

El liderazgo del pueblo no le va al hombre instruido, ni al honrado en su forma de ser, sino al ignorante y al corrupto.1
Aristófanes, Los caballeros.
—¿No le da la impresión —me preguntó aquella tarde mi vecino sirviendo el vino— de que la historia se repite?
—Sí. Muy a menudo —le contesté—. A veces también, y por eso le doy la razón a Pitágoras, me suceden cosas de las cuales tengo una especie de vago recuerdo. Como si me hubieran sucedido en otras épocas muy remotas y difusas. La famosa metempsicosis.
—Yo no le hablo de vagos recuerdos sino de realidades tangibles. Unas realidades metidas en un bucle del cual no hay forma de salir.
La muerte nos hará salir de todo bucle y enredo. O quizás sea la entrada en otro mundo.
—La muerte —dije un poco sentenciosamente— nos hará salir de todo bucle y enredo. O quizás sea la entrada en otro mundo. Si es similar a este, ya tiene usted trazadas las líneas maestras del Infierno. Para echarse a temblar.
—Siendo muy joven —dijo ensimismado—, y con esto me explico, tuve una especie de visión en la cual vi esa especie de bucle, de eterna repetición. Fue a la salida de un cine. Fui a ver una película de ciencia ficción. No es un género de mi agrado. Prefiero las películas del oeste, las de vaqueros. No obstante, aquella tarde vi los enormes paralelismos entre unas películas y otras. Eran lo mismo. Cambiaban, desde luego, los trajes, las armas, los paisajes. Pero no lo fundamental: el odio, la guerra, el desprecio, la ambición estaban intactas e iguales a sí mismas, como siempre.
—Nada nuevo bajo el sol —respondí tras un breve silencio—. Hace tiempo a mí se me ocurrió una de las tantas ideas descabelladas y maravillosas que he tenido en esta vida. Y tal vez sean maravillosas porque no las he llevado a cabo: me propuse recopilar todas las razones, o justificaciones, para las guerras, dadas por parte de los autores clásicos. Desde Hesíodo hasta los primeros padres de la Iglesia, por poner un tope.
—Un programa ambicioso, no cabe duda.
—Y tan monótono como aburrido. Si usted ve, tal vez con razón, un fuerte paralelismo entre los apaches y los marcianos, también lo hay, sin duda, entre Julio César y san Agustín a la hora de justificar una guerra. Algunas almas benditas se escandalizarán por esto, desde luego. Pero pueden estar tranquilas: no lo llevé a cabo, demasiado trabajo para mi pobre persona.
—Pues es una pena. Podría ser un trabajo realmente interesante.
—Tan interesante como inútil.
—No le falta razón. Con todo lo acontecido últimamente, con el regreso del rey, fraudulento y corrupto, no he hecho sino acordarme de don Benito Pérez Galdós y de sus Episodios nacionales. En algunos de ellos queda claro como el agua quién fue Fernando VII, y qué han supuesto los Borbones para este país.
—¿Y qué se esperaba? Una persona de mi entorno siempre me decía que el mundo se divide en tres grandes bloques: el de los estómagos agradecidos, muchos; el de los ignorantes, muchísimos: y el de los honestos e inteligentes, tres o cuatro.
—Es cierto. Oyendo y leyendo las opiniones de algunos políticos, periodistas y locutores, parece que la democracia, el tránsito de la dictadura a ella, vino porque apareció el Borbón de turno, con una varita mágica, y lo transformó todo. Como el Hada Madrina. Los años de lucha, de sindicalismos, de cárceles, torturas, asesinatos impunes, y carreras delante de la policía y de los niños de la extrema derecha, no valieron de nada. Todo se lo debemos al Hada Madrina, que aprovechó sus encantos para, antes, en y después de la Transición, cometer todo tipo de tropelías.
—Sí. Algunos, sin duda por propios intereses, siguen anclados en la concepción providencialista de la historia. Sucede, sin embargo, y aprovecho su bucle, que los apaches son sustituidos por marcianos, feos y desnudos también, y dios o los dioses, por un bobalicón sin ningún mérito de ningún tipo.
Uno o se imbuye de los presupuestos de su época, sea la que fuere, o se puede despedir de todo.
