Para Carlos García Olmos, partidario indiscutible de los Graco.
Eius disputationis sententias memoriae mandavi1
Cicerón, De amicitia.
Mi tía abuela Julia ronda los noventa años. Tiene problemas de visión, de huesos, y, de vez en cuando, sufre algún ligero resfriado. Oye perfectamente bien, lo cual no hace sino despertar mi más sana envidia, y tiene la cabeza tan limpia, y amueblada con tal finura, que parece una casa acabada de montar para la persona más exigente. Por otra parte, mi tía abuela Julia no se llama Julia sino Juliana. Así se llamaba su abuela. Su padre, en un arrebato de lirismo e imaginación, hizo bautizar a las tres hijas con el nombre de Juliana. Pero con el paso del tiempo, a mi tía abuela, la segunda hija, comenzaron a llamarla Julia. Y con Julia se quedó. Las otras dos fueron Juliana la grande y Juliana la chica.
Parte de mi infancia la pasé con mi tía Julia. Por el cariño que siempre le he tenido a ella, y por la amistad que me unía, y me une, con mi primo. Actualmente éste, como muchas personas de valía, ha tenido que irse al extranjero para poder ejercer su oficio. El marido de la tía Julia falleció hace algunos años. Ella se ha quedado sola. Así que yo, en cuanto puedo, me acerco a su casa y paso largas horas con ella. Me encanta su compañía.
Los prejuicios siempre hieren a quien los tiene.
La tía Julia es una mujer educada y culta. Algunos, por la exquisitez de su trato, dirían que es una persona de otros tiempos. Y tendrían razón. Pese a sus problemas de visión, la tía Julia, armada con unas potentes gafas, y ayudada, de vez en cuando, por una no menos potente lupa, dedica varias horas del día a la lectura. Esas horas son sagradas. Están por encima de todo. Cuando se cansa de los libros, ve películas, escogidas siempre con un gusto exquisito. Ahora bien, no hay vez que llegue yo a su casa que ella no desconecte la televisión, y que no ponga el móvil en modo silencio. Hecho eso, nos dedicamos a conversar durante largas horas. Algunos días, hago la comida o la cena, y pasamos mucho tiempo hablando. Cuando vibra el móvil estando yo, se pone las gafas, y si la llamada no es de su hijo, no le presta atención al teléfono. Es primordial para ella la conversación conmigo. Me encanta esa deferencia hacia mí por parte de mi tía Julia. Por esas actitudes, y otras parecidas, es definida como una mujer educada, y de otros tiempos.
—Yo —me dijo el otro día señalándome el libro que estaba leyendo— he sido una persona, y no digo que haya vencido ese defecto, con algunos prejuicios, bastantes, como el resto de los mortales. Los prejuicios no son buenos. Además, cuestan más de arrancar que las malas hierbas de un huerto.
—Desde luego. Y es innegable la fuerza que tienen tanto ellos como los tópicos. Como si los abonaran con el mejor abono mundial.
—Efectivamente —contestó—. Pero ambas cosas son consecuencia de la pereza mental. El asidero que nos permite seguir a flote sin esfuerzo: con el prejuicio y el tópico ya estamos a salvo. O eso creemos. Porque es falso. Ni hemos sacado la cabeza de las aguas, ni hemos llegado a ninguna parte.
—Tampoco se puede estar las veinticuatro horas del día machando el hierro.
—Tampoco es conveniente dormir mucho… Imagino que depende de gustos y tendencias, como todo. La cuestión es que recuerdo que de joven tenía unos prejuicios terribles hacia los americanos de Estados Unidos. Era curioso: si se trataba de cine, y la película estaba dirigida por alguno de ellos, ni me lo pensaba: entraba en la sala, y veía la cinta. Ahora bien, cuando la cosa iba de estudios y ensayos ya era otro cantar. Máxime cuando tocaban temas de historia. Los rehuía como el gato al agua.
—Bueno. Son prejuicios un poco tontos e inocentes: no hacen daño a nadie.
—Me hacían daño a mí. Los prejuicios siempre hieren a quien los tiene. Una vez, sin embargo, vi una película, española por cierto… y ahora no recuerdo el título… ya te lo diré. Cuenta la historia de un profesor español que da clases de lengua y literatura en Estados Unidos. Y tiene una pequeña discusión, en uno de los regresos a la patria, con una amiga. Ésta se ríe, sarcásticamente, de lo que puedan entender los americanos de García Lorca, o de algún otro poeta hispano. El profesor, serio, le replica pidiéndole que le señale las partes de esa poesía que no puede ser entendida por un americano y sí por un español. Me dio la impresión de que la chica no se había leído a García Lorca. Y añadiría que a ningún otro poeta.
—Eso también es muy típico: hablar de lo que se desconoce.
—Y todo puede ser entendido por todos, si es queremos entendernos. Pero falta esa voluntad. Ayer leí una noticia terrible en un periódico: un grupo de nacionalistas arrojaron botes de pintura contra una estatua de Kant. La necedad humana no tiene fronteras: es lo único que emigra de aquí para allá sin que nadie le ponga obstáculos ni le pida papeles. Lo llamativo de este caso no fue lo que le hicieron a la impávida estatua de Kant, sino la arenga de un militar ruso en contra del filósofo. Vino a decir que era un traidor y que escribió libros que ninguno de los presentes entiende ni entenderá jamás en su vida.
—Hay veces que la necedad es de una sinceridad enternecedora.
Como casi siempre, patria quiere decir mis tierras, mis intereses, mis posesiones, mis esclavos, etc., intereses que coinciden con los de otros potentados, que son quienes detentan el poder.
—Y peligrosa: si en este mundo se van a quemar todos los libros que ciertos individuos no entienden, creo que no se salva del crematorio ni la pobre Caperucita Roja.
