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Diálogos con Julia (XXII)
Julia y las elecciones

martes 17 de diciembre de 2019
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Senado español
Muy a menudo, viendo a los políticos en el senado, me ha dado la impresión de estar en una clase de 4º de la ESO: diciendo tonterías, riéndose, mostrando esposas, fotocopiadoras y no sé cuántas estupideces más.
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
¿Qué puede haber más estúpido que tener lo insensato por cierto y lo falso por verdadero?
Cicerón, Sobre la vejez.

Siempre he creído que una persona inteligente, sin prejuicios por lo tanto, es capaz de hablar, no de pontificar, sobre cualquier tema; de oír las opiniones de los demás y de contrastarlas con las propias sin airarse ni enfadarse. Lo pienso así pese a que a mí me resulta bastante enojoso hablar de elecciones, y de sobre si se debe ir a votar, o no, y a quién hacerlo. Le hablé a Julia de mi hastío, pues por aquellas fechas estábamos ya en plena campaña electoral. Y estaba cansado del asunto.

—Yo —me dijo ella— hace tiempo que tengo tomada mi decisión, así que ni oigo la radio, ni veo la televisión, ni apenas leo los periódicos. O, mejor dicho, sólo leo ciertas noticias.

—Verdaderamente los voceras de los políticos cansan al sol de mediodía. Me recuerdan, aunque sin su simpatía, al doctor Dulcamara de L’elixir d’amore.

No se me había ocurrido —dijo sonriendo—, y sí, algo de razón tienes. Pero, bueno, nadie te obliga a ir a la plaza en busca de una pócima que, sabes, no es milagrosa. No vas a enamorar a nadie gracias a sus efectos.

El engaño consiste en hacerle creer al público que lo que interesa a una determinada clase es un bien para todos.

—Una pena. Quizás mi insistencia en ir al ágora se deba —le dije sonriendo— a que no he perdido la esperanza de oír a algún político haciendo un bello y sensato discurso. Rindiendo cierta pleitesía a la retórica ciceroniana, por ejemplo. Hay que reconocer que esto es pedir peras al olmo. Pero… No lo he seguido quizás con la atención que se merece; no obstante, sí, de vez en cuando, he visto sesiones del juicio a los presos catalanes que proclamaron la república de Cataluña. ¡Y Dios, qué alejado está todo esto de dicha retórica! Y no sólo de eso sino del buen decir, de la honestidad y de todo lo demás.

—¿No esperarías que fueran allí presidentes y ministros a declarar todas sus incompetencias? No hace mucho, sin embargo, en un periódico, pude ver una sesión en el Congreso de los Estados Unidos. Una joven senadora preguntaba por una serie de normas que atañen a los políticos. De ellas se vino a deducir que un político, sin saltarse la ley, puede recibir dinero de no sé cuántas empresas o multinacionales… A partir de ahí ya te puedes imaginar. Sobornos y mentiras.

—Hecha la ley, hecha la trampa. Y volvemos a nuestro querido Cicerón y a sus leyes.

—Cicerón, como todos, deseaba mantener un estado de cosas, las que le beneficiaban a él y a un grupo de personas, ricos, comerciantes y banqueros. Poco o nada le importaba el resto. Por desgracia, siempre es lo mismo. Ahora bien, el engaño consiste en hacerle creer al público que lo que interesa a una determinada clase es un bien para todos. Y dicho por algún representante de la misma, con la boca grande, eso mismo es un enorme beneficio para la patria. Dígase esto agitando banderas.

—Y es todo mentira, por supuesto.

—Tú lo has dicho. ¿Has visto algo más bajo y rastrero que lo sucedido estos días con el juicio a los presos catalanes? ¿O lo que sucede de vez en cuando en el Parlamento? Muy a menudo, viendo a los políticos en el senado, me ha dado la impresión de estar en una clase de 4º de la ESO: diciendo tonterías, riéndose, mostrando esposas, fotocopiadoras y no sé cuántas estupideces más. ¿Y legislar? ¿Sabes cuántas reformas educativas he sufrido a lo largo de mi vida?

—Lo interesante sería saber si han servido para algo. Lo dudo. Pero no lo sé. Y, a decir verdad, tampoco tengo mucho interés en saberlo. De joven pensaba que la culpa de todo la tiene la gente de este país: no lee, no estudia, son personas incultas que tienen suficiente con las necias televisiones y el fútbol. Ante esto, quien se ha leído medio libro cree que ha participado, como mínimo, en la conquista de Troya. Y a partir de ahí discute de todo con un orgullo y una solvencia que no hacen sino poner de manifiesto los armatostes en los que se apoya el tambaleante edificio.

—Sí, son cabezas hueras que no hacen sino repetir las voces, como el eco. Es el mito de la hidra: cien mil cabezas repitiendo lo mismo al mismo tiempo.

—No son otra cosa los partidos políticos. Oyendo a sus militantes, me parece que no hay nada más democrático e igualitario que unas consignas políticas. Salen doscientos mil afiliados de la sede del partido, y tienes doscientas mil repeticiones de lo mismo. Ni una voz discordante. Ni un traidor. Es un poco sospechoso, y algo que no deja de infundir pánico o malestar. Como el croar de las ranas en un charco.

—A mí lo que me infunde verdadero pánico es lo que he dicho antes: la similitud que guardan los políticos con un grupo de alumnos de catorce o quince años. Recuerdo clases en las que no hacían sino molestar, incordiar, hacer lo imposible por que la clase no se pudiera impartir. Y luego, si sucedía algo grave, nadie era culpable. Siempre había sido el vecino. O alguien que pasaba por allí.

