

Porque con las palabras el pensamiento se eleva y se levanta el hombre. De este modo quiero darte alas y con mis buenas palabras encaminarte a un oficio digno.1
Aristófanes, Las aves.
Aquel sábado regresamos a casa más tarde de lo habitual. Y más cansados. No me apeteció nada, por lo tanto, bajar a visitar a mi vecino de la puerta 33. Lo había invitado a venirse con nosotros, pero rechazó la invitación. En el fondo se lo agradecí: José Luis y yo estamos hechos a una rutina clara y determinada. No debe de ser nada fácil acoplarse a nuestras idas y venidas. A cambiar rutas y restaurantes, por ejemplo, cuando nos interesa, pese a tener algún plan preestablecido. La flexibilidad irrita a mucha gente. Mejor, pues, no meter una tercera pieza en una maquinaria que funciona a la perfección con dos. Aprecio a mi vecino, no obstante, y, como al día siguiente era domingo, festivo, ya descansado, bajé a visitarlo nada más terminar de comer. Me abrió la puerta con la botella de vino en la mano.
—Ya sé —me dijo— que lo conveniente, dada la hora, sería un café. Pero qué quiere —añadió sonriendo—, seamos conservadores en algunas cosas.
—Bueno. Todo es acostumbrarse. Al fin y al cabo ni los griegos ni los romanos tomaban café después de las comidas.
Casi todo, en esta vida, depende de la actitud que uno tome ante ella. Y nuestra máxima es “Todo menos apurarse”.
—El vino es más digestivo —resumió llenando las copas—. Y bien, ¿qué tal el viaje de ayer?
—Muy bien. Como siempre. Terminamos muy cansados por no ser conservadores —le expliqué sonriendo— y por romper los viejos esquemas.
—Los experimentos a veces se pagan.
—Sí, pero a menudo vale la pena cambiar. Creo. Y en eso coincido con José Luis, mi amigo de escapadas. Éste dice, con cierta frecuencia, que casi todo, en esta vida, depende de la actitud que uno tome ante ella. Y nuestra máxima es “Todo menos apurarse”. Por lo tanto, los cambios no nos asustan.
—No está nada mal. ¿Y qué ha sucedido para dejar de ser conservadores?
—Sencillamente que no nos gustaba nada el camino, el trayecto ni el paisaje por donde íbamos. Hemos visto, de lejos, a unos ciclistas bajar por otro camino, distinto al nuestro, y, ni cortos ni perezosos, aunque era cuesta arriba, lo hemos tomado.
—Es toda una lección: cuando las cosas no funcionan bien, es necesario cambiarlas.
—Efectivamente. No obstante, no ha sido mejor lo tomado que lo abandonado. Pero dadas las circunstancias no podíamos hacer otra cosa. Así, pues, y tras unas breves palabras, y unos kilómetros de más, estábamos de nuevo en el punto de partida. Tras la comida, un tanto opípara, nos hemos ido a otro pueblo en busca de nuevas rutas.
—Son ustedes incansables. Después de comer apetece una siesta o un buen sofá.
—Teníamos que rebajar la comida, un pequeño exceso. Por otra parte, el destino elegido le gustará a usted. José Luis, como siempre, se había informado de rutas y pueblos. Y sabía que en uno de ellos está enterrado un ministro de Carlos IV y Fernando VII…
—¡Hombre! —exclamó todo entusiasmado—, Calomarde. Francisco Tadeo Calomarde, aquel que dijo, tras ser abofeteado por la infanta Luisa Carlota, “manos blancas no ofenden”. ¿Ha visitado su tumba? En Olba está, si no recuerdo mal.
—No. Lo siento. Estaba todo cerrado. Y yo no sabía nada de la existencia de ese personaje, ni sé quién es.
—Debería leerse usted los Episodios nacionales, de don Benito Pérez Galdós.
—Sí. Debería hacer y leer tantas cosas… la vida es demasiado corta. No llega para tanto…
—Tiene razón, perdone. Es como si usted me echara en cara no haber leído a Heródoto o a Tucídides.
Siempre he considerado que es una enorme ventaja hablar con desconocidos: no hay nadie en común, y, por lo tanto, las conversaciones son abiertas.
—Hace años que no practico esas cosas. Que por cierto, fue uno de los temas de conversación de ayer. José Luis, medio en broma, medio en serio, vino a decirme que soy asquerosamente erudito.
—No lo creo. ¿Tiene usted esa percepción?
—Sí. A veces me paso un poco con mis historias. Pero de algo hay que hablar. Y José Luis y yo tenemos la desgracia de no tener amigos o conocidos comunes: no podemos murmurar de nadie. ¿Qué mejor, pues, que hablar, por ejemplo, de cómo y por qué entraron los romanos en la península o de la etimología de oligarquía o de cosas similares?
—En eso tiene razón: siempre he considerado que es una enorme ventaja hablar con desconocidos: no hay nadie en común, y, por lo tanto, las conversaciones son abiertas. Aunque en esos casos casi siempre se termina hablando del gobierno.
