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Diálogos con Julia (XVI)
Julia y el pueblo

martes 5 de noviembre de 2019
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Julia y el pueblo, por Vicente Adelantado Soriano
Por mucho que nos empeñemos, los pueblos se vacían.
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
Tenían casi todos un carácter bondadoso y tolerante, dos cualidades que demostraban su superioridad.
Honoré de Balzac, Las ilusiones perdidas.

Aquella tarde, era sábado, antes de que comenzáramos a hablar, como era habitual entre nosotros, Julia se asomó a la galería. Durante unos breves segundos estuvo escudriñando la calle. Luego, cerró la cristalera y se sentó frente a mí, que estaba intrigado.

A lo largo de varios días, el pueblo, o los pueblos y su abandono, la famosa despoblación, se convirtió en el tema de varias conversaciones.

—No hay vallas en las calles —me dijo—, ergo mañana no hay maratón ni carreras, ni impedimentos para que podamos salir de la ciudad. ¿Tienes tú algún compromiso?

—Ninguno. Nunca tengo compromisos con nadie.

—Conmigo sí —dijo sonriendo—. Te propongo que nos vayamos mañana al pueblo. Me apetece mucho ver a un par de personas y dar una vuelta por algunas calles de mi infancia.

—Será un placer llevarte allí.

—Muy bien. Llamo a un par de personas, y nos quedamos a comer en el pueblo. ¿Te parece bien?

—Perfecto.

Y así lo hicimos. Motivo por el cual, a lo largo de varios días, el pueblo, o los pueblos y su abandono, la famosa despoblación, se convirtió en el tema de varias conversaciones.

—En realidad —le dije yo— no es una situación nueva. Te recuerdo que ni Séneca ni Cicerón, por citar a dos nada más, murieron en el lugar en el que nacieron. Ambos emigraron a Roma. Y que el famoso Beatus ille, bellezas aparte, no es sino un intento de alejar a la gente de la ciudad.

—Claro —dijo con ironía—, con esto de la democracia todo el mundo ha hecho, incluidos mis padres, lo que antes sólo hacía la aristocracia o los pudientes: irse del pueblo, abandonar los campos y los aperos de labranza. Y sí, comienzan las llamadas al regreso, comienza la despoblación. Ahí tienes Menosprecio de corte y alabanza de aldea.

—No la conozco. Pero sea como fuere, los padres, por supuesto, no deseaban para sus hijos la vida que llevaron ellos. Y emigraron, como también lo hicieron antes los pobres, empujados por los terratenientes.

—Es increíble —me dijo entre triste y melancólica, como si no hubiera oído nada de lo que acababa de decirle—. En el teatro del Siglo de Oro siempre el patán es el campesino, el bruto, el que carece de educación, refinamiento y buenas maneras.

—Es muy fácil tener todo eso cuando se tiene la vida solucionada.

—Me recuerda una discusión que tuve, de muy joven, con una niña bien en la universidad. Ésta se preguntaba, riéndose, que cómo un negro iba a ser capaz de gobernar una ciudad, si la inmensa mayoría de ellos no sabían ni hablar. Mira —recordó indignada—, no le tiré de los pelos por no rebajarme.

—Siempre han existido los prejuicios, Julia.

—Es un tópico. Y no está exento de razón, te lo reconozco. Pero analicemos el porqué de la cuestión. Lo que más me indignó —añadió tras unos segundos de silencio— fue hallar esos tópicos entre gente de la Iglesia. Sí, ya sé lo que vas a decir. Pero que Eiximenis, un franciscano, tildara al campesino de bruto, de animal y de no sé cuántas lindezas más…

Lle decía a alguien, que tenía a su hijo en el paro, que se fuera a su pueblo, se comprara no sé cuántas cabezas de ganado, y a vivir tan ricamente.

—Mientras estabas tú en la iglesia, en el pueblo, yo me he quedado fuera, en la calle. Y allí he sido testigo de una conversación muy interesante. Estaban cerca de la puerta un padre y un hijo. El hijo, un joven de unos veinte años, disertaba, sin ninguna discreción, contra la religión, opio del pueblo, y contra las mujerucas que siguen a los curas, y etc., etc. El padre, que luego ha resultado ser familiar tuyo, indignado, ha arremetido contra el hijo. Le ha venido a decir que él piensa como lo hace porque su abuelo emigró del pueblo, porque ha podido estudiar, ir a museos, exposiciones, y tener una educación que no han tenido esas mujeres contra las que se revuelve. El padre ha destrozado al hijo: quien se creía un revolucionario ha terminado siendo un niño bien. Y no le ha hecho nada de gracia.