—Yo —dijo riendo tras beber un buen trago de su copa— estaba esperando que estos políticos, periodistas y locutores fueran a donde está el rey, participando en una regata, y tiraran de su embarcación, previamente habrían vaciado su depósito, como los antepasados tiraron del carro de Fernando VII. Al grito de “¡Vivan las caenas!”, por supuesto.
—Y además, ojo, hubieran ganado la regata.
—Faltaría más. Como otros ganan otras muchas cosas.
—Por eso mismo —le dije sonriendo— hay trabajos inútiles: ni se van a publicar, ni nadie los va a leer. Uno o se imbuye de los presupuestos de su época, sea la que fuere, o se puede despedir de todo. O de casi todo.
—No estoy de acuerdo con usted. Tampoco sabría decirle, la verdad, si los Episodios nacionales de Galdós sirvieron o dejaron de servir. En su momento fueron muy leídos. No obstante, no creo que contribuyera mucho ni poco a la caída de la monarquía, como tampoco Nazarín sirvió para la regeneración de la Iglesia, que sigue igual a sí misma. Y, sin embargo…
—Sí, sin embargo, ahí están los libros de Hesíodo, Heródoto, Tucídides, Julio César, Tito Livio y demás compañeros de clase. Pero también con éstos hay que andarse con pies de plomo: algunos de ellos pertenecen a ese grupo de personas, bien conocidas por usted: cualquier crimen o estupidez cometida por los míos, deja de serlo. Si lo hacen los otros, desde luego es un crimen y una ilegalidad. Así actúa el joven Livio, entre otros. Como muchos políticos de ahora.
—Por eso nunca jamás he pertenecido a ningún partido político ni asociación: no soporto que nadie me diga a quién o qué debo votar. ¿Sabe? El padre de Emilia Pardo Bazán tuvo problemas por eso mismo: no acató las consignas de su partido político.
—Da lo mismo. Quedó a salvo su integridad, nada más… Conocida es la anécdota del destierro de Arístides en la Grecia clásica. Un labrador analfabeto le pidió al propio Arístides, a quien no conocía de nada, que escribiera su propio nombre en el ostrakon, pidiendo su exilio. ¿La razón? No conocía a Arístides de nada, pero estaba harto de que le dijeran que era un hombre justo, honrado y todo lo demás. La fuerza de los medios.
—Sí. Parece que sólo los bribones obtienen el favor del público y de, como dice usted, algunos estómagos agradecidos. O interesados, lo cual viene a ser lo mismo. Ahora bien, yo lo animaría a llevar a cabo ese proyecto de las justificaciones de las guerras dadas por unos y por otros.
—Volveríamos a las películas de vaqueros e indios y de extraterrestres: siempre es lo mismo, aunque con distintos ropajes. Es una historia muy aburrida, y el aburrimiento es lo más frío de este mundo.2 El Polo Norte no le llega ni a la altura del betún. Además, hay cosas mucho más interesantes, Heródoto, la filosofía helenística…
Usted y yo somos epicureístas, aunque jamás nos hayamos definido así.
—Tampoco se puede decir que esas traducciones sean importantes para el común de los mortales.
—Desde luego. Pero lo son para mí. Disfruto traduciendo a Heródoto, y gozo mucho con los epicúreos. Usted y yo somos epicureístas, aunque jamás nos hayamos definido así.
—Bueno, es como cuando aquel se enteró de que escribía en prosa.
—¿Se tenía por poeta?
—No. Era un perfecto necio. Tal vez como nosotros. Sin ánimo de ofender a nadie.
—No ofende a nadie. Me atengo a la etimología. Y, desde luego, no sé nada, o muy poco. O si quiere usted sé —dije levantando la copa— de las excelencias de este vino, como de los otros que pasaron a mejor vida en otros momentos tan entretenidos como este.
—Pues ya sabemos algo. Brindemos por el buen vino y por nuestra escasa sabiduría.
—Brindemos. Pero tenga en cuenta —dije entonces recordando viejas lecturas— que no es lo mismo el regreso de Odiseo a Ítaca que otros innobles regresos o nostos. Algunas diferencias hay.
—Cierto. No todo es repetición y monotonía. También hay mucha degradación. Pero, querido amigo, brindemos por el vino y por la amistad.
—Así sea. Y ad multos annos.
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