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Diálogos en tiempos del virus (48)
Un camino lleno de piedras

jueves 21 de abril de 2022
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Un camino lleno de piedras, por Vicente Adelantado Soriano
El camino tiene sus dificultades. Al principio es de tierra y muy estrecho. Pero luego, al menos en muchos trechos, es de piedra.
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

 

El hombre debería reflexionar siempre sobre todas las cosas humanas. Precisamente en eso consiste la sabiduría excelente y divina, en conocer con certeza y en profundidad, y en tener estudiadas las cosas humanas, en no admirarse de nada de cuanto acontece y en pensar, antes de que suceda, que no hay nada que no pueda suceder.1
Cicerón, Tusculanas.

—Como ya le dije —comencé aquella tarde ante la consabida copa de buen vino—, José Luis y yo, mi gran amigo y compañero de viajes sabatinos, no tenemos conocidos en común. Dejando aparte, pues, que nos guste o no, no podemos murmurar de nadie.

—Eso a veces es un tanto aburrido —me respondió con socarronería mi vecino de la puerta 33.

—Es verdad. Con lo bien que se queda uno sintiéndose superior poniendo a un tercero cual no digan dueñas. Pero tenemos ese defecto: no conocemos a nadie a quien despellejar.

—¿Y de qué hablan entonces?

Las cosas suceden cuando suceden. Y lo mejor es aprovecharlas al momento.

—De lo mismo que usted y yo. De proyectos y planes para el futuro, de los paisajes… Y si el silencio se alarga en demasía, me decanto por contarle los problemas con mis traducciones.

—Una conversación un poco árida, me temo.

—La endulzo contándole anécdotas, mitos y pasajes de la historia.

—¿Y a su amigo le gustan esas conversaciones?

—Al principio se rebotaba en contra de ellas, interrumpiéndome con cualquier tontería. Pero ya les va cogiendo el gusto.

—Bueno, debemos reconocer —dijo con una suave sonrisa— que tanto usted como yo somos buenos conversadores. No se aburrirá su amigo con usted. Imagino.

—No. Todo lo contrario. Hoy ha comenzado la sesión reconociendo la suerte que tiene dentro de su enfermedad. En el hospital, me ha dicho, es el más sano de los enfermos.

—Nos deberíamos haber reencontrado hace años, cuando éramos más jóvenes y estábamos sanos, o lo estaba yo, por lo menos —me ha dicho con un toque de melancolía.

—Las cosas —le he contestado— suceden cuando suceden. Y lo mejor es aprovecharlas al momento. Inútil es lamentarse por el pasado o por esto o aquello.

—En eso tienes razón. Ya llevamos unos cuantos años haciendo viajes. Hemos visto muchos paisajes y recorrido un buen montón de caminos. Esperemos poder seguir haciéndolo.

—¿Y adónde han ido hoy? —ha querido saber mi vecino.

He sonreído entonces en tanto me llevaba la copa a los labios.

—¿Qué sucede? —ha preguntado intrigado ante mi sonrisa.

—Vamos a murmurar un poco. Mi querido amigo José Luis me recuerda, en algunas ocasiones, a mi santa madre, que Dios haya en su gloria.

—¡Vaya por Dios! Usted no deja de sorprenderme. ¿Y eso?

—Mi querida madre todos los días me preguntaba qué quería para comer o cenar. Escogía yo el menú. Y ella me presentaba, al cabo de las horas, lo que se le había ocurrido o había tenido a bien hacer, o le venía en gana.

—Bueno, las madres, ya se sabe…

—Pues José Luis hace la misma: detiene el coche en cualquier lugar. Allí me ofrece tres o cuatro posibilidades para caminar. Escojo yo una, y terminamos donde a él le apetece.

Yo tenía los pies destrozados merced a los pedruscos. No somos montañeros, ni mucho menos. Por mí hubiéramos emprendido el regreso nada más pisar las primeras piedras.

—Cosas de la amistad y de la confianza. Supongo.

—Sí. Además, en el fondo da lo mismo. Pues siempre se trata de caminar, pasarlo bien, comer mejor y ver montes, ríos y sendas. Y los de hoy, por cierto, han valido la pena. Hemos estado caminando por la orilla derecha del río Carbo. Hay allí, en plena montaña, una posada donde José Luis estuvo con su mujer hace años, y tenía querencia por regresar… Hemos saludado al dueño, y nos hemos puesto en camino. Era tarde, pues está lejos.

—No habrán caminado mucho entonces.

—No. Además, el camino tiene sus dificultades. Al principio es de tierra y muy estrecho. Pero luego, al menos en muchos trechos, es de piedra. Y éstas, la verdad, no son muy de fiar: merced a la ingente agua caída, algunas estaban sueltas. Debíamos movernos con precaución. Avanzábamos con dificultades. Aquello no es la Vía Verde, desde luego.

—Imagino que habrán terminado hechos polvo.