—Lo mismo le ha sucedido —me dijo— a algún que otro familiar: salidos del pueblo, y con una media carrera, creen que han alcanzado el cielo, y se muestran condescendientes con quienes se han quedado.

—De todas formas —le repliqué intentando huir del tópico—, por mucho que nos empeñemos, los pueblos se vacían. Y no van a conseguir nada con muros y leyes antiemigración, aunque sea pasar a palabras mayores. El pueblo, como economía o forma de vida, está obsoleto.

—Sí, tienes razón. El otro día —me contó— fui al mercado a comprar. Me gusta hacerlo. El mercado no está lejos de casa, y así camino un poco. Pues bien, uno de los puestos está regentado por un vecino del pueblo de al lado. Cuando llegué al mercado estaba perorando sobre el abandono de los pueblos. Y le decía a alguien, que tenía a su hijo en el paro, que se fuera a su pueblo, se comprara no sé cuántas cabezas de ganado, y a vivir tan ricamente. El hombre se fue con la cabeza gacha. Entonces el comerciante siguió perorando dirigiéndose a mí. Y yo no me pude callar: “¿Pero tú —le dije— quieres eso para tus hijos? ¿Que se hagan pastores? Y si tan ricamente se vive, ¿por qué has salido del pueblo?”. No le quedó más salida que decir que eso, regresar al pastoreo, es el fin que nos aguarda a todos.

—Tal vez. Pero ni Séneca ni Cicerón volvieron a su pueblo natal. Por eso me ha parecido un poco quijotesco, y encantador, eso que pretenden los jóvenes que me has presentado.

—Me imagino que hablas de esos que intentan promover una revista cultural en el pueblo.

—Sí, de esos mismos. Dejando tamaña quijotada aparte, me han parecido todos un grupo de bellísimas personas.

—Lo son. Uno de ellos es el nieto de la mujer que tenía la única tienda del pueblo. Y siempre que venía algún representante al pueblo, lo primero que hacía la buena mujer era prepararle un buen almuerzo. Fuese quien fuese. La mujer no podía soportar que nadie pasara hambre. En aquella época, los representantes viajaban con el tren. Éste llegaba muy pronto al pueblo. Así que la buena mujer los metía en la cocina, y mientras le enseñaban algún pobre catálogo, ella, sin prestarles mucha atención, les hacía una tortilla de patatas, o huevos fritos con tocino, o lo que fuera. Salían de la tienda más contentos que si hubieran vendido todos los productos de su empresa.

—Desde luego en esta vida ha habido gente increíble. Y todavía la hay. El otro día, en la capital, entré en una tiendecita a comprar una botella de agua. No puedo con el agua fría. La pedí natural, y como no había, el hombre se metió en la trastienda, y me sacó un vaso de agua. No me lo podía creer.

Me gusta la idea de una revista cultural en un pueblo que no llega a los ochocientos habitantes. Y en el que el noventa por cien ni leen, ni leerán nunca.

—¿Y vas a colaborar en la revista de estos chicos?

—Claro que sí. No va a servir para nada. Quiero decir que en ningún caso nadie va a abandonar la capital y se va a ir a vivir al pueblo. Éste se desangra. Y una revista cultural no actúa ni siquiera como un pequeño tapón… pero está bien, me gusta la idea. Me encantan las causas perdidas, si quieres.

—Tampoco creo que se trate de ganar ninguna causa. Saben lo que están haciendo.

—Sí. Lo sé. Uno de estos chicos me contaba que el año pasado estuvo con sus primos cogiendo olivas. Me decía que lo que ellos tardaron quince días en cosechar, una máquina, en un pueblo vecino, donde una multinacional ha comprado muchas tierras, lo había hecho en dos horas. Imposible competir. No hay nada que hacer. Igual que pasaba en la Roma clásica. Pero me gusta la idea de una revista cultural en un pueblo que no llega a los ochocientos habitantes. Y en el que el noventa por cien ni leen, ni leerán nunca.

—No me importa. Siguen siendo unas excelentes personas. Otro día que vengamos tenemos que ir a la sierra, a un cierto monte.

—Ya, ya sé lo que me vas a pedir —dije rápidamente a fin de evitar la conversación.

—Pues allí es donde quiero que deposites mis cenizas.

—Bueno, mientras llega ese momento, me encantaría que hiciéramos una cena con todo ese material, o una parte del mismo, que te han regalado en el pueblo. Los últimos suspiros.

—Eres incorregible.

Primum edere et deinde philosophari.

—Amén.

 

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