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Diálogos en tiempos del virus (1)
Una breve carta

jueves 6 de mayo de 2021
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Una breve carta, por Vicente Adelantado Soriano
Todo se ha truncado con el maldito virus y su pandemia. Ahora bien, no logro entender qué tiene que ver el virus con la oftalmología.
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.
El más feliz es quien, día tras día, no se topa con ningún infortunio.
Eurípides, Hécuba.

En esta vida todo termina por cansar. Cuando se rompe una cierta moderación se llega incluso al hartazgo. Todo se debe hacer con una cierta moderación y mesura. Pero quebrar ésta, me percaté de ello enseguida, suponía una forma de salir de la monotonía. Y, por qué no decirlo, de atribuirse la importancia que ni de lejos se tenía. Una importancia, por lo demás, tan absurda como necia: ser portador o receptor de un virus. Por ello mismo, por la calle, algunas personas se alejaban de otras como si fueran seres apestados que les iban a transmitir sus penosas penurias. Daba grima ver algunos comportamientos. Y lo que sucedió con mi vecino me llegó al alma.

Estaba harto de la situación. Así que acepté la invitación de una amiga para ir a su casa a pasar la noche vieja.

—Seremos cuatro —me dijo a través del teléfono—, una pareja de amigos, tú y yo.

Iría a la cena. Pero le puse una condición: le ayudaría a hacer la misma. No porque no me fiara de ella sino porque me gusta cocinar, máxime si lo hago en compañía. Aceptó la propuesta. Llegué a su casa con un par de bolsas con todo tipo de víveres, y varias botellas de un buen vino. Me recibió, sin embargo, un tanto compungida:

Hicimos una cena bien sencilla. Eso sí: las botellas de vino recibieron una muy buena acogida.

—Vamos a estar solos —me dijo—. Los otros se han asustado. Dicen que prefieren no salir de casa… Como no te conocen… Tienen miedo a que nos contagiemos.

—Bueno —le dije con la mejor de mis sonrisas—. Hay tres opciones: me voy a casa, llamas a tus amigos y vienen ellos; o me quedo y no viene la pareja temblorosa. O me voy yo y no llamas a nadie. Y cada uno en su casa y Dios en la de todos.

—Ni se me ha pasado por la cabeza: quiero que te quedes. Me ha dolido la falta de confianza de esta pareja. ¿Cómo voy a ser capaz de traer a alguien de quien no me fíe enteramente? Son ellos quienes no se fían de mí. Con su pan se lo coman.

—Todo esto no es más que una enorme porquería. Y perdona por la palabra: hace poco un mequetrefe da un concierto al que asisten no sé cuántas personas, y no pasa nada…

—El negocio es el negocio.

—Pues hagamos la cena. Y aquí paz y allá gloria.

Hicimos una cena bien sencilla. Eso sí: las botellas de vino recibieron una muy buena acogida. Y con las doce uvas vinieron las doce y las veinticuatro cosas siguientes, que, la verdad, no me las esperaba, pero que las veía venir. Algo brotó en mí en cuanto supe que la pareja temblorosa no iba a acudir a cenar. Ese brote de no sé qué comenzó a cocerse ya en la misma cocina, entre pucheros y cacerolas. Y no fue, precisamente, la consecuencia del miedo a la muerte, o de la histeria que se había instalado en toda la ciudad, por no decir en todo el mundo. Sea como fuere, pasé una de las noches viejas más felices de mi vida.

—Y si hay que morir —me dije—, pues se muere y en paz. Como un buen gladiador vencido en la arena.

Pero no morimos ninguno de los dos. Aunque pasaremos por ahí. Es inevitable. No como consecuencia, sin embargo, de aquella noche, ni de las otras que le siguieron. Eternamente agradecido a la pareja temblorosa, estaba, y estoy, contento y feliz. En ningún caso me planteé, pese a todo, irme a vivir con ella, o casarnos, o algo similar. Eso se dejó para más adelante. Tiempo al tiempo. Nos despedimos a altas horas de la madrugada, antes del canto de la alondra.

Era muy tarde cuando me fui a casa. O muy temprano. Por la calle, desde luego, no había ni un alma. Ni siquiera un coche o un taxi. Me hizo gracia que, pese a todo, los semáforos, incansablemente, siguieran dando paso o prohibiéndolo. No respeté ni uno. Había comenzado a caer una fina lluvia. Además, hacía mucho frío. Y no llevaba paraguas. Me puse la capucha del anorak y me enfundé los guantes. No tardé más de media hora en llegar a casa. El buen paso durante el paseo me hizo entrar en calor. Y añorar la cama.