—Es posible que tengas razón.
—Sí, es posible. Pero volvamos al principio: el otro día, cuando me dijiste que no ibas a poder venir, me fui a la librería. En contra de lo esperado, no tardé nada en salir de allí. Me tropecé con un libro, sobre Roma, la república, escrito por un americano. Venciendo los restos de mis necios prejuicios, me lo compré y me fui. El tal libro me está sorprendiendo mucho. Y de él quería hablar contigo.
—¿Lo he leído yo?
—No, no creo. Pero tampoco hace falta. El libro, Hacia la tormenta, se centra en el inicio del fin de la república romana. Según su autor, Mike Duncan, la decadencia de Roma comienza con el fin de las guerras púnicas.
—Es muy posible.
—Sí. Lo es. Hasta ese momento, las guerras en Roma eran cuestión de tres o cuatro meses, y la frontera siempre estaba al lado de casa: el legionario-labrador podía abandonar la espada y el escudo y volver a sus tierras para la cosecha; podía atender su parcela y sus animales. Cuando hace falta un ejército permanente, y el desplazamiento dura largo tiempo, los legionarios-labradores tienen que abandonar sus campos. Aníbal los obligó a ello. Y ya sabes: los senadores, desde el senado, se van haciendo con todas las tierras sin trabajar, y creando una masa de desposeídos. ¿Te suena?
—Tengo que confesarte, y esto nunca se lo he dicho a nadie por miedo a las risas, que, a veces, estudiando esa parte de la historia, me he acordado, de forma inconsciente, de la desamortización de Mendizábal…
—Exacto —dijo llena de entusiasmo—. El senado, poco a poco, se fue adueñando de todas las tierras, y no solamente de las de Italia sino también de las conquistadas por esos legionarios desposeídos de todo. Las tierras no se repartían, ni tampoco los tesoros. Los Graco, Tiberio y Cayo, intentaron paliar esas injusticias…
—Y fueron asesinados cruelmente.
—Tiberio fue asesinado por su propio tío. Éste, manchado de sangre, dijo que ponía a la patria por encima de la familia.
—Las grandes palabras que tan desgraciados nos hacen, Joyce dixit.
—En este caso, como casi siempre, patria quiere decir mis tierras, mis intereses, mis posesiones, mis esclavos, etc., intereses que coinciden con los de otros potentados, que son quienes detentan el poder.
—De todas formas, Julia, los Graco —le dije— son unas figuras controvertidas.
—Sí, efectivamente. Y eso quería comentarte: para unos fueron unos golpistas que se saltaron la ley, mos maiorum, a la torera. Para otros, unos buenos romanos que intentaron unificar a Italia repartiendo ésta de forma equitativa, o más equitativa, entre todos sus habitantes. Un poco esquemático, pero así es… Ahora bien, para mí, guiada por el libro de este buen americano, y por muchos más, creo que los Graco se saltaron todas las leyes porque el senado iba poniendo, como se dice ahora, palos en las ruedas. Los senadores defendieron sus intereses a sangre y fuego. Se hicieron con todas las tierras, desposeyendo a los legionarios de todo. Éstos, sin embargo, con el paso del tiempo, serían quienes nombraran a los emperadores… ¿No te parece todo esto de una rabiosa actualidad? ¿O estoy yo prejuzgando lo que leo?
—Tanto el historiador como el lector son hijos de su tiempo. Es incuestionable. Pero creo que en lo fundamental estás en lo cierto. O, al menos, es lo que pienso yo también. No obstante, tengo que advertirte que hay serios defensores de los senadores y opositores a los Gracos. Según unos y otros los Gracos fueron unos fuera de la ley.
Soy una ferviente defensora del estudio y de la memoria, eso tan denostado últimamente. Los romanos, sin embargo, sabían de los peligros de la memoria.
—Ya lo sé. Pero es que cuando se tiene el poder es muy fácil hacer que los contrarios sean unos bandoleros. Se legisla contra ellos, se prohíbe lo que pretenden hacer, y ya está. El viejo truco. Ni la república romana se salvó de eso. El senado condenó a los Graco, pero salvó a todos los corruptos, senadores, que ellos mismos tenían que juzgar cuando regresaban a Roma tras administrar una provincia. Es otra de las cosas con las que quisieron acabar los Graco. La controvertida y nunca lograda separación de poderes. Aquí ya sabes que los políticos nombran a los jueces. Los Graco no han pasado por estos lares.
—Con la iglesia hemos dado, Sancho.
—¿No te parece todo muy similar a muchas de las cosas que están sucediendo actualmente? A mí a veces me da la impresión de que nos hemos imaginado que estamos corriendo, y, sin embargo, siempre estamos en el punto de partida…
—En algunas cosas, Julia. En otras, afortunadamente, no.
—Por eso —dijo como si no me hubiera oído— soy una ferviente defensora del estudio y de la memoria, eso tan denostado últimamente. Los romanos, sin embargo, sabían de los peligros de la memoria. ¿No fueron ellos los inventores de la damnatio memoriae? ¿De condenar al olvido todo aquello que fuera en contra de las leyes, de las mos maiorum? Los Graco se salvaron de dicha condena. Y ello nos permite reflexionar sobre algunas cosas que sucedieron en su época, y que tan similares son a las nuestras, en algunos aspectos al menos.
—Esa es la grandeza de algunos libros: hacer pensar y reflexionar no sólo sobre el pasado. Y personas como tú los dignifican, desde luego.
—Ha valido la pena acabar con mis prejuicios —dijo—. Venga —añadió sonriendo con dulzura—, hagamos gorda a Minerva: haz algo de comer, que tú tienes muy buena mano para ello.
—Sea por los Graco.
—Sea.
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