
Con el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

Ved por ello cómo hemos de guardarnos de aceptar las opiniones vulgares y cómo hemos de juzgarlas según la razón y no según la voz pública.
Michel de Montaigne, Ensayos (De los caníbales)1
Me enteré de que, pese a las restricciones por el coronavirus, se iban a realizar unas breves jornadas en la facultad de filología. Con aforo limitado y guardando las distancias correspondientes, por supuesto. Me inscribí enseguida, e hice lo mismo con mi vecino, sin ni siquiera habérselo consultado. Me quedó claro, la última vez que estuve con él, que se encontraba muy solo. Necesitaba salir. De hecho, recibió la invitación como agua de mayo. Le ofrecí la posibilidad de ir a la facultad caminando, un buen paseo, o con mi coche. Prefirió el gran paseo. Se lo agradecí. Salimos de casa con mucho tiempo de antelación.
—A todo esto —me dijo cuando comenzamos a caminar— no me ha dicho de qué se va a hablar en la ponencia.
—No sé si le interesará el tema, pero creo que puede ser curioso, como mínimo. Van a hablar sobre los escritores menores en latín. Los del ocaso del Imperio romano. Yo no los conozco.
Olvidé la literatura y me dediqué a la ciencia. Y ahí sí que nunca he tenido las veleidades de publicar nada. Nunca me he creído a la altura.
—Necesito salir. Le agradezco la invitación. Y además, a esta bendita edad que tengo, todo me parece interesante.
—Unas cosas más que otras, ¿no? —le dije sonriendo—. No lo veo a usted metido a mecánico.
—Evidentemente. Todo tiene un límite, muchacho, replicó aquel. Como ya le dije el otro día, hace tiempo que dejé de lado mis aspiraciones de poeta. También lo hizo mi amigo. Estaba recordando ahora que, una vez, comiendo juntos, nos dio por recordar aquella época. Se le ocurrió decir entonces, riendo, que no habíamos conseguido publicar nada por nuestro desconocimiento del latín y del griego.
—Su amigo —le repuse— debe de ser un buen humorista. Muy pocos de los que escriben y publican hoy en día conocen esas lenguas.
—Era una broma, por supuesto. Pero él partía del principio de que cuanto más griego y latín supiera, mejor escribiría. O escribiríamos.
—Y no estudiaron ni una ni otra lengua.
—No. No lo hicimos. Entonces mis intereses se desviaron hacia otra parte. Olvidé la literatura y me dediqué a la ciencia. Y ahí sí que nunca he tenido las veleidades de publicar nada. Nunca me he creído a la altura. Tampoco he hecho nada digno de mención.
—Como la inmensa mayoría de los mortales.
—¿Usted tampoco publica nada?
—No, no tengo nada que contar como no sean anécdotas y chascarrillos.
—Pues eso es lo que se lleva. Adelánteme alguno. Tenemos mucho tiempo por delante.
—Mis chascarrillos no son los chascarrillos al uso. Verá. Uno de los profesores que van a intervenir hoy tuvo, hace tiempo, una agria polémica con un colega. Asistí a la discusión sin hablar ni abrir la boca. El asunto a debatir era la traducción de una frase de Aristóteles. Es famosa y conocida: el hombre es un animal político. Esa es la traducción del griego o, mejor, la que todos hemos conocido y aceptado. Pues bien, el profesor en cuestión insistía en que, y ahí no le falta razón, toda traducción tiene sus días contados.
—Fecha de caducidad, como todo y todos, por otra parte.
—Efectivamente. Las lenguas también cambian y evolucionan.
—Sí, desde luego. Quienes venimos del mundo rural sabemos que se han perdido muchísimas palabras.
—Pero se han ganado otras.
—Es como el ciclo de la vida: se evapora el agua, llueve, vuelve a la tierra, y vuelta a comenzar.
—Y la lluvia, parafraseando a Heráclito, nunca es la misma. Hay realidades que han desaparecido, o están en vías de desaparecer. Y ya que ha nombrado usted el mundo rural tenemos, por ejemplo, las palabras serón, cedazo, azadón, arado… Pero hay otras: avión, ordenador, móvil, chip, lápiz electrónico…
—Sí. Así es.