Me tropecé con él nada más abrir la puerta. Me di cuenta, al hacerlo, de que ésta, al ser empujada, arrastraba algo. Ese algo me impedía abrirla con la ligereza de otras veces. Una vez dentro, y cerrada la puerta, me encontré un abultado sobre blanco. No llevaba remite, ni dirección ni sello. Sólo constaba mi nombre. Supuse que era la tardía felicitación navideña de la vecina de todos los años. Me dirigí a mi habitación con la intención de quitarme el mojado anorak y dejar aquel sobre para mejores tiempos. Y sí, me quité la chaqueta. Pero me senté en mi sillón, y conecté el flexo. Intrigado, pues el sobre abultaba mucho para ser una postal, abrí la carta. Y no, no era una felicitación navideña. Era una carta del vecino de la puerta 33. Con un billete de veinte euros y una larga lista de libros.

Nos conocimos hacía unos cuatro o cinco años. Por una serie de errores encadenados: el cartero dejó en mi buzón una carta oficial, la vida laboral, dirigida a mi vecino; yo, estúpidamente, rasgado el sobre, se lo llevé a su casa. Estaba esperando, a mi vez, la mía. Creí que había llegado. Pero al comenzar a leer aquellos coloreados datos me percaté de que nada coincidía con mi paso por varias y distintas empresas. Fue cuando me di cuenta del error. Hice entonces una cosa que nunca he logrado entender: llevar la carta a su piso y excusarme, cuando si la hubiera dejado en su buzón nunca se hubiera enterado de quién había abierto su carta.

No se lo tomó a mal. Dijo que esas cosas solían suceder, y que no tenía más importancia. Y no hubo más. Eso sí: me saludaba efusivamente cada vez que nos veíamos en el ascensor o en el patio de la finca. Incluso una de las veces mostró un impertinente interés por unos libros que había comprado. No paró hasta que los saqué de la bolsa y se los enseñé. No hizo ningún comentario al respecto. Fue esa la máxima intimidad que logramos. Me sorprendió, por ello, que me escribiera una carta, y en unas fechas tan señaladas. Supuse que se encontraba solo. No era ese el único problema. Conforme la fui leyendo todo comenzó a clarificarse:

Todo inútil, querido amigo: las gafas, al cabo de cinco o diez minutos, se me vuelven a empañar. Y sin ellas no valgo nada.

“Apreciado vecino —decía la carta, escrita a mano con una letra clara y pulcra—, me dirijo a usted porque no tengo otra persona a quien hacerlo. Siento molestarlo, pero necesito su ayuda. Como sabe vivo solo: mis hijos están trabajando en el extranjero. Por estas historias del virus no han podido venir ellos, ni salir yo del país. Y, al parecer, tardaremos en poder reunirnos. No tengo familia. Mis amigos o han fallecido o están mucho peor que yo. No, no estoy enfermo. Pero ya no tengo dieciocho años. Y de algunas cosas, lógicamente, me resiento más que de otras. La vista es mi gran problema. Máxime cuando la lectura es la única distracción que me queda. Y casi la única que he tenido en esta vida. Hasta ahora lo he llevado mal que bien: me hacía revisiones periódicas de la vista, y estaba esperando a ser operado… Todo se ha truncado con el maldito virus y su pandemia. Ahora bien, no logro entender qué tiene que ver el virus con la oftalmología. Misterios de la vida. Mi pobre y cansada vista, entre tanto, se ha convertido en mi maldición.

”No he descuidado mis ojos: en la óptica, a falta de pan buenas son tortas, me revisan las gafas y mi visión a dos por tres. Y yo, además, me he hecho con una buena lupa. Gracias a ella sigo leyendo con la fruición de siempre. Pero no solamente están los libros. Por desgracia.

”Como todos los finales de año, me han caducado las tarjetas de crédito. Las nuevas me las envían por correo. Pero tengo que ir a un cajero automático a confirmar el número secreto. Y aquí cometí dos errores imperdonables: ir a un cajero a las diez de la mañana, y utilizar el que estaba dentro de la oficina, el único libre en aquel momento. Como sabe, la mascarilla antivirus es obligatoria en todo lugar y momento, aun en medio de la montaña, y sin más bichos vivientes que lobos y cabras. Tengo un verdadero problema con ella: se me empañan las gafas y no veo nada. Sí. He lavado éstas con jabón, con detergente, me he puesto la mascarilla así y asá. Y me he comprado una bayeta antivaho con la que he restregado, una y otra vez, los cristales. Todo inútil, querido amigo: las gafas, al cabo de cinco o diez minutos, se me vuelven a empañar. Y sin ellas no valgo nada. Ante el cajero automático me bajé la mascarilla para poder ver los números correctamente. Y nunca lo hiciera, pues una empleada del banco se puso histérica y empezó a chillarme como si fuera un apestado, o la peste en persona. Las dos o tres personas que había por allí se alejaron de mí corriendo. Tuve la impresión de ser un leproso y hallarme en plena Edad Media. Siguió chillando en tanto yo cambiaba el número de la tarjeta.

