

Y si alguno de vosotros sabe dónde podría yo comprarme una nariz sin agujeros, que me lo diga.1
Aristófanes, La paz.
—No tuve noticias de él durante un buen rato —le confesé a mi vecino aquella tarde—. Y, la verdad, comencé a preocuparme. Dejé de caminar, me quité la mochila, y lo esperé con la vista fija en el solitario camino.
—No habrá sucedido nada grave, ¿no?
—No. Nada grave. Rompí la norma de no perdernos nunca de vista el uno al otro. Yendo por aquella vía verde, la del antiguo tren de Alcoy a Gandía, creo, nos metimos en un túnel largo, sin luz. Para más inri yo no llevaba linterna.
—El móvil. El móvil tiene linterna.
—Sí. Conecté la linterna del móvil. Y aunque el túnel es muy largo, conseguí salir pronto. Pese a la oscuridad, y a la poca potencia de la linterna del móvil, apresuré el paso.
—¿Se quedó detrás su amigo?
Me distraje con mis pensamientos. Y en la contemplación del paisaje. Maravilloso.
—Sí. Pero él siempre me insta a no esperarlo, a ir a mi ritmo. No lo hago, esa es la verdad. Ahora bien, en esta última excursión, lo confieso, me he desentendido un poco, y he apresurado el paso.
—¿Por alguna razón especial?
—Por ninguna —dije tras beber un sorbo de la bien servida copa—. Me distraje con mis pensamientos. Y en la contemplación del paisaje. Maravilloso. Fueron unos ciclistas quienes me advirtieron de que José Luis, a quien yo estaba esperando, había preguntado por mí… Me alarmé y volví sobre mis pasos. Nos encontramos al cabo de unos minutos. Y a partir de ahí ya hubo siempre contacto visual.
—Me llama la atención que vayan juntos por tantos caminos y parajes y hablen tan poco. Usted es un buen conversador. Al menos aquí en casa.
—La ventaja de tener una copa de vino entre las manos —le dije sonriendo—. No me gusta hablar mientras camino.
—¿No será usted de quienes no pueden hacer dos cosas al mismo tiempo? —me preguntó con sorna.
—Sí, soy de esos —le contesté irónico—. Primero bebo vino y luego hablo, o hablo primero y luego bebo vino.
—Ya. Muy hábil.
—Íbamos por la vía verde, la del antiguo tren de Gandía. Corre paralela al río Serpis. Me encantan los ríos. Y me encantan las montañas. Tuve de todo. En abundancia. Y comencé a pensar que siempre vamos por una orilla del río, jamás por las dos, una y otra respectivamente, claro. Tampoco puedo ir por las dos orillas al mismo tiempo.
—Necesitaría usted, para eso, ser un gigante de luengas piernas.
—Sí. Es cierto. Y como no lo soy, di en pensar en otras cosas. Y entonces comencé a angustiarme: había por allí mucho senderista, mucho ciclista, y hasta familias completas con perros y todo.
—Una delicia, me imagino.
—Me parecieron todos buenas personas. Contentas y felices de poder disfrutar de una mañana soleada, paseando por la orilla de un caudaloso y bello río. Sentí pena y me alegré por ellas.
—¿Le angustiaba a usted la aparente felicidad de esas buenas gentes? No me lo puedo creer.
—No. No me angustiaba eso. Lo hacía el pensar en la guerra de Ucrania. A esas horas, imaginé, estarían muriendo muchas personas por culpa de una guerra necia y estúpida. Allí, en Ucrania, habrá llanto, masacre, muerte, desolación y dolor en lugar del sol y la paz de la cual gozábamos nosotros.
—Seguramente fue así. Ahora bien, ¿qué esperaba de aquellas personas? No iban a estar lamentándose. ¿Podían hacer algo al respecto? ¿Hubiera cambiado algo de haber ido llorando por allí?
—No. No podían hacer nada. Fue una estupidez mía…
¿De qué sirve —me pregunté entonces angustiado— ver infinidad de películas sobre los campos de exterminio nazis? ¿O leer libros sobre lo mismo? Son superiores a mis fuerzas. Lo siento.
—Mire, cuando yo era joven —comenzó a contarme— compañeros y voces públicas afirmaban, y defendían, sempiternamente, la necesidad de ver ciertas películas y leer ciertos libros. Debíamos concienciarnos. Era la fórmula de moda. Hice caso. Me conciencié. Pero hubo un momento en el cual no pude más. ¿De qué sirve —me pregunté entonces angustiado— ver infinidad de películas sobre los campos de exterminio nazis? ¿O leer libros sobre lo mismo? Son superiores a mis fuerzas. Lo siento. No pude continuar viendo tantas salvajadas. Las dejé. Lo cual no quiere decir, ni de lejos, que las apoye.
