

Todo lo enseña el tiempo envejeciendo.
Esquilo, Prometeo encadenado.
Bajé a decirle a mi vecino de la puerta 33 que había oído, por la radio, que se iban a levantar las restricciones por mor del coronavirus. Dentro de poco podríamos salir a la calle con total y completa libertad. Y viajar por todo el país. Me sorprendió su respuesta.
—¿Sabe? —me dijo con una tenue y leve sonrisa—, ya no me apetece salir. Me ha sucedido como le sucedió a un personaje… Una película, en blanco y negro, no recuerdo el título, que vi de muy joven: al protagonista, creo, lo encierran en la prisión. Y cuando lo liberan, al cabo de los años, no quiere salir. No tiene a dónde ir, no conoce a nadie ni tiene nada, ni oficio ni beneficio. Los presos, además, son sus amigos. Y la cárcel su casa.
—Pero usted —dije sin saber muy bien dónde me metía— sí que tiene amigos, ¿no? Y también familia, imagino.
—Nadie —dijo regresando de la cocina con la botella de vino, las copas y el sacacorchos—. Nadie —repitió— que tenga especial interés en verme él a mí, ni en verlo yo a él.
Ya lo tengo todo hecho: planté un árbol con mi padre, he escrito varios libros no publicados, y he tenido un hijo, un completo desagradecido.
—Bueno. Sepa por lo menos que puede salir a la calle, e ir a comprar libros. Además, a estas alturas ya debe de estar vacunado, ¿no?
—Sí. Me enviaron un mensaje el otro día, acudí a donde me dijeron, y me vacunaron. ¡Qué palabra más fea, Dios! No me gusta nada.
—¿Y qué tal la experiencia?
—Bien. No me creció ningún brazo extra, ni me salió una cabeza nueva, ni, lo que es peor, no gané ni en inteligencia ni en sabiduría.
—Pero por lo menos sobrevivirá a la pandemia. De eso se trata.
—Francamente eso es lo de menos. Morir o sobrevivir no me importa mucho. No, no tengo ganas de morir. No me malinterprete. Pero, como comprenderá, ya lo tengo todo hecho: planté un árbol con mi padre, he escrito varios libros no publicados, y he tenido un hijo, un completo desagradecido. Dejemos de lado lo de torear, porque es algo verdaderamente desagradable… Lo he hecho todo. Al menos lo más importante. Y ya no hay esperanzas ni ganas de hacer mucho más.
—Yo creo que podría ir usted a la universidad y matricularse en algo de geología o astronomía… si lo hay.
—Ya es viejo Pedro para cabrero.
—Eso, y perdóneme que se lo diga, es una perfecta tontería. Decía Séneca en alguno de sus muchos libros, y lo avalo yo, ni más ni menos, que nunca es tarde para aprender.
—¿Cree usted que debería volver a estudiar? No sé. No me apetece mucho. Aunque puede ser interesante… No sé por qué nos han metido en la cabeza que estudiar sólo es hasta una cierta edad. A partir de ella uno debe ponerse a trabajar. Los padres, por desgracia, no son eternos. Ya no tengo edad…
—No hay ninguna ley al respecto. Hay, eso sí, una necesidad, perentoria, de ganarse la vida…
—Entonces no hace falta ley.
—Pues como no hace falta, y no la hay, puede usted volver a las aulas. Sin ningún impedimento ni legal ni de ningún otro tipo. No va a ser la primera ni la última persona mayor en ponerse a estudiar de nuevo.
—Sí, ya lo sé, ya lo sé… Estaba pensando en la cantidad de tonterías y memeces que nos han metido en la cabeza a lo largo de nuestra vida. Nos han mentido mucho, y muy bien. Nos decían siempre, por ejemplo, que hay un tiempo para cada cosa, que fuéramos buenos, que no mintiéramos, que la honestidad fuera nuestra bandera y despreciáramos a los hipócritas…
—¿Y nunca le dijeron —interrumpí deteniendo aquella cascada de virtudes— que no fumara en tanto que quien se lo decía tenía el cigarrillo en los labios?
