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Diálogos con Julia (XII)
Julia y los impedimentos

martes 8 de octubre de 2019
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Senado romano
Las leyes las hacía el Senado, Cicerón formaba parte de él, y el Senado sancionaba las leyes que le favorecían a él. “Cicerón denuncia a Catilina” (1889), de Cesare Maccari
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
Tan pronto como lo vieron salir de los desfiladeros, uno vino corriendo a decir a Pelópidas: “Hemos topado con el enemigo”, y él respondió: “No más que ellos con nosotros”.
Plutarco, Vidas paralelas (Pelópidas)

No podíamos haber escogido peor día. Era domingo. Julia me había pedido la noche anterior si podía llevarla, con el coche, al pueblo. Era un viaje de un par de horas. Pretendía visitar a algunos familiares, comer en el restaurante del pueblo, pasando por encima de invitaciones, pues así podríamos hablar nosotros dos, y regresar pronto a la ciudad. Todo se torció, sin embargo: en la capital se había organizado una carrera pedestre que ocupaba las principales avenidas de la ciudad e impedía, desde la casa de Julia, salir a la autovía. Aun así, pregunté a una joven policía local si había alguna posibilidad, a lo que ella respondió que sí, armarnos de paciencia y esperar a que terminara la carrera. Renunciamos al viaje. Otras personas, más exaltadas, increparon a la joven policía. Ella no tenía culpa de nada, desde luego. Pero hay que ser zompo, por parte de quien concediera el permiso, para organizar tal evento y no dejar salidas abiertas a una autovía, ni más ni menos. En fin, como siempre, en palabras de la agente, mandaban el dinero, la publicidad y los intereses creados, pues esa carrera se podía haber realizado por el antiguo cauce del río. Pero allí no se iba a molestar a nadie, ni nadie iba a leer el nombre de las marcas deportivas que patrocinaban tan molesto y pedestre evento.

Julia se resignó, pues, a no ir al pueblo. No se lo tomó muy bien. Me ofrecí a llevarla a comer a un restaurante cercano, cuando pudiéramos salir. Aceptó, sin duda porque creyó que a mí me hacía ilusión.

Ya estoy más que acostumbrada a ver a la gente votar lo que le dicen e ir en contra de sus intereses…

—Es increíble —me dijo enfadada— cómo el Estado, los ayuntamientos y sus amigos, nos van imponiendo su visión de las cosas y sus miserables intereses. Y sus políticas y sus memeces.

—Bueno, acuérdate de aquel viejo dicho, y aplícalo: contra el vicio de pedir está la virtud de no dar. Habrá urnas, es lo que quiero decir.

—¿Y qué más da? —preguntó desengañada—, porque, en el fondo, todo es uno y lo mismo. Y esto nos lleva de nuevo a la justicia y a la ley. ¿Dónde está aquí la ley natural? —preguntó con rabia, tal y como si Cicerón se hallara delante de nosotros, y hubiera sido él quien nos hubiese cerrado las salidas a la autovía.

—No saques las cosas de madre —le dije intentando calmarla—. Al fin y al cabo no es tan grave…

—Quizás suceda así —me interrumpió— cuando se tiene toda la vida por delante. No es mi caso. Y nadie tiene derecho a impedirme salir de casa y llegar a una autovía con el coche. Cuando yo quiera. Y como quiera. Y olvídate de las urnas: ya estoy más que acostumbrada a ver a la gente votar lo que le dicen e ir en contra de sus intereses… Demencial.

—Sí —dije conciliador, tratando de calmarla—, como has dicho tú antes, esto nos lleva, una vez más, a hablar de la justicia y de la ley. Y quizás sea una simpleza, pero la conversación con la chica policía me ha recordado aquello de que la libertad de uno comienza donde termina la del otro. Tal vez por eso sea tan difícil la convivencia.

—Y máxime —me replicó un poco más calmada— si hay intereses económicos por el medio. Aunque, ¿cuándo no los hay? ¿Sabes? —me dijo cambiando radicalmente de asunto—. Te envidio mucho ahora: me encantaría saber latín, y leerme a Cicerón en su propia lengua. Me gustaría muchísimo.

—Nunca es tarde para aprender, Julia. Y yo estoy a tu disposición. No recuerdo ahora si fue Catón o quién, empezó a estudiar griego a los ochenta años. Y dice Séneca, creo que fue él, que mientras se tenga deseos de aprender se es joven. Por eso hay tanto viejo en este puñetero país. Todo él es un senado completo.

—Te lo decía porque he terminado de leer Las leyes. Y he comenzado Sobre la amistad.

—Te he traído una buena traducción.

—No lo pongo en duda, pero aun así siempre tengo la sensación, leyendo estos libros, de que se me escapa algo, algo que no llego a comprender, a entender…

—Volvemos a lo mismo: ten en cuenta que los presupuestos de Cicerón no son los mismos que los nuestros. Tal vez sea eso lo que no acabamos de captar, lo que se nos escapa.

—Pero aun así hay cosas que no cambian. No sé, el amor, la amistad, el compañerismo…

Cuando se apaga la luz de una habitación pueden pasar muchas cosas. Y algunas no figuran en el catálogo de las virtudes cristianas.

