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Diálogos en tiempos del virus (2)
Ignorancia

jueves 13 de mayo de 2021
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Ignorancia, por Vicente Adelantado Soriano
Un nuevo descubrimiento no trae más que nuevas incógnitas, más misterios. Fotografía: Daryl Mitchell
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.
Entre tantos exvotos colgados de los muros y de las bóvedas de algunos templos, ¿habéis visto alguna vez uno solo puesto por el que se haya curado de la necedad o por el que haya adquirido un grano de sabiduría?
Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura.1

Nieva de nuevo. El paisaje está precioso. Ignoro si podré abrir la puerta de la casita. La nieve se amontona frente a ella. Si puedo hacerlo, saldré a caminar durante una hora o dos. Antes, no obstante, me gustaría escribir una breve reflexión. Es una agradable forma de esperar a que salga el sol. Arde un buen fuego en la chimenea, hice mucho acopio de leña, y aquí se está de maravilla. Nada ni nadie me va a interrumpir. Tengo a mi lado una buena taza de negro y humeante café, y me acompaña, como siempre, mi querida pluma estilográfica. En estos momentos no me hace falta nada más para ser feliz.

Evidentemente, y cada día lo veo con más claridad, la mejor forma de ser feliz es tomándose la vida como si ésta fuera una comedia. Mi hijo, dado que trabaja en el extranjero, no ha podido venir a pasar las entrañables fiestas navideñas conmigo. Tampoco yo he podido ir a visitarlo. Todo debido al coronavirus, a la pandemia, a la cepa que se ha originado no sé dónde, y a la tercera o cuarta ola de este aguerrido virus, que no cesa de mutar y atacar. Todo eso no ha impedido que algún mequetrefe organizara algún que otro multitudinario concierto. Y que asistiera mucha gente. No se prohibió. Ahora bien, está terminante prohibido que un padre y su hijo se reúnan. Dicha prohibición no ha hecho sino darme la razón en una discusión que tuve, tiempo ha, con un ilustre conocido.

Podéis organizar un concierto donde se reúnen unos cuantos miles de personas, y no pasa nada.

—Las leyes —me dijo él, lleno de fatuidad, que, por cierto, pertenece a un partido político— están hechas para ser obedecidas. No te las puedes saltar a la torera porque no te gusten.

—Imagino —le repuse— que serás un gran admirador de Sócrates.

—Por supuesto que sí: tuvo la entereza de afrontar la muerte porque así lo habían dispuesto las leyes.

—Y esas leyes, ¿quién las escribió o dictó?

—Los jueces elegidos democráticamente por el pueblo. Y las votaras o no, nos atañen a todos.

—A los políticos también, ¿no? ¿O vosotros formáis grupo aparte?

—Nos atañe a todos, por supuesto.

—Pero vosotros podéis organizar un concierto donde se reúnen unos cuantos miles de personas, y no pasa nada. Podéis organizar algaradas y asaltos a congresos y parlamentos, y no pasa nada: nunca vais a la cárcel; y yo no puedo viajar a Alemania, ni mi hijo venir a España. Nosotros somos portadores del virus, y del mal; pero no quienes han asistido al magno concierto o han movilizado a un hatajo de descerebrados para dar un golpe de mano o estar incordiando frente a una casa particular. Son estas unas leyes muy justas. Y democráticas. Todo depende de quién organice el viaje o la reunión o el golpe de mano.

—Se está investigando…

—Sí, lo de siempre. Y vais a depurar responsabilidades. Ya nos conocemos las muletillas. Se condena a una mujer por robar pan para sus hijos, pero se le perdonan todas las fechorías, millones y millones robados, al rey porque, según vosotros, hizo una ejemplar Transición de la Dictadura a la Democracia. No cabe más necedad. Interesada, por supuesto.