—Tiene razón. Yo también me sentía algo culpable por hallarme allí, en medio de aquellas magníficas montañas, caminando por la orilla de un caudaloso río en tanto en Ucrania estaban masacrando a los ciudadanos. Y tampoco podía hacer nada. Taparme las narices ante eso, y ante las continuas estafas y bufonadas de los políticos. O pedir, como decía Aristófanes, unas narices sin agujeros. Tanta podredumbre…
—Es la impotencia del ser humano. Poco se puede hacer ante el dolor de un semejante. Y ante las interminables corruptelas de unos y la fría indiferencia de otros… A veces no quedan sino los tópicos y las frases al uso.
—He pensado en alguna ocasión que me he equivocado de carrera: a veces me gustaría ser médico, científico… no sé, algo capaz de ayudar a mi semejante.
—¿Y se hubiera ido usted a Ucrania?
—Mire. No soy ningún héroe. A veces, cuando entro en una clase, me asusto de mis propios pensamientos: imagino a alguno de mis alumnos con un arma en las manos, y sin la obligación de responder ante nadie de cuanto hacen o dejan de hacer. Y los pelos se me ponen de punta. Me dan pánico. Horror. No sé si me hubiera ido o no a zonas de guerra. No lo sé. Ya le digo: no soy nada valiente. Todo lo contrario.
—No se menosprecie tanto. Y no se fíe mucho de cuanto dice la gente. De sobras nos es conocido, imagen procedente de la literatura clásica, el miles gloriosus, ¿no? Aparece en La Celestina…
—Sí. De sobras es conocido… Al final, impotente, me ganó el paisaje. Me detenía de vez en cuando, muy a menudo, para ver el caudaloso río a mis pies, o contemplar las altas montañas. Hay una cascada muy alta. Pasé largos minutos viendo caer el agua. Me hechizan las aguas de montaña.
—No así las del mar. Las teme, según me ha dicho en alguna ocasión.
—Sí, las temo. Parafraseando a Erasmo, vale más una mala paz que una buena guerra, le puedo decir que vale más un mal río que un ancho mar. Y aquel río de malo no tiene nada. Es muy caudaloso. Y transcurre entre altas montañas. El aire era puro y límpido. No hacía ni calor ni frío. Y el silencio era maravilloso. Además, y fue otro motivo de alegría, no vimos ni una mascarilla por el suelo, ni nadie con ella tapándose boca y narices.
—Parece que se ha terminado esto de la pandemia. Las mascarillas van a dejar de ser obligatorias aunque hay los hay tan acostumbrados a ellas, que las utilizan hasta cuando están solos. Dentro de poco se va a volver a producir otro motín de Esquilache. Ahora será el motín de las mascarillas.
—Una de ellas me ha deparado hoy una muy agradable sorpresa.
—Cuente —dijo llenando de nuevo las copas.
—Era pronto cuando, tras la caminata, regresamos al coche. Pero estábamos cansados. Y sudados. Yo me cambié de camiseta. Y en contra de la costumbre, José Luis no había buscado ningún sitio donde ir a comer. Fuimos a la aventura. Y así, a los pocos minutos, llegamos al pueblo. Orxa o Lorcha se llama. Vimos un restaurante. Aparcó en la puerta. Entramos y nos dieron de comer.
—Llegar y besar al santo, como se dice.
—Sí. Además, fuimos los últimos comensales en ser admitidos. La terraza estaba llena. Nos quedamos, solos, en el interior. Allí no había nadie. Le pedimos un par de cervezas a la chica que estaba tras la barra. Y me quedé deslumbrado. Era, es, preciosa, guapísima. Y más me lo pareció cuando se bajó la mascarilla para beber agua. ¡Dios, qué mujer más guapa! La estuve mirando, con disimulo, todo cuanto pude…
Existiendo parajes como el del río Serpis y personas tan amables como lo fueron las camareras de aquel restaurante, y con aquella chiquilla tan guapa, no se entienden esas salvajadas de la guerra.
—¡Vaya! Tuvo usted el día completo de belleza entre el río y la chica.
—Es, además, muy joven. Y sentí envidia, nostalgia, de lo feliz que hará algún día a algún hombre. Siempre y cuando éste la merezca.
—El irresistible poder de la belleza.
—Sí. Existiendo parajes como el del río Serpis, entre otros, y personas tan amables como lo fueron las camareras de aquel restaurante, y de muchos otros por los cuales hemos pasado, y con aquella chiquilla tan guapa, tan hermosa, no se entienden esas salvajadas de la guerra. No. No lo comprendo.
—Como usted sabe hay muchas formas de explicarlo…
—Sí, desde luego. Y una de ellas es el olvido de Erasmo y de las humanidades.
—No me cabe duda.
—Si viajaran por las orillas del río Serpis, leyeran a Erasmo y conocieran a esta chica, tal vez se curaran de sus males y sus odios.
—Añada a ello los aires del monasterio de Veruela.
—Brindemos por ello, por la belleza y por la paz.
—Que me place, como diría don Quijote.
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