—Y lo que resulta curioso de esto es que una palabra del dominio común, hace cien años, actualmente ha pasado a ser una rareza que sólo entienden algunos eruditos. Pocos conocerán hoy en día el término zoqueta, a no ser que nos salgan con la consabida necedad de que es el femenino de zoquete.
—Necedades las hay en todos los ámbitos y a toda hora. El otro día un amigo me envió un comunicado, escrito por el concejal de cultura del ayuntamiento de un pueblo, en el que escribía estas y otras lindezas: “lxs niñxs y lxs asistentxs…” y así hasta sobrepasar los límites de las necedades y las estupideces. No se quedó corto el muchacho.
—Sin palabras. Volvamos a Aristóteles y dejémonos de tonterías.
—Vamos a ello. Cuente.
—En aquella sesión, el profesor, quien va a hablar hoy, dijo que no le parecía una traducción aceptable de la frase de Aristóteles, El hombre es un animal político. Yo creo que no le faltaba razón: evidentemente el término político no tenía entonces las connotaciones que tiene ahora. Él proponía el vocablo sociable en lugar de político.
El término animal hoy en día tiene unas connotaciones peyorativas. No se supo dilucidar muy bien si también las tenía en la época de Aristóteles.
—Parece más razonable. Sociables, al parecer, lo tenemos que ser a la fuerza. No se puede vivir en soledad, aunque algunos la soportan de maravilla —añadió sonriéndome por encima de su mascarilla.
—No me voy a dar por aludido. Me gusta vivir en la capital. Nunca me ha convencido aquella poesía del Beatus ille, y los cantos al campo y a la labranza. Es una vida muy dura. Mucho. Que vayan a segar Horacio y Virgilio.
—En eso tiene toda la razón.
—La segunda parte de la traducción, el sujeto de la oración, también quería modificarlo. Y aquí entramos en la parte peliaguda: el término animal hoy en día tiene unas connotaciones peyorativas. No se supo dilucidar muy bien si también las tenía en la época de Aristóteles. Yo creo que no. El profesor, no obstante, proponía traducir: el hombre es un ser sociable. Y olvidar el término animal.
—Despojó así la frase de una parte del hombre, la animalidad. No sé qué decirle. No sé nada ni de latín ni de griego.
—No hace falta saberlos para lo que estamos tratando de averiguar. Quiero decir que la cuestión, en mi caso, se complicó más. Mucho más.
—¿Qué sucedió?
—En aquella época yo tampoco sabía griego. Y hoy, la verdad, tampoco sé mucho. Leí a Aristóteles, sí, pero en castellano. Y me intrigó tanto el tema que me enfrasqué en varias traducciones.
—Es decir, que llevó usted a cabo una labor policíaca. ¿Obtuvo algún resultado?
—Volverme medio loco. En estas estábamos cuando, una vez más, me dio por asistir a una conferencia. Sobre un fraile franciscano, Francesc Eiximenis, y un famoso libro suyo, escrito para bien saber gobernar una ciudad, Regiment de la cosa pública.
—He oído hablar de él. Parece que fue el gran enemigo del dominicano san Vicente Ferrer.
—No sé si fueron amigos o enemigos. Sé que el conferenciante, con una sonrisa de conmiseración, y perdonándole la vida, aunque lleva siglos enterrado, vino a decir que el franciscano consideraba que la educación, la cortesía, y todo lo bueno y positivo, estaba en la ciudad. Fuera de ella, más allá de las murallas, no vivían más que las bestias y los destripaterrones, que eran otros bestias.
—El sentido de la caridad brilla por su ausencia.
—Me dejó tocado aquello. He tenido ciertas relaciones con los franciscanos…
—No olvide que, durante la guerra de la Independencia, muchos de ellos, pistolón al cinto, se lanzaron a cazar franceses y liberales.