No quise seguir discutiendo con él. Le recomendé que se leyera, en cualquier libro de investigación científica, lo que sucedió con Clair Patterson y la industria del plomo, concretamente con la Ethyl Corporation. Leyes y más leyes, a cual de todas más justa. Como la de permitir un concierto en tiempos de la pandemia. No hubo más. Le volví la espalda y me fui. Hay polémicas que no sirven para nada. Al fin y al cabo aquél estaba defendiendo el estatus que había conseguido. Y no iba a renunciar a él salvo que le ofrecieran otro mejor. Aunque murieran miles de personas. Es la vieja historia de una buena parte de la humanidad.

Más de una vez he oído decir que todo en esta vida es relativo. Tal vez sea así, pero no deja de ser curioso que dicha relatividad siempre lo sea para los privilegiados, es decir para quienes detentan el poder. A mí la teoría de la relatividad me atraía por otras historias bien diferentes de aquélla. Hace ya muchos años, se me ocurrió regalarle a mi hijo, cuando era un niño de pocos años, un pequeño telescopio. Si nos olvidamos del anillo de pedida que le regalé a su madre, fue aquel el regalo más fructífero que he hecho en mi vida. El niño no se cansaba de mirar al cielo. Algunas noches hubo que llevarlo a lo alto de una montaña para ver la luna y las estrellas. Y comenzó a pedir libros y a hacer preguntas. Le compré libros, y los leí yo. Y fue entonces cuando comencé a percatarme de esa necedad tan grande de dividir los estudios en ciencias y letras.

Me asombraba todo cuanto me contaba de las galaxias, la continua expansión del universo, la vida de las estrellas, los agujeros negros y demás.

—La vida —le dije a mi hijo cuando ya no supe responder a sus preguntas— es muy limitada. No se puede abarcar todo. Yo me he dedicado a las letras, y mientras me has preguntado quién era Casiopea, Berenice y demás, te he podido responder. Pero a partir de ahí, no sé nada de elípticas, de gravedad y de masa específica. Lo siento.

Siguió por su cuenta y riesgo. ¡Ah, qué bien se está aquí! Qué paz. Qué silencio tan maravilloso. No me molesta la soledad. Todo lo contrario. Me incordian las multitudes, las calles llenas de gente y las tiendas abarrotadas. Estoy solo. Pero soy feliz. Por supuesto me hubiera gustado mucho estar con mi hijo y que me contara algo sobre sus observaciones estelares. Pero no puedo hacer nada al respecto. Solamente sentirme orgulloso: he tenido suerte. Mi hijo siguió leyendo libros en busca de las respuestas que yo no supe darle. Y entonces fui yo quien comenzó a hacerle preguntas a él. Había vuelto a los textos de Demócrito. Y nuestras conversaciones sobre los átomos, el origen de la vida, y la formación del universo, fueron apasionantes. Incluso alguna que otra vez volvimos a la montaña, con un telescopio mucho más potente, para escrutar el cielo.

Me asombraba todo cuanto me contaba de las galaxias, la continua expansión del universo, la vida de las estrellas, los agujeros negros y demás. Yo cada vez sentía más admiración y más deseos de saber más y más de todo aquello. Lamentaba, al mismo tiempo, que la vida fuera tan corta y limitada, pues me hubiera encantado entonces estudiar física, astronomía, química…

—No te empeñes —me decía sonriendo—, no se puede abarcar todo. Y en el fondo, si lo piensas, todo es uno y lo mismo.

—Sí, eso mismo he pensado yo en infinidad de ocasiones. A menudo cuando íbamos a ver restos de dinosaurios, y de una muela habían reconstruido a todo un mastodonte, yo pensaba lo mismo de siempre: vete a saber si fue así. Lo mismo me sucede con las traducciones que hacemos del griego o del latín. Vete a saber lo que quiso decir aquel que lo escribió, y lo que entendemos nosotros dos mil años y pico después.

—En el caso de las ciencias hay cosas que son demostrables.

—No lo sé. Seguramente tendrás razón. Yo no tengo ni idea. Pero a veces me parece que todo es como una novela de Conan Doyle, o de Agatha Christie: juegos de rompecabezas. Algo montado por alguien para que todo encaje. A menudo tengo la impresión de que unos y otros van moviendo las piezas porque no terminan de encajar, o porque el tiempo las alarga o las contrae, y hay que volverlas a montar de nuevo.