—Yo tenía los pies destrozados merced a los pedruscos. No somos montañeros, ni mucho menos. Por mí hubiéramos emprendido el regreso nada más pisar las primeras piedras. Pero José Luis, siempre en su papel de “un poquito más allá”, seguía avanzando y avanzando. Hasta que el camino, invadido por el río, se ha vuelto impracticable. No se podía ir por allí. Tanto por el agua como por el terreno tan resbaladizo.

—¿Y el regreso lo han hecho por el mismo camino?

—No hay otro. Pero pese a las piedras, a las ascensiones y descensos, hemos decidido, tras descansar unos minutos, emprender el camino de la cascada. Éste es de tierra. Y más capaz. Por él sí que nos hemos tropezado con senderistas. Los hemos dejado pasar a todos. Se mueven con mucha agilidad. Nosotros estábamos muy cansados. Y además, se estaba haciendo tarde. Reunidos en consejo, hemos decidido, sin llegar a la cascada, regresar e intentarlo otro día. Un viernes por la tarde. Dormir en la posada, y emprender al día siguiente el camino de la dichosa cascada. Y, además, recorrer otros de los muchos que hay por allí. Y con esa idea hemos vuelto a la posada donde mi querido amigo fue tan feliz.

—Y fin de fiesta. ¿Y que ha quedado de sus traducciones y sus conversaciones con José Luis?

—De pie los dos ante el río, viendo el transcurrir del agua por donde era imposible caminar, le he contado la historia del anillo de Polícrates, narrada por Heródoto. Aquél, como sabe, era tan feliz que, a instancias del faraón Amosis, amigo suyo, arrojó un valiosísimo anillo al mar a fin de evitar las envidias y los celos de los dioses. Pero el anillo se lo tragó un pez. Y éste le fue ofrecido al rey en una cena… Amosis se percató del trasfondo de la historia, y renunció a la amistad de Polícrates, quien no terminó nada bien.

—¿Somos tan afortunados nosotros —me ha preguntado José Luis— como para arrojar algo a este río?

—No. Somos moderadamente felices. Nada más. Y además, no tenemos anillos para lanzar a ningún río.

—A veces no tener nada es una suerte.

—De todas formas —le dije sonriendo y emprendiendo la marcha—, fíjate dónde pones los pies.

—No habrán tenido, pues, nada que lamentar.

—Nada en absoluto. Y eso sí, al regreso de la segunda caminata, hemos estado dialogando con el dueño de la posada. Este hombre, un manitas, se está haciendo una casa, él solo, que es una maravilla. Preciosa. Vive allí, alejado del mundo. Tanto que ni se ha enterado de la pandemia, del virus, ni de sus consecuencias.

—Afortunado él.

—Sí. Beatus ille. No obstante, por los senderistas, le han llegado noticias del virus y del comportamiento de los descendientes de los monos. De sus histerias, de su falta de solidaridad y de los otros diversos aditamentos. Estaba asombrado.

—Es lamentable. Muy lamentable. El otro día fui a comprar leche. ¿Se puede creer que entre diez o doce descerebrados histéricos habían arramblado con todas las botellas por miedo a la huelga de transportistas? No quedaba ni un litro de leche. Nada.

¿Quién me iba a decir a mí que en pleno siglo XXI íbamos a ser capaces de comportarnos como animales salvajes?

—Visto eso, y cómo ha reaccionado la inmensa mayoría del personal ante el virus, el supuesto miedo al contagio, y las mascarillas, no estamos nada lejos, querido amigo, de la selva ni de los primates. En absoluto. Los tenemos a un tiro de piedra.

—Es deplorable. Pero, sí, tiene razón. Y no olvidemos, además, la guerra desatada contra Ucrania. ¡Dios! Parece mentira.

—No, no la olvidemos. Por eso, insistiendo, ya en el coche, le he contado a José Luis otra historia de Heródoto. La de Creso, quien se creía el hombre más feliz del mundo. Solón, el sabio, le recordó que el hombre está en manos del destino, y que nadie, hasta después de su muerte, se puede considerar dichoso o feliz.

—¿Quién me iba a decir a mí que en pleno siglo XXI —me ha preguntado triste y cabizbajo— íbamos a ser capaces de comportarnos como animales salvajes? ¿Sabe? Comienzo a pensar que me he hecho muy mayor: el hombre cada vez me da más miedo. Pánico. Lo temo. ¿Para qué las guerras y por qué esa falta de educación, de solidaridad? El hombre…

—Sí. Hay que precaverse ante él. Es capaz de todo. Pero también de lo bueno. No olvide que quedamos unos cuantos, amigos de Heródoto por cierto. Además hoy, quizás por lo abrupto del terreno, no hemos visto ni mascarillas ni colillas por el suelo. Y están, por otra parte, los abnegados sanitarios y enfermeras…

—Pues brindemos por ellos y por Heródoto y sus amigos.

—Por todos ellos —dije levantando mi copa.

 

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Notas

  1. Cicerón, Tusculanas, III, 30. Alianza Editorial. Madrid, 2010. Traducción de Antonio López Fonseca.
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