

Todo conocimiento nos ha sido otorgado para que deseemos el bien.
Juan Luis Vives, El alma y la vida.
Cierto es que admiraba a mi vecino de la puerta 33 por sus infinitas ganas de saber de todo y comprenderlo todo. Leía, por eso mismo, todo tipo de libros, desde ciencia a poesía. Pero no me atraía nada hacer lo mismo que hacía él. Una vez, en tanto se iba a la cocina en busca de la buena botella de vino, estuve hojeando uno de los libros de ciencia que tenía sobre la mesa. No entendí nada de lo que poco que leí: nuevas palabras, nuevos conceptos, y una realidad que desconocía por completo. Me había costado tanto llegar a comprender, mínimamente, el objeto de mis estudios que no tenía ganas de volver a pasar por un largo aprendizaje. Me pareció una locura.
—Es un tanto oscuro ese libro —me dijo cuando regresó con la botella de vino y el sacacorchos.
—No he entendido nada, desde luego. Es un lenguaje nuevo para mí.
—Todas las ciencias tienen su propia lengua —dijo sirviendo dos copas de vino—. Y lo primero que hay que hacer, para adentrarse en ellas, es dominar ese lenguaje.
—Es decir —le dije sonriendo— que en un principio fue el verbo. O la palabra, como usted quiera.
Los griegos no utilizaban oncología. Me parece que es una creación moderna, como psiquiatra y muchas más.
—No lo sé. Es posible. Sea como fuere, sin lenguaje no hay ciencia. Creo. Se necesitan las palabras para definir las cosas, y llegar a comprenderlas. Y a nuevas ciencias, o nuevas revelaciones, nuevas palabras.
—Formadas muchas veces con viejos préstamos o vocablos.
—Sí, pero no son lo mismo. Definen realidades distintas. De eso, usted sabe más que yo. Por ejemplo, tenemos el término oncología, que puede ver usted en determinadas partes de algunos hospitales. Me llamó la atención el vocablo. Parece que deriva de oncos, griego, ¿es así? ¿Usaban los griegos el término oncología?
—Tendría que consultar el diccionario, pero sí, creo que deriva de ὄγκος que significa, si recuerdo bien, masa, molestia o incomodidad. De forma que oncología sería el tratamiento de la masa o la molestia. ¿Tiene eso algo que ver con el cáncer? Y no, los griegos no utilizaban oncología. Me parece que es una creación moderna, como psiquiatra y muchas más.
—Vaya. Yo creía que la palabra griega significaba tumor, y por lo tanto la oncología es el tratamiento de un tumor específico. Es decir, un eufemismo.
—Es posible que sea así. Un viejo conocido me habló, hace tiempo, de hacer un estudio sobre los eufemismos en la medicina. Y en otras artes.
—Creo que últimamente los médicos no van mucho por ahí: dicen lo que hay para que el paciente se prepare o se despida. Al fin y al cabo tanto la enfermedad como la muerte forman parte de la vida.
—Eso es indudable. Pero parece que cada vez nos cuesta más y más aceptarlo.
—No es nada novedoso. El hombre siempre ha ido en pos de la inmortalidad… Como sabe, últimamente he estado leyendo mucho sobre los orígenes del hombre, la evolución, y todo lo que esto conlleva. Y me he enterado de cosas muy curiosas: hubo un clérigo inglés, William Palley, cuyo libro leyó con placer Darwin, que sostuvo la teoría del diseño. Dios.
—Esa es una palabra, diseño —dije alegre—, que siempre me ha hecho gracia y me ha indignado, al mismo tiempo.
—¿Y eso?
—A veces, cansado de leer, yo también veo la tele. Lo único que hacen que valga la pena son documentales sobre Roma, Grecia o sobre animales. Últimamente predominan éstos. Y, la verdad, me he cansado de que califiquen a los leones o a las panteras de asesinos, o digan que tal bicho o tal otro ha sido diseñado para correr o zambullirse. ¿Diseñado por quién? ¿Tenemos dos brazos con sus correspondientes manos porque alguien dispuso que nos serían de utilidad para remar en los trirremes durante la batalla de Salamina? ¿O para sujetar con una el escudo y con la otra la lanza?
—Palley —dijo sin prestar atención, aparentemente, a mis reconvenciones— dijo, más o menos, que si alguien se encuentra un roca en medio de un camino, ni se le ocurre preguntarse qué hace allí. Ahora bien, si nos tropezamos con un reloj, la cosa cambia. Lo inmediato es mirar a nuestro alrededor por si alguien lo ha perdido.
—Y si es una cartera con dinero para quedárnosla, si nadie nos ha visto.
—En ambos casos —respondió devolviéndome la sonrisa— supone que había por allí alguien animado. Y que alguien fabricó ese reloj, que ha sido diseñado para marcar las horas y el paso del tiempo. Es decir, un ser supremo.
—Ya. Y la roca —repuse sin dejar de sonreír— no ha sido diseñada para nada. Una excrecencia.
—Eso pensé yo también. Pero puede ser que el diseñador tuviera un momento poético e hiciera una especie de adorno.
—O de pisapapeles —dije riendo de buena gana.
Cualquiera que se atreva a desmentir a una autoridad en alguna materia debe de estar muy bien equipado o se lo comerán vivo.
—Hasta que llegaron los geólogos. Éstos comenzaron a remover las piedras y las rocas. Y éstas comenzaron a hablar. Y surgieron los problemas. Problemas que, la verdad, ya venían de antiguo, de cuando Galileo se opuso a aquella bonita historia de que Josué hizo que se detuviera el sol para terminar de derrotar a los enemigos. Galileo dijo, en contra de la Biblia, que quien se detuvo, si algo lo hizo, fue la Tierra.