Ahora algunos países y regiones, si se pueden denominar así, se quieren separar y ser independientes. Tal vez dentro de un tiempo les pegue a todos por unirse. Vete a saber.

—Eso es lo que te estaba explicando yo sobre el juicio a los presos catalanes. Resulta que el ex presidente del gobierno no recuerda si hubo un mediador entre él y quienes querían proclamar la república catalana. Y el ministro del Interior ignora quién dio la orden a la guardia civil para cargar contra la gente. Nadie sabe nada. Estábamos gobernados por una pandilla de ignorantes.

—¿Hubo violencia? ¿Lo crees así? Yo no estuve allí, desde luego. No lo sé. Y las imágenes pueden haber sido manipuladas. No me fío. Ahora bien, me ha resultado muy útil haber leído ciertas cosas y haber visto algunas películas: en algunos libros y en muchas cintas, he visto y leído que varias personas, en una situación determinada, provocan a alguien, y si éste entra al trapo, ya se tiene la excusa para actuar con todas las de la ley. ¿O no? Tal vez me quiebre de sutil, pero no quiero pecar de ingenua.

—Sí, evidentemente la violencia se da de muchas formas distintas. Platón sostenía que por violencia entiendo todo aquello que me hace cambiar de forma de pensar.

—O aferrarte a lo que quieres y en lo que crees. Mira, recuerdo una clase en la que un profesor, haciendo una metáfora que me encantó, definió la historia como una sierra. Unas veces el hombre está en lo alto de un diente, y otras en la sima que hay entre dos de esos dientes. Y vuelta a empezar. Ahora algunos países y regiones, si se pueden denominar así, se quieren separar y ser independientes. Tal vez dentro de un tiempo les pegue a todos por unirse. Vete a saber.

—¿Crees que es posible —le pregunté sonriendo— que vuelva a resurgir el imperio romano?

—Nada es imposible en esta vida. No hay nada más inconstante que el ser humano. Quizás algún día se percate de su inconstancia, y trate de remediarla con un poquito de sentido común y mucha solidaridad.

—Me temo que eso no se va a producir nunca. De la misma forma que he sospechado que jamás hubo una época de oro o dorada. Son mitos que nos construimos para poder seguir hacia delante. A veces la vida es bien triste.

—Eso mismo me ha hecho sospechar siempre que ser inmortal, si se lograra, sería caer en una desesperación inmortal también. Debe de ser terrible no poder huir de una situación dada. Es el problema del conde Drácula. Los romanos y los románticos se suicidaban con una facilidad pasmosa, pero el pobre conde no lo puede hacer. Está eternamente condenado.

—Ni tampoco los dioses.

—Efectivamente. La muerte es una desgracia para quien se queda, pero un alivio para quien la sufre. Al menos en ciertas circunstancias.

—Sí, tienes razón —le dije bajando la cabeza—. Y de alguna forma es también lo que nos humaniza. Nunca me he notado más cercano a Cicerón que en los momentos en que éste se retira al saber de la muerte de su hija Tulia, su querida hija Tulia.

—Tal vez Cicerón no tuvo más amor que el de esa pobre muchacha. Y lo supo apreciar. Pero hay personas que ni lo tienen ni lo aprecian. He visto tantas ridiculeces ante los muertos… Tantas como las personas que al depositar la papeleta en la urna creen que han cumplido con un gran deber cívico, y creen que esto va a cambiar, bien sea en forma de monarquía, república o lo que tú quieras. Mientas no cambiemos nosotros…

—Quizás lo mejor sea no desear nada, ni hacerse ilusiones. Ya advierte Séneca que Júpiter no desea nada. Y si queremos aproximarnos a los dioses, nada debemos desear.

—Y adiós a la sociedad de consumo —dijo Julia sonriendo.

—Bueno, pues deseemos las cosas con una relativa moderación.

—Yo ya no sé ni lo que es desear. Sabes que tengo una amiga que emigró, hace un millón de años, a Estados Unidos. Ayer me llegó una carta de ella contándome que hay personas allí tan desquiciadas, que han condenado a prisión a tres mujeres por dejar botellas de agua en el desierto para que quienes van, por él, camino de la frontera, no mueran deshidratados.

—Es penoso.

Cicerón no estaría de acuerdo en que abandonáramos nuestras actividades políticas.

—Con la cantidad de películas que he visto, americanas, donde el juez cita a la Biblia una y otra vez. Se ve que eso de dar de beber al sediento ya no se estila. En la Edad Media condenaron a Esmeralda la Zíngara por dar agua al pobre jorobado de Notre Dame, puesto en la picota… Parece que hay cosas que nunca cambian. Por cierto, me acompañarás a votar, ¿no?

—Por supuesto. Te acompañaré a donde quieras ir.

—Primero vas a votar a tu colegio, y luego vienes a recogerme a mí. Y no te digo más: no es lo mismo tener de delegado de clase a Perico que a Jaimito. De poco sirve, pero hay matices.

—Sí, unos tratan de engañar más y otros menos. Escojamos el mal menor.

—Eso es, que no otra cosa es la democracia. Además, Cicerón no estaría de acuerdo en que abandonáramos nuestras actividades políticas.

—Me acabas de convencer. Vendré a buscarte nada más abran los colegios electorales. Y ahora arréglate que te invito a comer por ahí. Quiero celebrar algo, no sé, que es un día especial. O que estamos vivos. O que hay gente que todavía da de beber al sediento.

—Cinco minutos para arreglarme un poco la fachada —me dijo haciendo un círculo con el dedo índice en torno a su rostro.

 

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