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Diálogos en tiempos del virus (8)
Abandonos

jueves 24 de junio de 2021
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Abandonos, por Vicente Adelantado Soriano
Fui educado en la conciencia de que un libro había que leerlo de cabo a rabo. Cuando no lo hacía así, y a veces era un martirio, tenía problemas de conciencia. Hace ya muchos años que conseguí superar semejante tontería.
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

 

De la prolijidad se suele engendrar el fastidio.
Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.1

Cada vez que oía y veía las noticias por la televisión se me ponían los pelos de punta. Creí, al principio, que gobiernos y estadistas estaban actuando con la población igual que una enfermera actuó con un conocido mío. Detectaron, en una revisión médica, que era diabético: lo pusieron a régimen inmediatamente. Y tanto le dijo la enfermera, de tantas penurias y carencias lo amenazó, si no le hacía caso, que aquella pobre persona perdió veinte kilos en un abrir y cerrar de ojos.

—Me imagino —me contó pasado un tiempo este amigo— que la buena de la enfermera actuó así porque debe de estar más que harta de que los pacientes no le hagan ni caso.

—Ya sabes —le dije— que en este país todos entendemos de todo. Somos capaces hasta de automedicarnos.

—No es nuestro caso —repuso incluyéndome a mí—. Hice cuanto me dijo. Confié plenamente en ella. Estoy muy bien. Y eso sí, antes de jubilarse, sonriendo, me levantó un poco el régimen de comidas. Aun así no me pasé. No tenía ganas —dijo sonriendo— de volver a renovar el vestuario.

Según los negacionistas todo es mentira, una engañifa del Estado, de las farmacéuticas y del lobo feroz.

Como tantas otras cosas, me olvidé también de aquella conversación. Volví a recordarla al ver, en la televisión, una manifestación de los llamados negacionistas de la pandemia, del coronavirus y de las medidas tomadas para atajarla. Los argumentos que les oí no me parecieron muy convincentes. Aun así consulté con varios amigos médicos y, para ser más objetivo, pedí hora en el ambulatorio. Decidí hacer lo que me aconsejó la doctora de la seguridad social. Una mujer joven, atenta e inteligente.

Estaba regresando a casa desde el ambulatorio cuando sonó el móvil. Era mi querido vecino de la puerta 33. Gracias a Dios no necesitaba más libros: sencillamente me decía que tenía en su casa el encargo que habíamos hecho al supermercado. Yo cada vez era más reacio a salir. Me alegré, en consecuencia, de poder trabajar a través del ordenador. Y de que me trajeran la compra sin necesidad de ir al supermercado.

—De todas formas —me dijo mi vecino— no es conveniente tanto sedentarismo…

—Ayer —le expliqué— me subí los diez pisos de la finca yendo por la escalera, tres veces. Y no me tropecé con nadie. Además, en casa también hago algún que otro ejercicio.

—La situación parece que va a peor.

—Según los negacionistas todo es mentira, una engañifa del Estado, de las farmacéuticas y del lobo feroz.

—Ese es un tipo de gente que nunca falta. También los hay, por arrimar el ascua a mi sardina, que niegan la evolución de las especies. Y la edad de la Tierra. Para ellos todo comenzó con el diluvio universal.

—Imagino que en ese tipo de apreciaciones juegan mucho la ignorancia, los intereses o la pereza mental.

—Imagino. No lo sé. Y tal vez el miedo a la soledad: si no hay creación, parece deducirse que no hay Dios. Y si no existe Dios es como si nuestro paso por la Tierra no tuviera ningún objeto ni fin. Somos hijos de la casualidad. Sin más.

—¿Y tiene algún fin nuestra existencia? ¿Cuántas personas han muerto sin que nadie tenga constancia de su existencia?

—La ha tenido Dios. Es lo que importa, ¿no cree? Al menos según ellos.

—Tal vez. No lo sé. A veces me da la impresión de que todo está teñido de ideología, de que nos empeñamos en que las cosas sean como nosotros queremos. Y eso, a la larga, nos hace muy desgraciados y crueles: siempre se condena al que se aparta de nuestras creencias.