—Fue contra el principio de auctoritas.
—¿Qué es eso? Ilústreme.
—Cuando se decía algo en la antigüedad, se debía basar o sustentar en alguna autoridad. Oficialmente porque no creo que Demócrito diera con muchas autoridades, ni Heráclito…
—Pero eran los inicios…
—Efectivamente. Eran los inicios. Luego vendría la auctoritas. Y ninguna más grande que la Biblia.
—No crea. Hoy las hay tan grandes y peligrosas como ella. Cualquiera que se atreva a desmentir a una autoridad en alguna materia debe de estar muy bien equipado o se lo comerán vivo.
—No creo que sea equiparable. En aquel momento todo se basaba en observaciones o intuiciones que no eran demostrables. Hoy en día, creo, con los instrumentos de que disponen los científicos todo se puede pesar y mediar. Hasta el átomo, ¿no?
—Y sin embargo, todavía hay gente que sigue hablando del diseñador, de una creación, de Dios…
—¿Y qué? Mientras no impidan los avances y la investigación, que digan lo que quieran.
—La cosa no es tan sencilla. Manipulan a infinidad de personas para hacerles creer lo que desean.
—¡Vaya novedad!
—¿No le importa? A veces me asombra usted.
—¿Quiere decirme usted —le pregunté serio— cuándo la educación no ha sido una manipulación o interpretación de los hechos? ¿Cree usted, de verdad, que la guerra de Troya fue una guerra entre héroes y caballeros? Aquello debió de ser de un salvajismo bestial. Y sin embargo, la Ilíada fue el libro de texto de millones y millones de griegos. ¿Qué cree que esconde Tito Livio y su constante búsqueda de la mos maiorum o costumbre de los antiguos? En España, o Hispania, como quiera, los romanos se emplearon a fondo. Masacraron a poblaciones enteras… Podía seguir hasta el infinito.
—Bien. De acuerdo. Tiene usted razón. Pero eso no justifica que ahora se siga haciendo lo mismo.
—No estoy justificando nada. Todo lo contrario. Estoy defendiendo, frente a eso, el libre albedrío. Usted, al igual que yo, se ha dado cuenta de que muchas cosas no son como nos han dicho. Y hace años se puso a leer, a investigar y a descubrir nuevos enfoques. Exactamente lo mismo pueden hacer, y sin duda lo hacen, infinidad de personas.
—Me emociona su optimismo. Tal vez tenga razón. Pero hay que allanar el camino…
—No es tan fácil. No crea que siempre se actúa de mala fe… Yo, a veces, en clase, he defendido puntos de vista que, al cabo de un tiempo, me he dado cuenta de que eran erróneos. Y ya no podía hacer nada para rectificar. Hubo un tiempo que esos errores me causaron verdaderos problemas de conciencia. Y hay dos soluciones: o dejar la enseñanza o asumir los propios fallos y seguir hacia delante. Con el temor y la angustia de quizás estar siempre equivocándose. Puede llegar a ser una situación muy angustiosa.
—La verdad —dijo tras beber un sorbo del excelente vino que había servido— nunca se me había ocurrido verlo así.
—Mire, yo, como usted, he tenido muchos profesores. Buenos y malos. Han abundado los primeros. Es muy posible que también, sin querer, me dijeran cosas que no eran ciertas. Algunos de ellos —le dije sonriendo— eran creyentes. Pero también eran muy tolerantes. Y ahí, creo yo, está la clave.
—Sí. Porque a veces también la ciencia se ha convertido en un dogma. Y las discusiones y peleas entre los científicos también son épicas. Nadie piensa que se va a morir y todos luchan a muerte por cinco minutos de gloria en su puñetera existencia.
No hay vez que me ponga a leer que no me acuerde de la maestra que me enseñó a hacerlo.
—Tal vez sea ese miedo a la muerte, o esa conciencia de la desaparición, lo que los lleva a actuar con esa falta de caridad y respeto.
—¿Usted cree? Hoy ha venido usted un poco peleón.
—No lo sé. No sé por qué actúan así. Y sí, tiene razón: vengo indignado contra mí mismo. Pero eso no tiene importancia. Espero no haberlo molestado con mis palabras.
—En absoluto. Me quedo con lo que ha dicho de que en la tolerancia está el porvenir.
—¿He dicho yo eso? —le pregunté asombrado.
—Bueno, si no lo ha dicho —me contestó— lo ha dado a entender.
—Vaya. Este vino, por cierto es muy bueno —dije apurando la copa—. Me ha puesto sentimental. Mire, los maestros, piensen así o asá, se equivocan, nos equivocamos, cometemos errores. Todos. Es humano… Ahora bien, no hay vez que me ponga a leer que no me acuerde de la maestra que me enseñó a hacerlo. Fueron los momentos dulces de mi infancia: cuando ella me llamaba, cuando yo, subiendo a la tarima, me ponía a su lado en su mesa, y seguía con los dedos lo que ella me señalaba, “la ele con la a”, “la”, respondía yo… Era feliz cuando leía toda la frase, sin equivocarme, y ella me acariciaba la cabeza… No sé lo que pensaba ni lo que creía aquella mujer. Pero ella me abrió una inmensa puerta. Ojalá pudiera abrazarla y agradecérselo.
—Debemos aprovecharnos de ello.
—Y estarle eternamente agradecido. Tal vez sin ese señor, el del diseño del que me hablaba usted, tampoco hubiera existido Darwin.
—Me lo ha quitado de la boca. Al fin y al cabo del abono nace la rosa. Y no me malinterprete.
—Prometo no hacerlo.
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