Me parece que se ha dicho con razón que un hombre que se ha dedicado sin reservas a la política y que confía en su pueblo, nunca ha terminado bien su vida.
Pausanias, Descripción de Grecia.
Tuve la impresión, cuando me despedí aquella noche de Julia, de que la discusión anterior no había quedado cerrada. Había quedado flotando en el aire algo parecido a aquel viejo “continuará” de las películas de antaño. Me percaté también, antes de marcharme, de que Julia ni siquiera había llegado a la mitad del libro de Cicerón. La parte leída estaba subrayada y llena de notas. Quedaban muchas páginas por anotar. Decidí darle unos días, y tomármelos yo también, para poder leer con calma y tranquilidad. No tardó mucho en llamarme, sin embargo. Comprobé aquella tarde que, efectivamente, la última conversación no había quedado cerrada.
—Dicebamos hesterna die —dijo haciéndome un guiño— que Cicerón, con sus Leyes, buscaba robustecer los Estados y dar estabilidad a las ciudades. ¿Lo recuerdas?
Cicerón no vivió en una democracia. Y de la esclavitud en Roma hay mucho que hablar.
—Sí, son palabras suyas. También recuerdo que ahí precisamente centrábamos la utilidad de su discurso. La utilidad fue el asunto que te preocupaba a ti. Y a él.
—Efectivamente. Y aquí está el quid de la cuestión. No dice Cicerón qué Estado ni qué ciudades quiere robustecer. Se supone, se da por sabido, que es la Roma que él conoció, es decir, la de su consulado, la del siglo I antes de Cristo.
—Seguramente. Pues en ningún momento me ha dado la impresión, Cicerón, de que esté, como Platón, pensando en una utopía o ciudad ideal, cuando habla de las leyes o del derecho. Creo que él busca materializar aquello que vivió; el que las palabras, caso de Catilina, se impongan a las armas. Aunque olvida, interesadamente, que se ejecutó, con su tácito consentimiento, a los conjurados catilinarios, y que hubo enfrentamiento armado contra éstos por mucho que, en un principio, prevaleciera la palabra.
—Claro; pero Cicerón, muy hábilmente, dice que la ley es natural, y que de esta ley natural deriva el derecho. Un derecho, y vuelvo a lo mismo, que no tiene en cuenta a los esclavos. Y que preconiza que todo debe estar como supuestamente estaba en una edad dorada, cuando triunfaba la mos maiorum, la costumbre de los antiguos.
—Y yo te vuelvo a recordar, querida Julia, que Cicerón no vivió en una democracia. Y de la esclavitud en Roma hay mucho que hablar.
—De acuerdo. Lo sé. Pero fíjate en lo que dice —y cogiendo el libro, leyó—: “Y si la justicia es la obediencia a las leyes escritas y a las instituciones de los pueblos y si, como esos mismos dicen, todo ha de ser medido por su utilidad, despreciará y transgredirá esas leyes, si puede, el que considere que ello le resultará provechoso”.1
—¿Y cuándo no se han transgredido las leyes? Diga lo que diga Cicerón, son una creación humana, y, por lo tanto, perfectibles. Nacen en un momento determinado, y mueren…
—Sí; pero hay otras, y esas son las que Cicerón considera leyes naturales, que no cambian, según él. Porque derivan de la naturaleza, y no de las opiniones. La naturaleza de un árbol no depende de los pareceres de los jueces.
—¿Y qué ley no admite interpretaciones o matizaciones, como les gusta decir a nuestros políticos cuando han metido la pata? Y comparar el derecho natural con un árbol es, no sé, una metáfora un tanto desafortunada. Me parece.
—Sí, lo es.
—Nuestros presupuestos mentales —le dije con toda seriedad— son distintos a los de Cicerón; en general, difieren en muchos aspectos de la antigüedad. Quizás por falta de explicaciones, tal vez por necesidad, rara es la civilización antigua que no sostiene que sus leyes provienen de los dioses.
—De acuerdo, Cicerón también recurre a ello, como última explicación. Ahora bien, él insiste en la naturaleza. Leo: “Porque si, tal como es por naturaleza, también por la reflexión los hombres consideran ‘que nada humano es ajeno a ellos’ —como dice el poeta—, todos cultivarían igualmente el derecho. Pues a quienes la naturaleza ha concedido la razón, a esos mismos les ha concedido la recta razón, y por ello también la ley, que es la recta razón en el ordenar y prohibir; si la ley, también el derecho; ahora bien, a todos se les ha concedido la razón: luego, el derecho se les ha concedido a todos”.2
Los primeros legisladores romanos visitaron Grecia, y no en plan de turismo, a fin de estudiar sus leyes y constituciones. Sabían perfectamente lo que era una democracia.
—Ese fragmento tiene un claro sabor a Platón, al diálogo en el que Zeus ordena a Hermes dar al hombre el sentido de la política, es decir, de las leyes para vivir en comunidad. Y sí, las leyes derivan de la divinidad, concedámoslo. No por ello fueron inamovibles.
—Pero sirvió, el tal razonamiento, para justificar un cierto inmovilismo. Te vuelvo a leer: “No existe ninguna justicia en absoluto, si no lo es por naturaleza, y la que se establece por su utilidad es echada abajo por otra utilidad”.3
—Ahí tienes la explicación de por qué Cicerón fue en contra de los Graco: para él lo natural, lo justo, era mantener la República tal y como estaba. No admitía, en consecuencia, el reparto de tierras propuesto por éstos, ni el menoscabo de la autoridad del senado en favor de los tribunos de la plebe. Vuelvo a insistir en que Cicerón no vivió en una democracia. Y que sus presupuestos mentales fueron distintos a los nuestros. Pero eso sí, defendió lo suyo con uñas y dientes.
