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Diálogos en tiempos del virus (22)
Troya
(Heinrich Schliemann)

jueves 30 de septiembre de 2021
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Heinrich Schliemann
Un día un amigo me pasó un libro sobre el mundo de Odiseo, y otro sobre las excavaciones llevadas a cabo en Troya. Fue entonces cuando tuve noticias por primera vez de Heinrich Schliemann.
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

 

Si se suprime de la historia el porqué, el cómo, el gracias a quién sucedió lo que sucedió y si el resultado fue lógico, lo que queda es un ejercicio, pero no una lección.
Polibio, Historias.1

Le dejé a mi vecino el libro sobre Heinrich Schliemann, motivo de nuestra última conversación. Lo titulan autobiografía, pero no fue escrito por él, sino por su mujer Sophia y, sobre todo, por su colaborador Alfred Brückner. Éste transcribe fragmentos de otros libros de Schliemann. No obstante, pone en él algo de su propia cosecha. No por eso deja de ser interesante el libro, pese a ser una apología. Lo leí con cierta prevención. Por otra parte, lo estuve buscando durante muchos años. Desde que, en mi juventud, un amigo me prestó varios libros sobre Troya y su ubicación. Al final, al cabo de varias décadas, lo conseguí y lo leí. Ya no lo hice, desde luego, con la ingenuidad de las primeras lecturas. A mi vecino, por el contrario, le encantó.

—¿No ha ido usted nunca a Troya? —me preguntó embelesado en tanto me lo devolvía.

—No, no he ido. Una vez estuve a punto de ir. Pero, no recuerdo por qué, cuando ya estaba todo preparado, el viaje se desbarató.

No entendía cómo aquel larguísimo fárrago de discursos, y más discursos, de guerreros, podía pasar por una obra maestra de la literatura.

—Eso, por desgracia, sucede muy a menudo.

—Además, debo confesarle, y quizás esto tampoco sea políticamente correcto, que me costó mucho apreciar las bondades de la Ilíada. Cuando la leí por primera vez pensé que el mundo estaba loco: no entendía cómo aquel larguísimo fárrago de discursos, y más discursos, de guerreros, podía pasar por una obra maestra de la literatura. Y no le digo nada cuando llegué al famoso catálogo de las naves. Casi me muero.

—Pero la volvió a leer —afirmó sonriendo.                                   

—Sí, la volví a leer. Una y otra vez. Tengo un amigo, aún nos vemos de vez en cuando, que es un enamorado de la cultura griega. Un día me pasó un libro sobre el mundo de Odiseo, y otro sobre las excavaciones llevadas a cabo en Troya. Fue entonces cuando tuve noticias por primera vez de Heinrich Schliemann. Y cuando volví a leer la Ilíada. Con cuidado y detenimiento ahora.

—Un hombre singular, ¿no le parece? Y digno de admiración.

—Sí, ciertamente. Me despertó en su día todas mis sanas envidias. Ahora bien, el libro cuenta muchas fábulas. Demasiadas. Por otra parte, me ha llamado la atención, y no sé si es verdad, la enorme facilidad de este hombre para aprender lenguas. Yo llevo toda la vida con dos, y no las conozco ni de lejos.

—Sí —dijo sacando una nueva botella de vino—. A mí también me ha llamado la atención. Sin mentar el método utilizado para estudiarlas y aprenderlas.

—En cuanto al método, debo decirle que estoy totalmente de acuerdo con él. Y gracias a Dios es vigente actualmente. Nada de memorizar las declinaciones o los verbos o los adjetivos… Leer, leer, leer, hablar, escribir, equivocarse todo cuanto se pueda. La gramática ya vendrá después. Al fin y al cabo es así como aprendemos la lengua materna. Y llegamos a dominarla en poco tiempo.

—No sé si dados los planes de estudios se podrá llevar eso a cabo. Es como sacar a los alumnos de las clases y llevarlos a ver rocas o piedras… Mientras predomine el examen sobre el verdadero aprendizaje habrá cosas imposibles de realizar.

—Está claro. Recuerdo un abominable curso de latín. Nefasto. No aprendí ni una palabra nueva, ni leí nada. Llegué a aborrecerlo. A maldecirme por haber comenzado a estudiarlo. No se puede usted imaginar la cantidad de complementos circunstanciales, nuevos, descubiertos en cada absurda traducción. En la vida hubiera imaginado la enorme cantidad de complementos circunstanciales que tiene nuestra lengua. Infinitos… Eran aquellas unas necias clases de sintaxis. Todo lo cual se lo ahorró el bueno de Heinrich Schliemann. Él fue directamente a los clásicos.

—También le ayudó la fortuna. El amasar tanto dinero como para permitirle dejar los trabajos y dedicarse a estudiar lenguas, y a la arqueología, no se logra sin algo de ayuda.

