

Cuánta razón tenía aquella persona que, preguntada por el atributo que nos asemeja a los dioses, contestó: “la benevolencia y la verdad”.
Anónimo, De lo sublime.
Tras la alarma por varios contagios habidos en las aulas, nos enviaron a casa. Se suspendió toda la actividad en el centro. Fui, desde luego, a hacerme los análisis pertinentes, y esperé, enclaustrado, los resultados. Yo me encontraba bien, pese a todo. Aun así estuve varios días sin salir a la calle, y sin bajar a visitar a mi vecino. Le conté el caso por teléfono prometiendo visitarlo en cuanto tuviera la certeza de no ser tóxico.
—Voy a pedir una buena botella de vino. Para celebrar su regreso dentro de unos días —me dijo con total optimismo.
Aproveché la ocasión: di cuenta de unos cuantos libros, pendientes de lectura, de varias traducciones, y de otras tareas sin importancia. Me asombré entonces de lo rápido que pasa el tiempo: apenas me había percatado, engolfado en los libros, cuando ya era la hora de hacer la comida, o la cena. O de meterme en la cama, lugar al cual me dirigía más por la fatiga ocular que por cansancio físico o por sueño.
Un día no es nada. Necesitaría estar así veinte o treinta años para poder llevar a cabo algunos de mis abandonados proyectos.
Fue al cabo de varios días cuando me llegaron los resultados de los análisis al móvil. Estaba todo bien. Bajé, pues, en busca de la copa del buen vino. Mi vecino se alegró de verme, por supuesto. Nos dimos un fuerte apretón de manos, e inmediatamente sacó la botella encargada para la ocasión. Inmejorable.
—¿Y cómo ha pasado estos días? —me preguntó tras el correspondiente brindis.
—Se me han pasado en un suspiro. Un día no es nada. Necesitaría estar así veinte o treinta años para poder llevar a cabo algunos de mis abandonados proyectos.
—Ni aun así los terminaría —me dijo sonriendo—. Pero esa es la parte buena de la vida. Sucede lo mismo con los buenos viajes: no se ve todo en una primera ocasión. Es conveniente, además, dejar cosas pendientes, así se tiene la excusa perfecta para volver.
—No creo —le respondí también de buen humor— que el Cancerbero nos deje salir del Hades para acabar de ver calles y museos.
—Siempre hay una primera ocasión.
—Sí, las ha habido. A lo largo de la historia ha dejado salir a tres o cuatro personas. El dichoso perro es muy selectivo. Además, igual allí se puede continuar la tarea, quién sabe, y no hay necesidad de regresar al mundo de los vivos.
—Es otra posibilidad, desde luego. ¿Y qué tareas se va a llevar a la otra vida?
—¡Hombre! Los análisis han salido bien. Espero terminarlas aquí. Al menos algunas. Caronte y su barca deberán esperar un poco.
—Perdone, perdone. Ha sido un lapsus.
—Ya me lo imagino. Pero ni aun así voy a terminarlo todo, por supuesto. No por falta de tiempo, que me faltará, sino porque cada vez se complican más y más las cosas. Y aquí, por desgracia, no hay hilo de Ariadna. Hay, por el contrario, una madeja de lana a través de la cual, entre hebra y hebra, sí, se vislumbra algo de claridad. Muy poca.
—Lo cual quiere decir —dijo sonriendo— que vamos bien encaminados.
—Eso pienso yo también. Y todo gracias a un gran libro. ¿Se acuerda? —pregunté animado—. Le conté el otro día que iba buscando un libro sobre Alejandro Magno.
—Sí. Ese por el cual le pedían tanto dinero…
—El mismo. Pues bien, di con él en la red. Lo he leído con verdadero interés. Y ha sido como lo de esa muñeca rusa, la matrioshka creo que se llama, pero al revés, si ello es posible. Quiero decir que de una matrioshka pequeña surgía una grande, de una grande, otra un poco más grande. Y así hasta finalizar el libro.
—Me imagino, entonces, que ya tendrá un buen conocimiento del tal Alejandro.
