Pero el resultado, aun con la ley en la mano, es injusto. Totalmente. ¿Hay que evocar a Antígona?

—Sí, ya lo comentamos el otro día: no hubo mejor inquisidor, más eficaz ni más virtuoso, que el judío converso.

—No obstante —añadió Julia con un cierto tono de disgusto por sus anteriores palabras— también hay en Cicerón momentos sublimes, brillantes, pero que, pese a todo, a mí no hacen sino crearme más y más preguntas.

—Pues entonces, querida, el libro de Marco Tulio es una verdadera maravilla.

—Sí, es una joya: me plantea preguntas e interrogantes a dos por tres. Por ejemplo —dijo animándose de nuevo—, dice en momento determinado que no hay nada tan igual como un hombre a otro hombre: todos poseemos la razón, lo que nos iguala a los dioses, y, por lo tanto, la ley…

—¿Sabes —interrumpí a Julia— que Cicerón es deudor, entre otros, de Platón? Y éste, en el diálogo Protágoras, defiende que la justicia, y el sentido moral, le fue dado a los hombres por Zeus para evitar que se mataran entre ellos, como venía sucediendo.

—Se ve que Zeus —dijo con tristeza— dejó de existir hace mucho tiempo.

—En realidad nunca ha existido. Y si existió hubo otros filósofos, los sofistas y los epicuros, que consideraban que el derecho no era natural. Y que los dioses eran insensibles a la situación del hombre, no se ocupan de él, ni para bien ni para mal.

—Vale, de acuerdo. Pero con eso me has desviado del asunto que yo quería tratar: si es cierto, como dice Cicerón, que nada hay más igual que un hombre a otro hombre, de eso se deduce que nadie tiene derecho a esclavizar a nadie, ni a matar a nadie… Sí, claro, luego está el ius belli, el derecho de guerra, y ese derecho, ¿también es natural? ¿Nadie sentía compasión por los esclavos? ¿Por aquellos niños separados de sus madres? ¿Y qué opinaban ellos de las leyes que defendía Cicerón?

Cicerón no vivió en una democracia, Julia. La democracia se da entre los aristócratas; pero no entre éstos y la plebe.

—No lo sé. Pero opinaran lo que opinasen, no ha quedado ni rastro de ello. La historia que conocemos es muy parcial. Mucho.

—Y tanto. Tienes toda la razón. Siempre he defendido que había que estudiar nuestra historia más a fondo. Hay un libro inquietante, que siempre me ha interesado mucho: el Calila e Dimna, libro sapiencial que introdujeron los árabes en la Península. Libro venido de la India. Creo que es una veta que está por estudiar. No lo sé, tal vez me equivoque. Pero siempre que miramos a oriente, no llegamos más allá de Atenas, cuando los griegos, como los romanos y los árabes, alcanzaron la India…

—Por desgracia, el tiempo del hombre es limitado.

—Y su visión. Pero volvamos al tema: las palabras de Cicerón, que no hay nada más igual que un hombre a otro hombre, él las utiliza para hablar del derecho natural: aquellas leyes que son consustanciales a todos, como lo es la creencia en distintos dioses, el amor a la sinceridad, la bondad, el agradecimiento… Pero en ningún momento considera que todos tenemos los mismos derechos y las mismas obligaciones.

—Cicerón no vivió en una democracia, Julia. La democracia se da entre los aristócratas; pero no entre éstos y la plebe. Y Cicerón, seguramente, acepta el estado de cosas tal y como está, y lo considera, además, natural: el dominus a pensar y a leer y el servus a trabajar y a penar.

—Sí. Lo que decíamos el otro día sobre la metáfora del arco y las piedras: cada una en su lugar, y sin posibilidades de moverse.

—Eso es.

—Pues entonces queda meridianamente claro para quién escribe Cicerón y cuál es el cometido de sus libros. Y ahora, y con tu permiso, cito literalmente: “Nuestro discurso está orientado a robustecer los estados, a dar estabilidad a las ciudades y a la conservación de las ciudades”.3

—Más claro, agua. Ahí tienes la utilitas que ibas buscando.

—Vale. De acuerdo. Me imagino—añadió cambiando radicalmente de tema— que te quedarás a cenar. Porque después de tanto tiempo sin vernos…

—Sí, me quedo. Además, te voy a hacer un plato especial.

—Te acompaño a la cocina.

 

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Notas

  1. Cuando Antígona regresa a Tebas, tras la muerte de Edipo, se entera de que sus dos hermanos, Eteocles y Polinices, han muerto defendiendo y luchando por adueñarse de la ciudad. El rey, Creonte, dictamina que el hermano muerto en defensa de la ciudad, Eteocles, sea enterrado con todos los honores, y el otro, Polinices, sea dejado en los caminos para pasto de los animales. Antígona se rebela contra esa ley, y decide enterrar a su hermano, acción que desencadenará su muerte y la tragedia. Téngase en cuenta que para los griegos era un deber sagrado sepultar a los muertos.
  2. Sófocles, Antígona, citado por Jacqueline de Romilly en La tragedia griega, Barcelona, 2019. Traducción de Jordi Terré, p. 97.
  3. Cicerón, Las leyes, p. 53. Editorial Gredos, Madrid, 2009. Traducción de Carmen Teresa Pabón de Acuña
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