—Sí, sin duda tuvo suerte. Recuerde cuando cuenta el incendio de todos los almacenes de índigo, menos el suyo. Ganó mucho dinero entonces. Pero también tuvo una meta desde bien pequeño. Y luchó por ella. Hasta alcanzarla.

—A mí —dijo sonriendo— este libro también me ha provocado cierta desconfianza. He estado buscando más datos sobre Schliemann. Y si bien todos hablan bien de él, o con cierta condescendencia si quiere, también los hay que lo ponen cual no digan dueñas.

—Si ha leído su biografía con atención, habrá visto que su formación académica fue poca y pobre. Lo podemos definir, creo, como un autodidacta. Y eso, en ciertos círculos, no está muy bien visto. Es el aficionado invadiendo el terreno del profesional. Y como le gusta tanto el cine, puede ver, al respecto, la película La excavación, estrenada hace poco. Hay un problema similar.

—Sí. Es cierto. La he visto. Al parecer también el arqueólogo, Basil Brown, igualmente fue autodidacta. Aprendió lenguas, el latín entre ellas, con un método parecido al de Heinrich Schliemann. Y, por supuesto, también tuvo sus enfrentamientos con el arqueólogo oficial, licenciado, universitario y con muchos títulos y diplomas.

Por desgracia no me da tiempo a leerlo todo, ni puedo retener cuanto leo. Además, todos estos temas se van ramificando y creando más y más problemas…

—Creo, y así me lo han dado a entender, aunque debería leer más cosas al respecto, que Schliemann actuó en Troya como un elefante en una cacharrería: iba tras Homero. Desperdició y destrozó todo cuanto no cuadraba con sus ilusiones o esperanzas. Cosa que no haría, ni hace, un arqueólogo oficial, por llamarlo de alguna forma.

—Sí, tal vez. Pero gracias a él comenzó a cobrar importancia el texto de Homero. Importancia histórica quiero decir. No solamente era ya un poema épico sino también un libro histórico.

—Esa es una cuestión muy discutible. Por desgracia no me da tiempo a leerlo todo, ni puedo retener cuanto leo. Además, todos estos temas se van ramificando y creando más y más problemas… A raíz de la lectura del libro de Schliemann, y de alguno más, estuve buscando más material sobre las excavaciones en Troya, o en la colina de Hisarlik, como quiera. Pues bien, uno de esos libros, publicado hace diecinueve años, está agotado. Lo encontré, pese a todo, en una vieja librería. Pero me pedían 150 euros por él.

—Los defensores de la cultura.                                                            

—No lo compré, por supuesto. No tiene ni doscientas páginas. Una edición normal y corriente. Me pareció una tomadura de pelo. Me fui a la biblioteca de humanidades con la idea de sacarlo de allí. De camino, pasé por otra librería de viejo. Lo tenían. Me lo vendieron por 15 euros.

—Una diferencia sustancial. Pero sí, es otro tema.

—En dicho libro, favorable al autodidacta alemán, se habla del olvido de Troya en la Edad Media. Ni me lo creía ni me lo creo. No acababa de ver ese olvido. Troya, con el paso del tiempo, dicen los defensores de Schliemann, pasó a ser un lugar imaginario, como Aquiles, Héctor, Helena y demás. No obstante, y esto los estudiosos de clásicas lo saben, o lo deberían saber, Heródoto afirma que Jerjes, camino de Grecia, “subió a la Pérgamo de Príamo, con el deseo de visitarla”.2 Y por supuesto se informó sobre la guerra de Troya. Esa visita pudo pasar, a ojos de sus enemigos, como el inicio de una venganza de los troyanos en contra de los dánaos. El lugar no tenía nada de imaginario. Pero, indudablemente, quedó oculto bajo tierra, como Herculano y Pompeya, y muchas ciudades más.

—¿Leyó Schliemann a Heródoto? No lo recuerdo…

—¿Y leyó a Plutarco y a Arriano? Según este último, Alejandro Magno depositó coronas en la tumba de Aquiles y cambió sus armas por las abandonadas allí.3 ¿Usted cree que todo esto no lo conocían los estudiosos de las lenguas clásicas y de la historia en la época de Schliemann? Es impensable.

—Sí, desde luego. Se hace un poco cuesta arriba imaginar el olvido o la ignorancia de esas lecturas. O a autores tan importantes como Heródoto. Y, además, no hace falta recurrir al historiador griego. En nuestra literatura tenemos el Libro de Alexandre, escrito, si no recuerdo mal, en torno al siglo XII. Pero nuestra literatura, como sabe, la conoce quien la conoce.