—Lo primero tal vez sea inevitable: contaminarlo todo con nuestra forma de ser o de ver las cosas. En lo segundo, deberían predominar la solidaridad y el respeto al prójimo por encima de creencias e ideología. Ser un poco científicos y no aceptar nada como dogmas. Mire, hace algún tiempo se descubrieron unas huellas de pies, petrificadas, creo que en África. Eran unas huellas de hace millones de años. Unas huellas eran más grandes, otras un tanto más pequeñas, y unas terceras casi diminutas. Se sacó la conclusión enseguida de que pertenecían a una pareja que iba caminando con su hijo, que corría y saltaba alrededor de la pareja.

—Ya. Un matrimonio actual.

—Sí. Sólo les faltó añadir que iba a visitar a la madre de ella, que tenía un constipado muy cruel. Bromas aparte, por supuesto no todos los científicos aceptaron aquello. Había huellas de distinto calibre, por supuesto. Pero de ahí a lo otro.

—Es difícil liberarse de la carga ideológica, de las ideas recibidas si quiere. En el mundo de la traducción sucede algo similar.

—Creo que sucede en todos los órdenes de la vida. Y también a la inversa. Quiero decir que hay negacionistas de unas cosas y de otras. De todas las que quiera. Y caen todos, y sin excepciones, en el panfleto, en el hartazgo.

—No sé qué decirle. No me he tropezado con ese tipo de personas. Hasta ahora.

—Es la suerte que tiene usted. A nadie, en su sano juicio, se le ocurre negar la existencia de Roma, Bizancio, Egipto, el latín o el griego…

—No crea, no crea. No van a llegar tan lejos, pero sí a decir estupideces contra las lenguas clásicas o el parentesco de unas y de otras. Y lo mismo: lo hacen por motivos ideológicos, crematísticos a menudo, que no filológicos.

—¿Y le ha dedicado usted atención a estas cosas?

—Ha sido inevitable, ¿cómo no? Pero tampoco me he esforzado mucho. Creo que hay cuestiones y personas con las que no vale la pena debatir.

No hay meta. No la hay. Pero hay avances, pequeñas comprensiones, alguna sonrisa y mucha frustración.

—Ya le dije que últimamente tengo mucho interés por la ciencia.

—Sí, ya lo veo. Además, recuerde que soy yo quien le ha traído los libros.

—No lo olvido.

—No, no se lo decía por nada… Una broma.

—No se preocupe. No vamos a pelearnos. Sí, es cierto, me ha traído muchos libros para iniciarme en alguna que otra ciencia. Habrá visto que me interesa el origen o los orígenes del hombre, de los animales y de las plantas. Me interesa la evolución y saber cómo hemos llegado a ser lo que somos.

—Me parece que es un programa tan ambicioso como irrealizable, si me lo permite.

—Sí. Tiene razón: es irrealizable. No voy a llegar a ningún sitio, pero lo voy a intentar.

—Algo similar se plantea con el estudio de las lenguas clásicas: es una carrera sin meta.

—No deja de tener su encanto. No hay meta. No la hay. Pero hay avances, pequeñas comprensiones, alguna sonrisa y mucha frustración.

—¡Ay! —exclamé sonriendo—, si alguna vez la ciencia consiguiera que viviéramos quinientos o seiscientos años…

—Estaríamos igual. No le quepa duda. Además, quizás no haga falta abarcarlo todo. Usted ha venido hablando de los negacionistas. Y yo acabo de abandonar una novela, me faltaba muy poco para terminarla, por las mismas razones.

—¿Hay novelas negacionistas? Vaya. No lo sabía.

—Definirla así tal vez sea erróneo. Yo más bien le diría que es un panfleto en contra del matrimonio. ¿Y qué son los panfletos más que negacionismos o ver las cosas solamente a través de un agujero?

—La caverna de Platón. Creo.

—No recuerdo muy bien el mito, pero sí, algo así. Pero no es eso lo que me interesa recalcar. En lo que quiero incidir es en la necesidad de alejarse de todas las cosas un poco, de tomar perspectiva.

—Complicado de hacer. Siempre necesitamos agarrarnos a algo. En consecuencia es muy difícil arrancarse las ideas recibidas. Entran con la lengua, con todo el acervo cultural.