—Sí —respondió riendo de buena gana—. Pero, ¿cómo vivir sin fumar, sin mentir ni ser hipócrita?
—Si le dijeron que no fumara en tanto fumaba quien se lo decía, no lo engañaron a usted. En absoluto…
—¡Hombre! —exclamó—. No me fastidie.
—Esto me recuerda —le expliqué tras paladear el buen vino— una conversación habida entre Ciro y Cambises, su padre. La narra Jenofonte en la conocida Ciropedia. Padre e hijo parten juntos. Ciro va a la guerra, y Cambises acompaña a su hijo hasta la frontera persa, creo recordar. Por el camino tienen una larga conversación. El padre aprovecha para decirle al hijo cómo debe comportarse con el enemigo a fin de derrotarlo en el campo de batalla. Ciro le reprocha a Cambises, entonces, que le esté inculcando, ahora, todo lo contrario a lo inculcado por los maestros siendo niño y adolescente: debe ser, a partir de este momento, frente al enemigo, taimado, astuto, engañar, mentir…1
—Igual que han hecho con nosotros…
¿Se imagina usted que en una clase un profesor les dijera a sus alumnos que no estudien, que se metan en cualquier partido político, que roben y estafen, que mientan?
—Peor, peor. Pues a él, le recuerda su padre, desde bien jovencito le enseñaron a cazar. ¿Y de qué forma cazaba? Poniendo trampas, engañando a los bichos, siendo más astuto que ellos, escondiéndose, mimetizándose con el terreno… No ha habido ningún engaño. Sencillamente, hay cosas que se pueden decir, y otras que hay que adivinarlas, o intuirlas, como quiera. Se aprende con la vejez, con el paso del tiempo.
—Eso, francamente, me parece muy traído por los pelos. Pura hipocresía.
—Como usted quiera, pero así funciona. ¿Se imagina usted —le pregunté— que en una clase un profesor les dijera a sus alumnos que no estudien, que se metan en cualquier partido político, que roben y estafen, que mientan, que pasen de un partido a otro porque lo importante es figurar y comer todos los días? ¡Por Dios! Sería la exaltación de la necedad y de la estupidez.
—No haría más que decir verdades.
—No es cierto. Comprendo que esté usted herido o molesto. Pero no es cierto. Haría bueno aquello de por un perro que maté, mataperros me llamaron. Además, ¿sería usted feliz haciendo esas cosas? Yo, desde luego, no. Y allá cada cual con su conciencia.
—Sí. Tiene razón: me he pasado un poco. No, no debe buscar eso la educación. Debe intentar todo lo contrario. De otra forma sería reforzar la innata pereza, y la necedad e hipocresía de muchos.
—Además, y le vuelvo a insistir, nunca pierda de vista a la prensa, a la radio y a la televisión. Y a las personas a las que sirven. Vende más una noticia sobre si este se acuesta con aquel, o con aquella, si ha traicionado a su padre o a su madre, que el posible descubrimiento de una nueva estrella o galaxia, me encanta la astronomía, o lo que usted quiera.
—Tiene razón. ¿Usted cree —me preguntó sonriendo— que si me matriculo en la universidad me entrevistará algún medio intentando saber por qué, al final de mi vida, tengo ansias por saber?
—No. Por supuesto. No. ¿A quién le importa? Y caso de hacerlo, muchos, no lo olvide, lo pondrán como hoja de perejil y lo tildarán de loco. Lo alabarían si en lugar de estudiar se fuera usted a cualquier hogar del jubilado a jugar al parchís, o la brisca, o a cualquier cosa de esas. Pero no todos se burlarán de usted. Conviene tenerlo presente.
—Cierto es. Siempre se recuerda más el mal que el bien. O la necedad y la estupidez que lo contrario. En serio —dijo tras beber un sorbo de su buen vino—, dentro del hombre hay muchos mecanismos dignos de un buen cambio y recambio. Y la educación…
—¡Ah, no por favor! Déjenos en paz. La sociedad en general, los padres, los políticos… Ya está bien de que siempre sea la escuela quien cargue con el mochuelo.
