

Es la actitud interior lo que deshonra, no un accidente.
Séneca, Fedra.
Hay cosas en este mundo que nunca entenderé. De joven esta incomprensión me llenaba de tristeza y desasosiego. Más tarde comprendí que eran muchas las cosas y situaciones que se iban a escapar de mi limitado intelecto. Lo cual no podía servir de freno: había que continuar. Tal vez, me dije, con el paso del tiempo, y con otras vivencias, llegue a comprender lo que ahora es un misterio.
Quizás el error, lo pensé en múltiples ocasiones, esté en el intento de racionalizarlo todo. No obstante, eso es lo que se entiende por comprensión, aun cuando es posible que no haya nada que racionalizar. Causalidades, manías y absurdos están a la orden del día en la actuación humana. Cosas estas que, a menudo, se escapan un tanto lo que cabría esperar de algunas personas.
Estas breves reflexiones venían a cuento de que mi amigo me llamó, a los pocos días de nuestro encuentro, para quedar, otra vez, conmigo. Los bares, por la pandemia, seguían cerrados. Su casa era territorio prohibido, y no me apetecía mucho que viniera a la mía. Lo mejor era tener una charla peripatética.
Quizás la ciencia no sea otra cosa. Una enorme ignorancia que se va agrandando con el paso del tiempo.
Durante un tiempo este chico fue un misterio para mí. Un misterio abandonado por absurdo. Nunca comprendí, y jamás se lo pregunté, cómo y por qué se había casado con su mujer. Era ésta de reacciones absurdas y viscerales. Se había enfrentado con todos los amigos. Con muchos terminó mal. A mí me tomó un odio terrible por mi intervención, tras un desgraciado chiste suyo, en el transcurso de una cena. La gracia, la de ella, consistió en desprestigiar a un político por sus tendencias sexuales.
—Me parece —dije— de un mal gusto increíble. Sea del partido que sea.
Nunca imaginé que aquella frase mía le hiriera tanto. Pero a partir de aquel momento todo cuando hice yo, según ella, era de muy buen gusto. Bebía con muy buen gusto, me levantaba y me sentaba con muy buen gusto. Y todo lo hacía con muy buen gusto. Llegó a enfadar al resto de los comensales con sus comentarios llenos de rencor. Tanto fue así que en un momento determinado, me despedí y me marché. No valía la pena seguir allí. Mi partida tuvo como consecuencia que también los otros amigos se revolvieron en contra de ella. Su odio hacia mí se incrementó hasta cotas infinitas. Tanto la evité que eso supuso, lógicamente, el distanciamiento entre mi amigo y yo.
—Sí —me dijo mi vecino de la puerta 33 cuando me desahogué con él—. A veces la vida resulta totalmente incomprensible. Pero ¿está seguro de que no hubo nada más con esa mujer?
—No —le mentí ocultando una pequeña anécdota a la cual nunca le había dado importancia. Y no se la quería dar ahora.
—Mire —me repuso sonriendo abiertamente—, yo últimamente, y usted lo sabe mejor que nadie, me estoy iniciando en los misterios de la geología. De las piedras, para entendernos.
—¿Le sirve eso —le pregunté neciamente— para entender mejor a las personas?
—No lo sé. Tal vez.
—Perdóneme. Ha sido una pregunta estúpida. Todo sirve, desde luego.
—No estoy tan seguro. A mí más que servirme para entender este mundo no hace más que plantearme nuevas preguntas, más incógnitas. Quizás la ciencia no sea otra cosa. Una enorme ignorancia que se va agrandando con el paso del tiempo.
—Sí, pero también nos vamos enterando de pequeñas cosas. Hay una evolución. No vivimos igual nosotros que vivían los griegos o los romanos.
—Es obvio. Pero nosotros nos planteamos preguntas en las que no pensaban ellos. O tal vez.
—No sé a qué preguntas se refiere. Pero tenga en cuenta que se han perdido infinidad de textos, de manuscritos. Y que han sido muchas las bibliotecas que han ardido.
—Lo primero que he aprendido ha sido que los dogmatismos, sean del tipo que sean, no hacen más que cerrarnos puertas. El otro día, por ejemplo, leyendo libros sobre geología, de cuando comenzó la discusión sobre la edad de la Tierra, me enteré de que un clérigo había fechado el origen de ésta en el atardecer melancólico del 22 de octubre del año 4004 antes de Cristo. Es una buena forma de cerrar e impedir toda investigación.
—No. Es una opinión más. No hay que darle más importancia. No creo que haya cerrado o impedido ulteriores investigaciones.
—No, no ha frenado las investigaciones, desde luego. Pero me ha llamado la atención, no en este libro, sino en otro sobre la evolución, la cantidad de veces que el autor ataca o cita, para criticarlos, a los creacionistas.
—Parece ser que éstos son una fuerza importante en los países anglosajones.
—No lo sabía. Y me ha sorprendido. La verdad es que la religión nunca me ha preocupado. Siempre me ha parecido un cuento de viejas… Mire, como ya le conté en otra ocasión, mi hijo me odia. Pues aun así sería incapaz de mandarlo a morir por redimir a no sé quién. Es absurdo.
—Son mitos. Unos reemplazan a otros, y siempre perdura lo mismo. La historia de las religiones es tan monótona como pueda serlo la historia del hombre. Son inseparables. Sólo queda la fe.