—¿Quieres decir —me preguntó sorprendiéndome— que es imposible el conocimiento?

—No me atrevería a decir tanto. No lo sé. Diría más bien que lo que hoy nos parece cierto, tal vez no lo sea mañana. Lo que sucede es que la vida es tan corta que mañana no es nada, es una pequeñísima porción de tiempo…

—Hay cosas —me dijo— que te diría que son incontrovertibles. Que hay agua, que hay vida…

—Sí, pero seguramente el concepto de vida, tal como la entendemos, no se podrá aplicar a todo el universo… Mira, esto es hablar por hablar. No sé nada. Pero si dicen que es posible que haya vida en otras galaxias, a lo mejor esas formas de vida no necesitan el oxígeno, el agua, el sol… Será una vida distinta. Creo.

—Es posible. Yo tampoco lo sé.

—De todas formas —le dije—, lo que me gusta de estos libros que me pasas tú es que me abren nuevos campos, me plantean más y más preguntas. O me dan nuevas perspectivas.

—Quizás la ciencia sea eso: buscar respuestas a esas nuevas preguntas.

—Pero para eso hay que tener una cierta preparación. Yo, por ejemplo, siempre he pensado que los fósiles marinos hallados en las montañas de mi pueblo eran debidos a que aquellas montañas, alguna vez, estuvieron bajo el agua. El mar se retiró en un momento determinado, y allí quedaron atrapados muchos bichos…

—Es una teoría. Hay otra que dice, como sabes, que hay montañas que surgen del mar arrastrando consigo todo tipo de vida. Sea cual fuere la teoría verdadera, lo innegable es que tenemos fósiles.

—Sí. Eso es cierto. Y también tenemos textos de la antigüedad. Hemos sido capaces de leerlos.

“Decía Bécquer que mientras haya misterio, habrá poesía”. “Pues vamos a tener poesía hasta el fin de los tiempos”, me dijo sonriendo.

—Es lo importante. Por supuesto es muy interesante saber el valor que tuvieron para ellos en su tiempo. Como lo es saber cómo vivían esos seres que han quedado petrificados. Pero creo yo que todavía es más importante las lecciones que podemos sacar para nosotros, vivieran o pensaran aquellos como lo hicieron.

—¿No te parece que es esa una forma de reconocer nuestra impotencia?

—Sí. Tal vez tengas razón. Pero por más que te empeñes jamás vas a tener una visión objetiva del pasado. Eso no existe. Todo son interpretaciones. Unas más ajustadas que otras, o menos descabelladas, no lo sé. Porque hemos llegado a un extremo en el que todo parece descabellado. El átomo, los neutrones…

—Ahí ya no te sigo. No entiendo nada. He leído algunos de los libros y de los artículos que me has enviado. Pero no me preguntes qué es el bosón de Higgs, por ejemplo, porque no lo sé…

—Sabemos menos de lo que te imaginas. Un nuevo descubrimiento no trae más que nuevas incógnitas, más misterios.

—Decía Bécquer que mientras haya misterio, habrá poesía.

—Pues vamos a tener poesía hasta el fin de los tiempos —me dijo sonriendo.

—No sé —le dije riendo de buena gana, y aunque no tenía mucho sentido, o sí—. Creo que deberíamos sacrificar un gallo a Asclepio. O colgar algún libro de estos junto a los exvotos de piernas, brazos, manos, dedos y demás que cuelgan de alguna cueva santa.

—Es mejor —me dijo mi hijo con su sentido práctico— que regales el libro, y que circule.

—Hay ejemplares para todo —repuse.

—En ese caso —me dijo riendo también— deberíamos ir a Grecia y buscar el templo de Atenea.

Recuerdo que tras estas últimas palabras salimos a caminar. Fue un día delicioso. Voy a hacer lo mismo ahora. Luego volveré a mis libros. Mis eternos compañeros. Y a esperar otras conversaciones con mi hijo. Vale.

 

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Notas

  1. Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura, Ediciones Orbis, traducción de A. Rodríguez Bachiller. Capítulo XLI.
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