—No se lo discuto. Pero también los gustos y las apetencias van cambiando. Y lo que en la infancia nos gustaba, ahora nos puede parecer terrible. Imagino que le habrá sucedido esto con algún que otro libro y con alguna que otra película.

—Sí, claro.

—Por eso no hay género más difícil, en la literatura, que la novela. Muchas veces el novelista y el lector se dejan llevar por la filosofía no escrita, por lo que todo el mundo da por bueno o por malo. O por lo que así lo considera un grupo humano.

—Me imagino que me está hablando de las modas.

—Sí. Pero las modas pueden llegar a ser nuestra segunda piel. O la primera. Mire, yo fui educado en la conciencia de que un libro había que leerlo de cabo a rabo. Cuando no lo hacía así, y a veces era un martirio, tenía problemas de conciencia. Hace ya muchos años que conseguí superar semejante tontería. Ahora no me importa abandonar un libro cuando éste deja de interesarme. Y cada vez abandono más y más.

—Habrá que ser más selectivo. Y cuidadoso.

—De acuerdo. Pero eso nos priva de conocer una parte importante de la humanidad. El libro que acabo de abandonar es un panfleto, no lo puedo definir de otra forma, en contra del matrimonio.

—Cada uno cuenta de la feria según le ha ido en ella.

—No estoy de acuerdo con eso. Yo podría hablarle pestes del matrimonio. Pero tengo amigos que han sido, y son, muy felices estando santamente casados. Lo mínimo que se le puede exigir a un artista es un mínimo de objetividad, una visión un tanto más amplia.

A mitad de novela, con muy poca generosidad por mi parte, estaba esperando que la protagonista se suicidara de un momento a otro.

—Deduzco que la novela no le ha gustado.

—Me he acordado mucho de lo que me dijo el otro día… Y me he acordado de una vez que asistí a un cineforum. Me reí mucho entonces porque uno de los que tomaron la palabra dijo, con un tono solemne, como un obispo iniciando la misa: “A esta película le sobra un kilómetro de fotogramas”.

—Los libros gruesos suelen terminar así. No todo el mundo es Heródoto ni Homero.

—Efectivamente. Y estos panfletos le dan tantas vueltas a lo mismo que terminan por cansar al sol de mediodía. El personaje de esta abandonada novela se parece a mi querida suegra, que Dios tenga en su santa gloria: dice una cosa y hace la contraria, y cuando hace la contraria desea haber hecho lo que dijo al principio… A mitad de novela, con muy poca generosidad por mi parte, estaba esperando que la protagonista se suicidara de un momento a otro. Pero vistas las hojas que me quedaban…

—La suicidó usted.

—Sí. Pero dicho noveloncio tuvo éxito en su época.2 Tal vez porque decía lo que todo el mundo estaba ansioso por oír. Y de eso es de lo que debemos huir. Y ahora viene la pregunta: ¿qué estamos ansiosos por oír últimamente y nos puede llevar a un terrible engaño? Y no es que defienda el matrimonio ni la democracia. Son imperfectos. Lo son. Pero no hemos dado con nada mejor. ¿O sí?

—No lo sé. Yo le puedo decir lo que dijo Sócrates cuando alguien le preguntó si se casaba o permanecía soltero. “Hagas lo que hagas —le dijo aquél—, te arrepentirás”.

—Pues resignación y a seguir leyendo y estudiando. Pero no me traiga más libros gordos —me dijo sonriendo.

—Pues no me los pida —le contesté riendo y levantándome.

—Tiene razón. Y dejémoslo por hoy que toda conversación larga termina en murmuración y acaba por ser pesada y tediosa. Como algunos libros.

—Hasta mañana y gracias por la compra.

—De nada. A mandar, que para eso estamos.

 

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Notas

  1. Segunda parte, capítulo XXVI, El retablo de Melisendra.
  2. Mi querido amigo, y lo sé porque le llevé yo el libro, y porque estaba leyéndolo durante esos días, está hablando de la novela de Thomas Hardy Jude el oscuro. No puedo decir nada al respecto porque no he leído la obra.
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