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Diálogos en tiempos del virus (7)
Encadenados

jueves 17 de junio de 2021
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Encadenados, por Vicente Adelantado Soriano
Siempre hay seres inferiores a los cuales se les puede achacar todo, trabajos duros incluidos.
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

 

Se prolongó en exceso nuestras vidas, pobres ancianos, y ahora he de oír un mal, que jamás había esperado.
Esquilo, Los persas.

Mi vecino de la puerta 33 cada vez me sorprendía más y más con sus peticiones librescas. Al principio su interés se centraba en la historia, la filosofía, la literatura, leyó muchas novelas, y en la influencia de unas religiones sobre las otras. Pero, poco a poco, se fue decantando por la ciencia. Estos libros eran fáciles de conseguir. Se estaba iniciando. Me pidió un buen montón. De hecho tuve que coger el coche para poder llevarle, de una vez, todo cuanto me había encargado. Llegué a su casa cargado con tres buenas bolsas. No podía con mi alma.

—Siento haberlo cargado como un burro —se disculpó—. Pero las noticias que estoy oyendo no son nada alentadoras.

—No, no lo son —le repuse dejando los libros sobre la mesa. Él cogió la bolsa que había quedado en la puerta.

—Parece ser que nos van a volver a confinar a todos.

—Eso he oído. Así que también he hecho yo acopio de material. He tenido que coger el coche para poder traerlo todo de una vez.

Algunos de mi edad se empeñan en que hemos vivido demasiado: no teníamos que haber llegado a vivir esta maldita pandemia.

—Bueno —me dijo sonriendo en tanto me ofrecía el típico vaso de vino—, como vivimos en la misma finca, nos podemos reunir y charlar cuando nos cansemos de leer y estudiar. O cuando se nos terminen éstos.

—No es una mala idea. Podemos empezar ya. ¿A qué viene ese interés de ahora por la ciencia?

—No es nuevo. Siempre me ha interesado la ciencia. Ahora tengo mucho tiempo libre, y me puedo dedicar a ella con la pasión que antes no le dediqué… El otro día —me dijo a modo de explicación—, harto de leer, y sin ideas para escribir nada, me puse a ver la televisión. Deleznable todo cuanto transmiten. No obstante, di con un programa en el que estaban entrevistando a varios antropólogos. Éstos comenzaron a hablar de los orígenes de la humanidad, de los genes, de las emigraciones… Y se me volvió a despertar el viejo interés.

—No está mal. Por cosas más nimias han comenzado verdaderas vocaciones. Y los grandes amores.

—¿A usted no le ha interesado nunca la ciencia?

—No es que no me interese. Es que no puedo dominar ni lo que me llevo entre manos.

—Es cierto. La vida es demasiado corta. Aunque algunos de mi edad se empeñan en que hemos vivido demasiado: no teníamos que haber llegado a vivir esta maldita pandemia.

—Creo que es una experiencia más. Y nada desdeñable, por cierto.

—¿Le ha servido a usted para comprender mejor a la humanidad?

—Pues así de pronto no sabría qué decirle. Creo que no. Creo todos hemos actuado como era previsible.

—Pero es posible —me repuso— que esto nos haya hecho cambiar nuestros hábitos y conducta. Y, en consecuencia, algo de nuestra estructura para adaptarse a esos cambios. Ahora bien, esas variaciones, si se han producido, tal vez no sean visibles hasta dentro de unos años o unos siglos, quién sabe.

—No le puedo decir nada. Tendría que haber estudiado el comportamiento humano en otras épocas de peste. Y, sin duda, creo, nos encontraríamos con todo tipo de comportamientos. Igual que ahora.

—Me ha llamado mucho la atención que en el programa de la televisión del cual le he hablado, se contara una anécdota que ya oí, si no me equivoco, cuando estuve en Atapuerca, hace muchos años. Se insistió entonces, como ahora, en que los hombres primitivos eran solidarios entre sí: alguien perdió toda la dentadura, pese a lo cual siguió viviendo durante algunos años. Eso demuestra que un conocido, vecino o quien fuera, le masticaba la comida y se la daba como si fuese una papilla.

—Bueno —dije sonriendo—, gracias a Dios, donde quiera que vaya siempre dará con buenas personas. Y con necios y con estúpidos.

—Sí, desde luego. Y sería interesante saber por qué las personas actúan de forma tan dispar.

—Educación, medio ambiente, comportamiento, padres, amigos, vanidad de vanidades… O si quiere le cuento una bonita historia, y usted saca sus conclusiones.

—Adelante.

—Según la mitología griega, el hombre, y los animales, fueron creados por Prometeo al mismo tiempo. Éste no tardó mucho en percatarse de que había puesto sobre la tierra demasiados animales, así que a algunos de ellos los transformó en hombres pero manteniendo su psique de bestias.

—¡Vaya! —exclamó—, no sabía que los griegos fueran tan agudos y tuvieran tan mala baba.

—Tontos no eran, desde luego: los bárbaros podían ser los descendientes de esos animales incorporados últimamente al género humano y, por lo tanto, los podían esclavizar sin ningún problema de conciencia. No dejaban de ser animales.

Me parece una solemne tontería acusar a Platón de la no aparición, antes, de Darwin. Igualmente podíamos acusar a Prometeo de la ausencia de electricidad.

—¡Cómo se repite la historia! Es el mismo caso que sucedió con los europeos cuando esclavizaron a los indios o a los negros, posteriormente: se dijo que esos seres no tenían alma, eran bestias y, en consecuencia, se los podía hacer trabajar como tales hasta la extenuación.