—Más completo del que tenía, sí… Es curioso: la primera noticia sobre Alejandro fue más sobre su caballo Bucéfalo… Luego, a los cinco o seis años, estando en casa de unos tíos míos, les robé algo de dinero y me fui al cine. Cosas de la edad. Proyectaban Alejandro Magno. Pero en el cine había tal griterío que no pude oír nada. Imagino que fue el castigo por mi robo.
—¡Vaya, por Dios! —exclamó—, no lo hacía yo a usted así…
—Sí, de pequeño me aficioné mucho a robar dinero. Hasta que me tropecé con las rudas manazas de mi padre. Me quitó el vicio como quien arranca malas hierbas. Me ha venido a las mientes porque algo así ha sido la lectura del libro del profesor Hammond, Alejandro Magno. Rey, general y estadista.
—¿Quitar malas hierbas? —preguntó un tanto asombrado.
El estudio del pasado no es otra cosa más que arqueología. Y apartar cascotes y más cascotes.
—Si quiere —le expliqué—, lo que hace usted: golpear una piedra, esperando sacarle cierta virtud, o que salga otra y revele no sé qué secretos. Pero ya le digo: íbamos de lo pequeño a lo grande, al contrario que con las dichosas muñecas rusas.
—O como un agujero en arqueología: poco a poco se va agrandando hasta dejar todos los restos al descubierto.
—Sí. Pero no por eso se han terminado mis prospecciones sobre el rey macedonio. Sobre un personaje tan famoso se ha escrito mucho y muy variado. Casi le podría decir que cada libro sobre él es un Alejandro distinto. No obstante, hay estudios con afán investigador, son los que me interesan, y los otros con el afán de siempre.
—Eso es algo que vamos a encontrar en todas las facetas de la vida. El estudio del pasado no es otra cosa más que arqueología. Y apartar cascotes y más cascotes. Es muy interesante saber de dónde venimos y quiénes fueron nuestros ancestros. Mire, cuando yo era bien joven, mi madre, muy dada al sentimentalismo, me contaba que su padre, mi abuelo, había luchado en Cuba. No me lo terminé de creer. No me cuadraban las fechas. O éstas me impresionaron por la cercanía de los hechos, por su continuidad… Investigué, recurrí a lo típico: búsqueda de partidas de nacimiento, de bautismo, de embarques, de guerra y paz… Pero esos documentos son tan fríos… Dicen tan poco. Y ponen tantas trabas burocráticas. Las piedras son más generosas: se dejan golpear y abrir sin fotocopias, autorizaciones y demás zarandajas.
—Pues imagínese usted —le dije— la alegría que se hubiera llevado de haberse tropezado, en cualquier baúl, con cartas de su abuelo, con un diario, con algo escrito por él de su puño y letra.
—La alegría hubiese sido inmensa, desde luego.
—Esa alegría es la que, a veces, nos priva del sentido crítico. Por ello mismo nos encajan falsificaciones y visiones interesadas o tan limitadas como los propios autores. Hay que andarse con pies de plomo. Una buena excavación no se puede hacer con tractores ni maquinaria pesada. Ni con grandes palabras.
—Desde luego. Lo primero que enseñan las piedras es que hay que aprender a ver, a observar con detenimiento. A no dejarse llevar por arrebatos. Darle la palabra a la piedra y guardar silencio.
—En el caso de Alejandro Magno, y de otros tantos, se trata de ser capaz de meterse en la mentalidad de su época. De captar sus presupuestos, y de sacar enseñanzas de ellos. Infinidad de veces he oído que Alejandro era un borracho, un asesino, un rijoso al cual lo mismo le daba la carne que el pescado… Es interesante cómo cada estamento, o cada época, ha creado su propio Alejandro. Dice esto más de esas épocas y estamentos que del rey macedonio.
—Es difícil estar por encima de las ideas recibidas. Es algo que sólo se consigue, cuando se consigue, con el paso del tiempo.
—Tiene razón. Pero hay algo más: la constante consulta de las fuentes, y su lectura crítica. Por ejemplo, se insiste mucho en que Alejandro Magno todos los días, ante cualquier evento, ante cualquier batalla o peligro, hacía sacrificios a los dioses. Era, al parecer, un hombre muy religioso. Claro, la religión griega clásica nada tiene que ver con la cristiana. No existe el concepto de pecado. Por una parte. Por la otra, hay una enorme tolerancia religiosa: Alejandro no destruye templos, no quema estatuas de dioses. Respeta todo tipo de creencias. Poco o nada se ha hablado de esto.