—Si esa fe nos lleva a ser mejores. Lo malo es cuando se empeña uno en imponérsela a los demás.
Hoy no se condena a muerte a nadie por defender la teoría de la evolución. Se cuenta con otros materiales.
—¿Y qué oculta eso? En el fondo, y creo que se lo he dicho más de una vez, el hombre es digno de la más grande de las lástimas. Cuando alguien está seguro de una cosa no necesita imponérsela al vecino. Usted, por ejemplo, no pretende que yo sepa química, física o geología. Usted es feliz con sus estudios, y yo con los míos. Usted tiene su ideología y yo la mía. Y no pasa nada. Somos respetuosos el uno con el otro.
—Quizás porque somos mayores. O yo, al menos, lo soy.
—Sí, tal vez sea por eso. No lo sé.
—Ya. Entonces —repuso con toda lógica—, cuando alguien no está seguro de una cosa, según usted, trata de imponérsela a los demás, y como todos creen o piensan lo mismo, no hay discusión, no hay dudas, no hay nada.
—¿Y no se ha hecho eso, o ha tratado de hacerse, a lo largo de todos los tiempos?
—Tal vez. No lo sé. Bueno, pensándolo bien, y teniendo en cuenta lo que sucedió con Galileo…
—Si se remonta en el tiempo, encontrará más ejemplos. Sócrates fue condenado a muerte por no reconocer a los dioses de la ciudad. Era falso. Pero funcionó.
—Hoy no se condena a muerte a nadie por defender la teoría de la evolución. Se cuenta con otros materiales. De ahí la insistencia de este hombre en contra de los creacionistas.
—Sinceramente, me parece absurdo: no creo que un creacionista se lea estos libros, como tampoco usted se lee la Biblia.
—Hombre, algo he leído. He recibido una educación cristiana. Tanto es así que he llegado a pensar que tal vez Dios no sea el creador del cosmos. Pero, por lo menos, su idea, la creencia en él, nos debería llevar a ser mejores los unos con los otros. Y que cada uno crea lo que Dios le dé a entender.
—Es inútil: sea el hombre de aquí o de allá, crea en esto o en aquello, milite en este partido o en aquel, siempre es lo mismo. No nos distanciamos mucho del mono, para darle la razón a los evolucionistas.
—En cierta forma no le falta razón. Sin embargo me asombro cada vez que leo algo sobre investigaciones, resultados, hallazgos… Me parece mentira que seamos capaces de llegar a donde hemos llegado, de averiguar cosas y descubrir otras que van mejorando nuestras formas de vida. Y de qué forma. Los avances en medicina, por ejemplo, son dignos de encomio. Y descubrir la vida secreta de las piedras, de las montañas… Y de aquí me surgen nuevas preguntas que no dejan de inquietarme: parece ser que unas rocas devienen en otras, o unas piedras se transforman en otras debido al calor, a las presiones, a los movimientos terrestres… Tengo que estudiar esto con más detenimiento. Pero los movimientos internos de las moléculas pueden hacer que una cosa pase a ser otra. No sé explicárselo de otra forma. Pero si eso es así, ¿quiere esto decir que las piedras están vivas? ¿Que tenemos que ampliar nuestro concepto de vida?
—No sé qué decirle. Nunca me lo había planteado.
—Es un absurdo. La piedra se transforma, como se puede transformar un leño en ceniza. Y un leño no está vivo. ¡Dios, a las tonterías que he llegado al final de mi vida!
—No le puedo ayudar. Todo esto es nuevo para mí. Lo siento.
—Hay muchas cosas que desconocemos. De ahí viene el misterio.
—Y también, tal vez, y digo tal vez, por negarnos a aceptar algunas explicaciones, algunas leyes que nos negamos a que se cumplan, y que, pese a todo, se cumplen.
—Ahora soy yo el que se queda en ayunas. ¿O está hablando de los creacionistas?
—No, no estaba hablando de ellos. O quizás. No sé si le habrá sucedido alguna vez a usted. Me refiero a que le suceda algo de cajón, estudiado, evaluado y más que conocido. Y aun así negarse a creer lo que pasa y por lo que pasa.
—Es decir —me dijo sonriendo ampliamente— que la reacción por su comentario a un mal chiste tiene una historia a sus espaldas.
—Nunca me imaginé que las cosas fueran así.
No pierda nunca de vista lo que somos y dónde estamos.
—¡Ah, si todos pudiéramos hacer como aquel apóstol! Me refiero al que metió la mano en la llaga y salió de dudas. Ve, cómo sí que sé algo de religión.
—Una pena que la vida no sea tan sencilla.
—O una suerte. ¿Y no ha hablado nunca con su amigo y le ha contado la historia?
—No, por Dios, no vale la pena.
—Pues tampoco termine la amistad con él. Llévelo a pasear, hable con él de cuando eran jóvenes. Y yo seguiré con mis piedras.
Diciendo eso sonó el móvil. Mi amigo me esperaba en la puerta de la finca.
—No pierda nunca de vista lo que somos y dónde estamos. Unos alumnos a su profesor, estudioso de los fósiles, le escondieron unos fabricados por ellos. El buen hombre dio con los falsos fósiles, escribió un sesudo artículo, y cuando lo hubo publicado, para desprestigiarlo, los alumnos descubrieron el pastel.
—La estupidez humana no conoce límites.
—Quedémonos con lo mejor, pues. Ya le llamaré. Voy a seguir con mis piedras.
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