—La vieja historia: siempre hay seres inferiores a los cuales se les puede achacar todo, trabajos duros incluidos. O lo que se nos ocurra.

—Me viene muy bien su observación. El otro día, en uno de estos libros que me trajo usted, leí algo que quería comentarle. Lo subrayé, pero no hace falta que lo lea: se lo resumo. Viene a decir el autor del libro que Charles Darwin, el autor de El origen de las especies, no apareció antes en el mundo de la ciencia por culpa de Platón, de su mano muerta.

—No entiendo nada. ¿Qué tiene que ver Platón con el origen de las especies? ¿Y qué es eso de la mano muerta?

—Pues que para Platón no hay evolución. Todo está en el mundo de las ideas, y todo lo vivo se tiene que amoldar a ese patrón ideal. No hay cambio. Eso impidió la investigación, la aparición del concepto de evolución.

—¿Y por qué ese autor —pregunté estupefacto— se fija en Platón y no en Heráclito? Éste dijo que nada permanece, que todo cambia constantemente. Ya sabe: nadie lee dos veces el mismo libro. O en Demócrito.

—Quizás porque Platón ha tenido más influencia que Heráclito, ¿no cree?

—Pero de eso no tiene la culpa Platón. Además, muchas de las cosas que dijo él se superaron hace muchísimos años. Me parece una solemne tontería acusar a Platón de la no aparición, antes, de Darwin. Igualmente podíamos acusar a Prometeo de la ausencia de electricidad. Al robar el fuego, hizo que el hombre no necesitara investigar la luz e impidió la aparición de Edison. ¡Vaya tontería!

—Tampoco exageremos.

—No exagero. Pero, de verdad, estoy un poco harto y cansado de profesores, escritores y demás morralla que se creen muy originales por culpar a este y a aquel de lo que se les ocurre. No se puede juzgar una época con los parámetros de otra. En griego no existe la palabra evolución, al menos en el sentido que la utilizamos hoy. Ni en latín la palabra bigote.

—No me diga.

—¿Sabe lo que suponía afeitarse y cortarse el pelo en aquella época?

—Nunca lo había pensado.

—Leí en algún sitio que un señor, dominus, le ordenó a su esclavo que le cortase las uñas. El esclavo, un niño, se puso a llorar nada más recibir la orden. Le preguntó el señor, dominus, por qué lloraba. Y la respuesta no tiene desperdicio: “Porque te voy a hacer daño y me vas a azotar”.

—¿No tenían tijeras?

—Es una invención tardía. Además, los únicos instrumentos bien afilados eran las espadas y las hachas… No, no me haga caso: mataban o herían pinchando, no cortando… Y sí, y antes de que me haga la pregunta: también entre los esclavos se dio la solidaridad, también hubo señores y señoras que trataron muy bien a sus esclavos, y éstos se arriesgaron y les salvaron la vida cuando se volvieron las tornas. Otros, por el contrario, siguieron el patrón: tienes tantos enemigos como esclavos posees.

—La verdad es que eso de la esclavitud ha sido una de las partes más negativas de la humanidad.

—Sí, pero siempre hay justificaciones para todo: si eran bárbaros, si no tenían alma, si son negros…

—Por lo menos hoy ya no hay esclavitud. Creo. Y ese es otro de los problemas que se me plantean: es posible que el conseguir alimento de una forma u otra modifique la estructura de un animal, e incluso la del hombre. Pero, ¿es capaz de reconocer sus errores? ¿Lo hace mejor eso…?

Nos gusta mucho el carnaval. Pero lo que me interesaría saber, de verdad, es si todo esto va a modificar los genes del hombre.

—¿Alguien reconoce en este país que se ha equivocado? —le interrumpí—. La gestión de la pandemia podría haber sido mejor o peor, no se lo discuto, los políticos deberían estar mucho mejor preparados, o tener un poquito más de sentido común… Pero, señor mío, vivimos donde vivimos, y había que salvar las fiestas del pueblo, había que salvar el verano, había que salvar la Navidad. Y está todo salvado y bien salvado.

—Y los hospitales a rebosar. Pero no echemos toda la culpa a los políticos. Sabe que a pocos metros de nuestra casa tenemos un bar con una amplia terraza. Todos los días está lleno a rebosar. Sábados y domingos los niños corren y juegan por esa amplia terraza, las madres fuman tranquilamente, los padres pasean a los perros por donde está prohibido hacerlo.

—Pero todos llevan mascarilla. Además, de colores, fosforescentes, con chistes, con banderas, con frases…

—Sí, nos gusta mucho el carnaval. Pero lo que me interesaría saber, de verdad, es si todo esto va a modificar los genes del hombre. Seguramente estaré diciendo una burrada, ya le digo que me acabo de iniciar. Pero me gustaría saber si se va a modificar el comportamiento humano. ¿Usted que opina?

—Que no se va a modificar nada. El hombre es el animal que siempre tropieza con la misma piedra. Gracias a Dios seguirá habiendo gente buena y solidaria, como aquel o aquella que le masticaba la comida a su vecino en una cueva prehistórica.

—Entonces no está todo perdido.

—Esperemos que así sea.

—Otra cosa que le quería decir: como nos van a volver a prohibir salir de casa, a mí me traen la compra. Dígame lo que le hace falta, y lo pido. De esta forma ya no tenemos que movernos, dado que libros tenemos hasta la consumación de los siglos. Y que podemos montarnos una pequeña tertulia.

—Esta tarde a eso de las siete bajo con la lista, y seguimos con nuestra charla.

—Muy bien.

Y con esa promesa nos despedimos aquella mañana en la que decidimos crear una tertulia de dos.

 

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