”—¡Váyase a la mierda, estúpida! —le chillé una vez hube terminado— Si tanto miedo tiene, haber salido a ayudarme. Pero eso se le queda grande. ¡No veo bien, imbécil!

”No me replicó. El resto de los empleados nos miraron atónitos. Salí dando un fuerte portazo. Una vez en la calle, quité el vaho de las gafas y me puse de nuevo la mascarilla. Sí, el color rojo y verde de los semáforos lo distingo.

”Y cometí otro error. No hay tres sin cuatro: me fui a una librería. Y la misma historia, remozada ahora con la burda anécdota de que algunos deudos y parientes de la inútil dependienta habían sido ingresados por el coronavirus. La mandé a paseo. ¿Cómo iba a buscar los libros si no leía los títulos? Me sermoneó tanto que me fui. No quise que me buscara ningún libro:

”—No quiero ser culpable —le dije con las gafas en la mano— por si usted se contagia o se muere. Ya vendré dentro de diez o quince años. Aunque espero morirme antes y no volver a verla ni a molestarle.

”Y me fui sin libros. Afortunadamente éstos se pueden pedir a través de la red. Es lo que hago. Y si eso supone que se arruinan unas librerías por mor de unos grandes almacenes, lo siento por ellos. Pero no voy a dejar de leer porque mis puñeteras gafas se empañen una y otra vez. Sin duda se debe a que, como me decía mi santa madre, estoy mal hecho y peor acabado. Pues parece ser que al resto del mundo no se le empañan los cristales. O no leen.

Junto con la carta había una lista de libros. Eran raros, desde luego. En mi vida había oído hablar de ellos.

”Sea como fuere, no me han sentado nada bien estas estúpidas trifulcas. Ha habido alguna más. Pero se las voy a ahorrar. Creo que se ha generado un clima de histeria que no es nada saludable. Quizás peor que el propio virus. Yo he decidido no salir de casa. No quiero más infortunios. La comida la pido al supermercado, por teléfono. Los libros, igual. Me lo traen todo a la puerta. Pero algunos libros sólo los puedo conseguir en la biblioteca de la facultad de humanidades. Y aquí, querido vecino, es donde entra usted. ¿Sería tan amable de sacarse el carnet de la facultad y de traerme estos libros? Le adjunto un billete de veinte euros por los gastos que esto le pueda ocasionar. No hace falta, desde luego, que entre en casa: me llama, tres timbrazos largos, y me los deja en la puerta. Yo los recogeré, como hago con el resto de los pedidos. Y cuando los haya leído los depositaré en su puerta, convenientemente empaquetados. Tanto si me hace el favor como si no, no voy a salir más de casa. Ni quiero que me griten, ni quiero ver a nadie, ni que nadie crea que va a morir por mi culpa. No coincidiremos, pues, ni en el patio ni en el ascensor. Estoy harto de tanto necio y tanto estúpido. Gracias por todo, y feliz año”.

Junto con la carta había una lista de libros. Eran raros, desde luego. En mi vida había oído hablar de ellos. Dejé la carta a un lado de la mesa. Estaba muy cansado, pero, también, muy feliz por la noche pasada en compañía de mi amiga. Seguía lloviendo. Los semáforos, inútilmente, cambiaban de color. Conecté el ordenador y escribí una nota. Sí, iba a hacerme el carnet de la facultad y a llevarle los libros que necesitara. Todo cuanto le hiciera falta. Sentía lo de sus ojos. Y que no pudiera ir a la librería, pues sabía, por varias conversaciones, que era aquella una de sus distracciones favoritas. No quise seguir escribiendo: me di cuenta de que me deslizaba hacia el sentimentalismo facilón. Terminada la breve nota, salí a la escalera, la metí por debajo de su puerta, junto con el billete de veinte euros, y me acosté. El lunes, primer día de trabajo, me acercaría por la facultad a cumplir con sus encargos. No llevo gafas y no se me empaña nada.

 

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