—Desde luego. La nuestra y la otra. Además, no deseo, en ningún momento, rebajar la posible importancia de Schliemann. Sea como fuere, al parecer, con él comenzaron los estudiosos a fijarse no sólo en Troya sino en Micenas y en el pasado. Y gracias a él comenzó a cambiar la visión sobre Homero. Creo. Pero no fue Schliemann el primero en comenzar a excavar la colina de Hisarlik. Los terrenos pertenecían al cónsul británico Frank Calvert. Éste ya había comenzado a excavar en 1868, antes de la llegada del autodidacta alemán.

—¿Entonces por qué se levantó tanto revuelo y se creó tanta polémica en contra de sus descubrimientos?

—Porque en ningún momento nadie pudo demostrar que habían descubierto la ciudad de Troya, la homérica. Como sabe usted, aparecieron seis o siete ciudades, ya no recuerdo. Y actualmente, o muchos años después de la muerte de Schliemann, se ha demostrado que la Troya verdadera, la de Homero, es la Troya VI y VIIa contando desde la más profunda. Eso sí, Schliemann descubrió el llamado tesoro de Príamo…

—Que por cierto descansa en Moscú. Es increíble.

—Lo malo de estos libros es la tristeza que generan. Por los expolios cometidos por unos y por otros…

—Ya sabe: si quiere ver Grecia, Roma y Egipto deberá ir a los museos de Londres, Berlín y Copenhague. Y al de Moscú.

—Ese es otro problema… Mire, yo antes no era partidario de estas cosas. Tampoco ahora lo tengo muy claro. Pero, de alguna forma, se debe preservar la cultura… No sé si en los lugares originales hubieran sobrevivido muchas de estas piezas… Hay un momento en la biografía de Schliemann que me ha llamado mucho la atención. Es cuando cuenta su llegada a la capital de Ítaca, donde lo rodean los campesinos, con el pope a la cabeza. Sentados allí, en el camino, él les lee el canto XXIV de la Odisea en griego clásico, tal cual, provocando el llanto de todos los oyentes. Homero. La grandeza de Homero.4 Si es cierto eso, ¿cómo despreciaban esos campesinos los tesoros de su propia tierra? ¿Cómo llegaron a ese abandono? Y no sólo los griegos. Deberíamos tener en cuenta la enorme cantidad de iglesias y conventos saqueados y expoliados en nuestro país. Y, desde luego, no vaya usted a ningún sitio pensando que va a reunir a nadie, ni a emocionar a nadie, leyendo fragmentos del Cantar de mío Cid, o de santa Teresa de Jesús. Ni en sueños, vamos.

Schliemann fue un aldabonazo. Pero no se puede entrar en una excavación con una idea fija y desentendiéndose de todo lo demás.

—Está claro. Como el agua. Schliemann necesitaba reafirmarse de alguna forma. Había trabajado toda su vida por una idea, y necesitaba el reconocimiento académico y aun el universal. Otro tanto le sucedió a Basil Brown: fue él quien inició la excavación de aquella famosa nave, fue él quien la descubrió. Y, sin embargo, la gloria fue, al menos durante un tiempo, para el arqueólogo nacional, el cual no hizo nada, pero tenía un título universitario. ¿Tan importante es esto?

—Sí. Lo es. Schliemann fue un aldabonazo. Pero no se puede entrar en una excavación con una idea fija y desentendiéndose de todo lo demás. Y sí, es admirable su constancia, su facilidad para las lenguas y su empeño en descubrir Troya. No se lo discuto. Pero también fue muy desleal con Frank Calvert, y con todos quienes le precedieron en Hisarlik.

—No se puede negar —me dijo sonriendo— que es usted universitario. Y honesto.

—Mire —le respondí devolviéndole la sonrisa—, es incuestionable que la universidad tiene muchos defectos, no se lo discuto. Pero bien o mal, amuebla un poquito la cabeza. Es muy de agradecer. Es imprescindible. Para cualquier estudio, cosa o proyecto.

—Pues brindemos por las casas de muebles.

—Por ellas y por Schliemann. Sin olvidar a Basil Brown.

—Y por Troya. Y Calvert.

—Y por Troya. Y la bella Helena.

 

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Notas

  1. Polibio, Historias, Gredos, Madrid, 1991. Traducción de Manuel Balasch Recort. p. 307.
  2. Heródoto, Historia, VII, 43.
  3. Véase Michael Siebler, La guerra de Troya, Ariel, Barcelona, 2002, p. 30; Arriano, Anábasis de Alejandro Magno, I, 7-12. Y Plutarco, Vidas paralelas, Alejandro Magno-César, XV 7-9.
  4. Heinrich Schliemann, Autobiografía, Editorial Almuzara, 2010. pp. 34-35.
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