—No te puedo ser de mucha ayuda, pues yo mismo, en esos asuntos, estoy hecho un lío. Quiero decir que, por una parte, todo me parece igual, repetitivo, y por otra veo distancias, abismos a veces. Nosotros, por ejemplo, hemos sido educados bajo el omnímodo poder del cristianismo, entendido de una forma muy particular. No sé a ti, pero a mí me machacaron con el concepto del pecado, del castigo, del sexo como fuente de todos los males, del infierno. Y todo, por supuesto, estaba prohibido, menos ir a misa y rezar por las benditas almas del Purgatorio. Los romanos, sin embargo, no tenían la noción del pecado, ni del premio o del castigo más allá de la muerte. Puedes imaginar, por lo tanto, que el sexo en aquella época nada tenía que ver con la nuestra. Y, sin embargo…

—¿No te estás olvidando un poco del concepto de virtud? Del pecado tal vez no tenían noción, pero sí de la virtud: ellos la manejaban mucho.

—Si por ellos entiendes a los filósofos y a la aristocracia, tal vez. Ahora bien, habría que definir qué entendían por virtud. No creo, por otra parte, que los esclavos, o los ciudadanos desposeídos de sus tierras, pensaran mucho en ella.

—Quizás tampoco un campesino español de los años cuarenta tuviera muy en cuenta al cristianismo, ni el concepto de pecado.

—Sí, pero la Iglesia y el Estado contaban con la policía y la censura, y con toda una serie de medios que, quisieras o no, te obligaban a actuar de una determinada forma, y en una determinada dirección. Igual que ahora, que no podemos salir de casa. A veces los métodos son muy burdos, como el de hoy; y otras, la inmensa mayoría de las veces, muy sutiles.

—Bueno, olvidémoslo. ¿Tú crees —preguntó volviendo a Roma— que son tan sutiles? Cuando se apaga la luz de una habitación pueden pasar muchas cosas. Y algunas no figuran en el catálogo de las virtudes cristianas. Ni en los tópicos de la aristocracia.

—No sé. Quizás tengas razón. Pero no olvides que la educación, la publicidad, la radio, la televisión, el miedo y la represión pueden configurar a una persona y hacerle desear lo que desea el Estado que desee, aun con la luz apagada. Es como si hoy toda la ciudad hubiese aceptado el corte de carreteras por la carrera pedestre. Pero he visto a varias personas encararse con la chica policía. Siempre hay cabras que tiran al monte.

—Muy mal hecho, ¿qué culpa tiene ella? La solución del pobre: gritar y chillar a quien no se lo merece ni puede hacer nada. Aunque qué podemos hacer el resto.

—Son cosas de la convivencia. Y es muy difícil, por no decir imposible, poner de acuerdo a toda una sociedad. No hay más que acudir a las reuniones de vecinos de cualquier comunidad.

—Eso mismo me ha hecho a mí reflexionar sobre el papel de Cicerón en la sociedad romana. Me han llamado la atención, en su libro Sobre la amistad, no sólo los ataques a los hermanos Graco, sino también a Craso, al tribuno que defendió que el pueblo tuviera derecho a votar.

—Te lo he dicho muchas veces: Cicerón no fue un demócrata. Fue partidario de los optimates, de los mejores.

—Pero ¿cómo se puede ser de los mejores si uno no puede ni estudiar ni leer, ni aprender nada de nada?

—No planteándolo: la sociedad es un edificio, y cada piedra está donde debe estar. Nada más.

—Eso es falso. Cicerón no se conformó. Eso sí, tuvo los medios para “rebelarse”, para auparse, para cambiar de lugar. A otros, como a nosotros hoy, les cierran todas las salidas.

—Y muchos están muy contentos de que así sea, y de no tener que preocuparse por nada ni hacer nada. Que lo hagan otros. Y, lógicamente, esos otros se llevan la mejor parte del pastel. Y luego todo son quejas y lamentos. Lo de siempre, vamos.

—Sí, pero Cicerón, por lo visto, y por lo que dice él, también hizo lo imposible para evitar que el pueblo pudiera votar, es decir para mantenerlo donde tenía que estar a fin de que no tocara sus intereses.

A ciertas edades resulta ya muy penoso que no puedas hacer lo que habías planeado.

—Por supuesto. Y ahí tienes la respuesta: las leyes las hacía el Senado, Cicerón formaba parte de él, y el Senado sancionaba las leyes que le favorecían a él. Luego se adorna todo con los dioses, la ley natural, la madre patria, el honor y la gloria, y demás sandeces. Las conciencias quedan tranquilas con la palabrería, y el bolsillo no pierde nada. Y los otros se creen lo que se tienen que creer.

—Lo malo de todo esto es que, encima, tenemos una democracia de tan mala calidad que yo creo que ya no sirve para nada. Puro folclor. Habría que ponerse un traje regional para ir a votar… Creo que de tanto leer a Cicerón ya comienzo a pensar un poco como él: no, cada vez estoy menos de acuerdo en que mi voto valga lo mismo que el de estas necias que se pasan el día viendo la tele y enviándose unos mensajes por el móvil que dan pena, reflejo de la vaciedad de sus mentes.

—Julia —le dije con suavidad—, tranquilízate. No te asustes porque has visto al enemigo salir del desfiladero. Aquello contra lo que nada puedes tú, que nada pueda contra ti.

—Tienes razón, pero a ciertas edades resulta ya muy penoso que no puedas hacer lo que habías planeado.

—Y a ciertas edades hay que tener la suficiente inteligencia para darle la vuelta a la tortilla y aprovechar aquello que está en contra tuya.

—Sí —me dijo sonriendo—, tengo un mal día: aprovéchate porque no vas a poder sermonearme en muchas más ocasiones. Y otra cosa: nos quedamos a comer en casa. Te voy a hacer algo especial. Pero, eso sí, nos vamos los dos a la cocina y hablamos un poco de gastronomía.

 

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