—Pues en ese caso, para largo me lo fiais.
—No se debe perder la esperanza. Máxime ahora que a un compañero del departamento se le ha ocurrido una brillante idea, sacada, y no se lo diga a nadie, de la lectura de los clásicos: la fundación de un partido político el cual va determinar, por ley, la prohibición de tener hambre y sed. Amén de obligar al personal a ser feliz.
—Como gimnasia del espíritu no está mal la propuesta. Pero debería definir, primero, el concepto de felicidad. Porque, tal vez, lo bueno para algunos sea perjudicial para los otros. Ya sabe aquello de mi libertad acaba donde comienza la tuya. Algo similar puede suceder, seguro, con la felicidad.
—Pues entonces recurriremos a aquello de respetaos los unos a los otros como yo os he respetado.
—Con la iglesia hemos dado, Sancho. ¿Se ha dado cuenta usted de que en las películas americanas cada vez que alguien cita los salmos de la Biblia es para hacer burradas y perrerías mil? Ayer, para variar, vi una película sobre un muchacho homosexual que mataron, de forma bestial, en una ciudad de Estados Unidos. Pues bueno, tenía que haber oído a un cierto pastor de una de las tantas iglesias que hay por aquellas tierras. Para echarse a temblar.
—Mire, justificaciones las hay hasta para el más horrible de los crímenes. Y sí, donde comienza la palabrería, termina la virtud. Ayer, sin ir más lejos, estuve buscando un libro sobre Alejandro Magno. Está agotado, por supuesto. Pero mirando en la red, vi, como la otra vez, que lo tenía una cierta librería, muy preocupada por la cultura, siempre y cuando esto se traduzca en beneficios crematísticos. Pues bien, figuraba el dicho libro en su catálogo. Por el asequible precio de 15 o 17 euros. Lo pedí. Pero en el tiempo que tardé en ir a por la tarjeta del banco para dar mis datos, me cambiaron el precio: subió a 260 euros.
Formemos un partido político donde, por ley, se prohíba pasar hambre y retener los libros con fines comerciales. ¿Usted cree que nos votaría alguien?
—¡No me diga! ¿Tan importante es el libro?
—Sí. Lo es. Pero, por supuesto, anulé la compra. Pensé sacarlo de la biblioteca de la facultad y evitar tomaduras de pelo. No obstante, también lo encontré en la red. Me lo bajé. Así que lo estoy leyendo sin pagar ni un euro. Y sin moverme de casa.
—¿Y para qué quieren el libro en el almacén?
—No lo sé. Seguramente para ir subiéndolo de precio. Igual algún día lo compra algún coleccionista, o los bichos del papel dan buena cuenta de sus páginas.
—Absurdo. Formemos un partido político donde, por ley, se prohíba pasar hambre y retener los libros con fines comerciales. ¿Usted cree que nos votaría alguien?
—No pierda la esperanza: dicen que siempre hay un roto para un descosido.
—¿Me deja usted —preguntó sonriendo— que, en prueba de amistad, le regale dicho libro?
—No. Ni lo sueñe. Ahora bien, le dejo que me regale una pluma estilográfica. Pero no una cualquiera. Ya le enseñaré la que tengo: quiero una que sea exactamente igual.
—Vale. Bájela la próxima vez que venga a casa.
Prometí hacerlo sabiendo que no iba a dar con la dichosa pluma. Me la compré para celebrar mi entrada en la treintena y en los inicios de la calvicie. Había llovido algo desde entonces, y la dichosa pluma, con toda seguridad, ya no se fabricaría. Comprobarlo lo obligaría a salir de casa y a darse unos buenos paseos por la ancha ciudad. Y, a lo mejor, hasta tenía suerte y me alegraba el día. La esperanza es lo último que se pierde.
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