—De acuerdo. Pero tú sabes que los primeros legisladores romanos visitaron Grecia, y no en plan de turismo, a fin de estudiar sus leyes y constituciones. Sabían perfectamente lo que era una democracia.
—Y se asustaron de que el pueblo tomara decisiones que sólo correspondían a los optimates, a los mejores. No importaron esa aberración a su ciudad. Además, las condiciones fueron diferentes. Según estudios actuales, centrados en la importancia de la guerra en la evolución política, la democracia en Grecia fue generada por la batalla de Salamina: si todo el mundo tiene obligación de remar en los trirremes, de luchar contra el enemigo, también tiene el derecho de elegir a sus gobernantes. Y cualquiera puede serlo. Un griego puede ser remero, soldado, agricultor, arconte… lo puede ser todo. Un romano está encasillado. Recuerda que Cicerón tuvo que pelear toda su vida contra el estigma de ser un homo novus. Y en Roma, por el contrario, la guerra la lleva y la dirige la aristocracia. Sólo con la invasión de Aníbal se tirará mano de la plebe; pero eso, al contrario que en Grecia, no supondrá ninguna ventaja para ellos. Todo lo contrario: se les expropiarán las tierras. No tendrán más tierra, cuando vuelvan de la guerra, que la de su tumba. Quizás por esto, a lo largo del tiempo, los ejércitos llegaron a ser tan importantes, y a elegir a los emperadores.
—Está claro que cuando nosotros juzgamos el pasado, jugamos con ventaja con respecto a los habitantes de aquellas épocas: tenemos en nuestras manos elementos que ellos desconocían. Lo concedo. Pero aun así me resulta muy difícil concebir que Cicerón no se percatara de que el mundo estaba cambiando, y que la forma de gobierno que él proponía había quedado obsoleta, que la naturaleza también se renueva.
—Vivió y murió por una idea. Con razón o sin ella, estaba convencido de que la República era la mejor forma de gobierno. Y él, el homo novus autoafirmándose continuamente, era el encargado de dirigirla, pues fue, y eso es indiscutible, el más preparado, quien mejor conocía el derecho, la filosofía, la oratoria, y no sé cuántas cosas más.
—Es coherente con lo que piensa. Hay una ley que no es natural. Y si hay una ley o leyes no naturales, y esas, viene a decir, son dictadas por los gobernantes, y aprobadas por los votos de los necios, son injustas. Imagino que con estas palabras se revuelve contra los tribunos de la plebe y contra Grecia. Y esa forma de hacer leyes, sigue, da pie a la rebelión, o a que se ordenen cosas contrarias a la verdadera ley, como robar o matar, y tal vez distribuir las tierras, cosa que se aleja de la naturaleza… A veces —me dijo tras unos segundos de silencio— me da la impresión de que leer todo esto es como perder el tiempo. Pues el problema se soluciona de una forma muy sencilla: no hay ley natural, todas las leyes han sido dictadas por los hombres.
—Comprendo tu frustración. Es como si un ateo estuviese leyendo la Biblia…
—Perdona. Ha sido una rabieta. El ateo que lee la Biblia puede estar muy interesado en el estudio de las religiones, y quien lee a Cicerón, en el nacimiento y desarrollo de nuestra civilización. Yo lo estoy. Volviendo al razonamiento anterior, Cicerón concluye que la virtud está en la naturaleza, no en la opinión de nadie. La virtud de un árbol no depende de ningún jurista.
A veces, te lo confieso, me revuelvo contra el conservadurismo de Cicerón porque hubiera deseado salvarlo, y que no terminara como terminó.
—Imagino que tales metáforas debieron impresionar en su momento. Pero ya sabes que la tribu desgasta las palabras, y hay que buscar nuevas metáforas.
—¿No es eso caer en el escepticismo?
—Tal vez.
—Tal vez caiga yo también en él. No lo sé. Pero a veces, te lo confieso, me revuelvo contra el conservadurismo de Cicerón porque hubiera deseado salvarlo, y que no terminara como terminó. Atacó duramente a Marco Antonio, desde luego; pero estaba defendiendo a la República, a su amada Roma.
—Todos defendían a la amada Roma, sólo que cada uno lo hacía a su manera, y tenía sus propios intereses. Dicho por él mismo: “Continet enim rem publicam, consilio et auctoritate optimatium semper populum indigere”. Es decir que el Estado se apoya en que el pueblo siempre necesita del consejo y de la autoridad de los aristócratas. Por eso se revuelve en contra de la democracia, de los tribunos, del voto secreto, y de los aristócratas que no piensan como él.
—Y eso es lo que le costó la vida. No se merecía terminar así. De ningún modo. Y me quedo, para terminar por hoy, con una frase suya que me ha emocionado tanto como un cuento de hadas: “Por naturaleza estamos inclinados a amar a los hombres, y esto es la base del derecho”.4
—Pues estamos muy faltos de amor, Julia.
—Mucho, desde luego. Pero siempre nos quedará París.
—Menos da una piedra.
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Notas
- Cicerón, Las leyes, p. 56. Editorial Gredos, Madrid, 2009. Traducción de Carmen Teresa Pabón de Acuña.
- Ibídem, p. 51.
- Ibídem, p. 56.
- Ibídem, p. 57.