—Lo tengo presente. Y tengo presente a san Francisco de Asís. Sí, ya sé que, demasiado a menudo, hacemos una interpretación tergiversada de los hechos. Los acomodamos para hacer lo que nos interesa. Lo sé. Y por eso mismo, me puse a leer todo lo que encontré de Eiximenis. Comencé a desconfiar de muchas cosas de las que se me decían.
—Y de las traducciones.
—Y de las traducciones, por supuesto. Pero como dice usted muy a menudo, el tiempo que tenemos es limitado. Sí, aunque no obstante es un aliado: no pasa en vano. Por desgracia no conozco bien ni el griego ni el latín. Ni sé el valor que algunas palabras tenían o dejaban de tener en la Grecia del siglo IV y V antes de Cristo. No lo sé. No obstante, mal que bien, he seguido el rastro de unos y de otros. Durante años.
—No es poco. Me admira usted. Oyéndolo no comprendo cómo hay personas que se aburren.
—Fabricarse una vocación también lleva sus años y sus fatigas. Pero dejemos eso. Leyendo a Eiximenis, su formulación para bien gobernar una ciudad, fui a dar, a instancias suyas, con san Agustín y La ciudad de Dios. Y éste, a su vez, y se cerraba el ciclo, me devolvía a Aristóteles.
—Eso me recuerda algunas entradas del diccionario: buscas una palabra, que te remite a otra, y ésta te lleva a la primera, y entre las dos no definen nada.
—No es lo mismo. Aquí se fueron aclarando conceptos. Creo. Aunque no estoy muy seguro.
—Bienaventurado usted. No siempre se llega a una conclusión.
Si los bárbaros viven fuera de la polis, ¿está justificado que los esclavicemos?
—Tampoco sé muy bien si he dado con ella. Pero está claro que Aristóteles sigue a Platón. Éste, como Sócrates, que jamás salió de Atenas, considera que la ciudad, la polis, es el máximo signo de la civilización. El mayor logro humano. Y con él la sociabilidad. Fuera de la ciudad está la barbarie. Aristóteles sigue la estela de Platón. Y san Agustín también. Pero para el santo, la ciudad terrenal, ideal, es aquella que está hecha, no olvide a Platón y el mundo de las ideas, a imagen y semejanza de la ciudad celestial, la ciudad de Dios.
—¿Y qué sucede con quienes habitan fuera de la ciudad?
—No lo sé. Viene la siguiente pregunta: ¿vivía alguien fuera de las ciudades, por grandes o pequeñas que fueran, en la época de Platón y Aristóteles? ¿O en la Valencia de Eiximenis? Hay que tener en cuenta que cerraban las puertas de las murallas por la noche. En una época llena de inseguridades, guerras y sobresaltos, ¿vivía alguien fuera de las ciudades o de las pequeñas aldeas?
—Tal vez los proscritos, esclavos fugados y gente de mal traer, ¿no?
—Ni aun así logro encajar que un fraile franciscano considerara bestias a los campesinos o a quienes huían de la opresión. Salvo que hagamos extensivo el término de Aristóteles, y todos seamos animales y sociables. O políticos. Al fin y al cabo quienes habitan extramuros también son personas, es decir, hombres. Y animales si quiere.
—Se nos ha complicado la situación…
—Todavía se puede complicar más. Si los bárbaros viven fuera de la polis, ¿está justificado que los esclavicemos? ¿Es entonces la esclavitud una situación natural dado que éstos son unos animales? Aristóteles resolvió mal el problema. Y digan lo que digan, ni está esto justificado, ni los campesinos son bestias. Los han hecho negándoles muchas cosas. Lo sabe usted tan bien como yo. Ninguno de los dos hemos olvidado la palabra zoqueta. Pero ese es otro tema.
—Amigo —me dijo mi paciente vecino tras la caminata—, sentémonos en el salón de actos, y descansemos. No puedo con mi alma. Imagino que se han quedado muchas cosas pendientes, pero amanecerá Dios y medraremos todos.
Le llevé una botella de agua y me senté a su lado, guardando las higiénicas distancias recomendables. Cansados por la larga caminata, esperamos pacientemente, tranquilos y en silencio, a que comenzara la primera ponencia. No nos defraudó. Vale.
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