—Apenas si lo mencionamos. No obstante, debo decirle que yo, de vez en cuando, por sendas y caminos, o comiendo, o yendo en el coche, arremeto contra algunos de mis compañeros por su necedad, por tratar de hacer creer que saben mucho cuando apenas si han leído la solapa de algún libro.
—Es una hierba esa que crece mucho en este país. No tiene más que oír a los contertulios que día sí y día también aparecen por las televisiones y las radios: saben de todo y entienden de todo.
—No los puedo sufrir. Ni veo la tele, ni presto atención a este tipo de personas. El otro día estuve oyendo a un director de teatro. No sé ni su nombre. Estaba perorando sobre un montaje que hizo de Antígona. El chico innovó algunas cosas, verdaderas necedades desde mi punto de vista, con la excusa de acercar los clásicos a la mentalidad de hoy. Para lo cual hizo que Creonte, el rey, fuera una mujer… Bueno, pues si eso es actualizar a los clásicos que venga Zeus y que lo vea. Claro, yo por protestar en contra de esto soy tildado de purista.
—Siempre hay una palabra mágica que cierra la discusión cuando uno no está a favor del otro, y el otro no tiene argumentos.
—De todas formas, tiene razón: soy un purista, entendiendo por lo mismo que no hace falta añadir o quitar nada de Antígona para entenderla. Y sigo pensando que no la entienden… Mire, en el mundo griego es sagrado enterrar a los muertos. Tras las batallas se concedían treguas para enterrar a los caídos. Es una ley dimanada de la divinidad. Por lo tanto el que Creonte dicte una ley en contra de lo estipulado por los dioses es una injusticia. Antígona se rebela contra ella y entierra a su hermano. Sigue la ley divina.
—Eso nos lleva a otro problema importante: ¿las leyes dictadas por un dictador son leyes? ¿Era justo perseguir y matar a los judíos o a los herejes? ¿Es justo no enterrar a los muertos?
—No. No lo es. Y rebelarse contra eso, como hace Antígona, no es hibris u orgullo como pretendía el director de escena. Es piedad. El cual no se ha leído a Platón, desde luego. Y siento ser un erudito…
—No, por mí no lo sienta. Adelante. Me gusta oírlo.
—En Las leyes, de Platón, hay una discusión entre Pericles y Alcibíades. Intentan determinar qué es la ley. Y ante la pregunta que usted acaba de formular, concluye Alcibíades que todo cuando obligan a hacer los gobernantes a los ciudadanos con el uso de la fuerza, esté eso escrito o no, no es ley sino fuerza y violencia. Nada más.
—Y en consecuencia es lícito rebelarse contra ella. Como hace Antígona.
—Por supuesto.
—Por lo tanto los rusos no tienen por qué obedecer a Putin.
—Ni los ejércitos a los generales. O a los dictadores. Pero aquí se mezclan tantas cosas, tantos intereses, tantas necedades… Sin una sociedad determinada no pueden salir determinados mandatarios. Dicho sin ninguna erudición: de tal palo, tal astilla. Y, claro, cuando uno se subleva, es un orgulloso. Creo que más que hacer a Creonte reina, hubiera sido mejor, para este innovador director de las artes escénicas, hacer a Antígona hombre. De hecho, hay un parlamento en el cual Creonte le dice a su sobrina, antes de condenarla a muerte, que se comporta como un varón.
No puedo con los eruditos a la violeta, por citar a un escritor que no era griego ni romano.
—Cosas de las modas. Tal vez hacer a Antígona hombre le hubiera valido críticas de machismo y demás.
—Tal vez. Como ha dicho usted antes, siempre hay una palabra cerrojo, una necedad para tapar otra necedad más grande. Ahora se ha puesto de moda el hablar de sororidad, ya no hay fraternidad, que no distingue sexos… Pero dejemos esto, que no nos va a llevar a ningún sitio. Y lo otro, tampoco.
—Pues tampoco nosotros tenemos amigos en común para comenzar a murmurar. De algo tendremos que hablar.
—Hay muchos temas. Sin necesidad de poner a caldo a nadie. Ahora bien, no puedo con los eruditos a la violeta, por citar a un escritor que no era griego ni romano.
—De vez en cuando me sorprende usted.
—Diga lo que diga usted, está muy bien abandonar los caminos trillados y aventurarse por otros. Pero no me pida más. Recuerdo el título del libro, no su contenido.
—Yo no lo he leído.
—Pues hábleme de Calomarde. Eleve mi pensamiento a una ocupación digna. Dentro de poco José Luis y yo volveremos a Olba.
—No está atestiguado aquello que se le atribuye a Calomarde de “manos blancas no ofenden…”.
Y así seguimos hasta dar buena cuenta de la botella de vino.
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Notas
- Aristófanes, Las aves. Cátedra Letras Universales, Madrid, 1987. Traducción de Francisco Rodríguez Adrados.