—Imagino que me está hablando ahora de los olvidos.
—Sí, así es. Y recuerdo una discusión, hace muchos años, durante una reunión con padres. Un necio vino a decir que no quería que su hijo estudiara latín ni griego porque tanto César como Alejandro Magno no habían sido más que dos asesinos, dos enormes genocidas.
—No me diga. Valiente estupidez.
—Sin comentarios. Frente a tamaña necedad está quienes sostienen que tanto Filipo II, el padre, como el hijo, Alejandro, querían aliviar la presión que ejercían los persas sobre Grecia, y recuperar las colonias asiáticas. De ahí la invasión, el paso del Helesponto. Sucede, al parecer, que tras la batalla de Isos, Alejandro se percata de que la monarquía persa está herida de muerte, y sigue avanzando. Y sucede también, cosa que se olvida con harta frecuencia, que Alejandro fue discípulo de Aristóteles. Al parecer quería comprobar si éste tenía razón al considerar, como todos, que el Indo, o el Ganges, era el mismo río que el Nilo. Y que ambos circundaban el cosmos. Alejandro, a lo largo de sus incursiones, ya se había percatado de algunos errores… Y se tropezó con nuevas realidades que desmentían las ideas recibidas. E investigó. Y siguió caminando en busca del fin del mundo…
—Me recuerda a Colón. Éste también tuvo que llevarse una gran sorpresa. Aunque al parecer se murió creyendo que había llegado a Cipango cuando se tropezó con Cuba.
—Alejandro llevaba en su ejército a científicos, geógrafos… Era imprescindible conocer el terreno, las distancias, la profundidad de los ríos, la lengua y costumbres de los nativos. Y había leído, a tal respecto, a Jenofonte, la Anábasis.
—Sí. Pero lo malo de todo esto es que costó vidas. No, no quiero ponerme en plan moralista. Esa es la ventaja de las piedras. Aunque entiendo, desde luego, que no todo son piedras en esta vida.
Las cosas son un poco complicadas. Y deben ser contextualizadas a fin de comprender las actuaciones de unos y de otros.
—Sí. Costó vidas. Hay discursos y quejas al respecto. Ante el mismo rey. Y críticas posteriores. Lo que se ha dado en llamar el elocuente salvaje. Uno de éstos se presenta ante Alejandro, en las orillas del río Tanais, el Don actual. Allí lanza un discurso, pura retórica, totalmente falso, desde cualquier punto de vista. Viene a decir que Alejandro es un ambicioso, un asesino, y que ansía cuanto tienen los demás. Éstos ni lo conocen, ni lo conocían, ni tienen por qué someterse a él, etc., etc. Palabras muy improbables en aquel momento, y dichas por un pretendido y culto embajador: muchos de esos salvajes vivían del robo, del asesinato, del pillaje, de la rapiña, y seguramente ni sabían leer. Y eran nómadas. Alejandro los hizo agricultores, creó ciudades y los civilizó. E hizo que les enseñaran el griego.
—Sí, de acuerdo —me dijo mi vecino—. Pero eso no justifica el que se masacrara a poblaciones enteras.
—No. No lo justifica. Nada justifica una guerra. Y nada justifica que los persas estuvieran presionando sobre Grecia, intentando abrirse camino en Europa… Las cosas son un poco complicadas. Y deben ser contextualizadas a fin de comprender las actuaciones de unos y de otros. Es de lo que se trata. Creo. Así, tal vez evitaremos nuevas confrontaciones.
—¿Usted cree?
—Creo que es algo que podemos y debemos aprender de los clásicos.
—Y de las benévolas piedras. Brindemos por unos y otras.
—Sí, también de las piedras. Pericles dejó en el Partenón parte de las columnas que los persas habían destruido cuando incendiaron la ciudad. Allí están las piedras. Tal vez para recordarnos hasta dónde pueden llegar la ambición y la estupidez humana.
—Salud. Y que su enseñanza no sea en vano.
—Salud. Así sea.
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