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Diálogos en tiempos del virus (34)
Bajo la lluvia (por la Vía Verde)

jueves 13 de enero de 2022
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Bajo la lluvia (por la Vía Verde), por Vicente Adelantado Soriano
Estábamos ya un tanto cansados. Y el cielo se iba oscureciendo cada vez más y más. La lluvia parecía ya inminente.
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

 

De todas estas consideraciones puede sacarse la conclusión de que aquello que es útil y necesario al hombre está siempre a su alcance, pero que es lo extraordinario lo que suscita su admiración.
Anónimo, Sobre lo sublime.

Cumpliendo su promesa, me llamó el viernes por la noche. Fue para decirme que el sábado tenía varias tareas ineludibles. No podía aplazarlas. Le resultaba imposible, en consecuencia, salir a caminar ese día. Era mejor, al menos para él, quedar el domingo. Entonces ya tendría dichas cuestiones resueltas. Esperaba.

—A mí, la verdad —le contesté—, lo mismo me da salir el sábado o el domingo. No tengo ningún problema.

—En ese caso —me respondió—, paso el domingo por tu casa a recogerte. A las nueve de la mañana. ¿Te parece bien?

—Me parece perfecto.

Nos despedimos. No me había encargado la organización de ninguna ruta. Imaginé, pues, que tendría alguna en mente. Con esa tranquilidad, tras desayunar, preparar la mochila, y tenerlo todo a punto, me dediqué a leer hasta la hora de la cita.

Ya tengo ganas de terminar con esto. No sé a ti, pero a mí han estado bombardeándome con la vacuna y sus efectos nocivos.

Apenas había pisado la calle cuando se presentó con su coche ante la puerta del patio. Nos saludamos. Estuvimos hablando unos minutos antes de poner el coche en marcha.

—¿Has pensado alguna ruta? —me dijo.

—No. Al no decirme nada, creí que ya lo tenías tú todo organizado.

—Pues no, no he pensado nada. ¿Te apetece ir a algún sitio en especial?

—Creo —dije tras unos segundos de reflexión— que sería buena idea continuar haciendo la ruta de la Vía Verde. Como no podemos salir de la comunidad, lo mejor sería ir a Barracas, y emprender el camino hacia Caudiel. Cuando nos parezca bien, nos damos la vuelta y comemos en Barracas. En el mismo restaurante donde comimos la otra vez.

—Me parece muy bien —contestó José Luis.                  

Y sin más nos pusimos en marcha. Durante el trayecto fuimos hablando de las próximas citas para la vacuna contra el coronavirus.

—Los de nuestra época —dijo conduciendo— nos habíamos quedado en una especie de limbo. Afortunadamente se ha resuelto. La semana próxima nos vacunan a todos los de la misma quinta.

—Ya tengo ganas de terminar con esto. No sé a ti, pero a mí han estado bombardeándome con la vacuna y sus efectos nocivos.

—El problema de este país —dijo José Luis— es que todo acaba politizándose. De mala manera, por supuesto: tiene más importancia la opinión de un cantamañanas, o de una necia de pacotilla, que la de un médico. Al que, por otra parte, ni entrevistan ni le conceden un minuto de audiencia. ¿Tú qué vas a hacer?

—Yo, vacunarme. Hablando el otro día con una conocida, gran entendida en la materia, le confesé mi completa ignorancia sobre el asunto. Pero como quiera —le dije sonriendo— que soy universitario, y siempre me he fiado de mis profesores, fui a hablar con un amigo médico. Me dijo éste que me dejara de tonterías y que me vacunara. Le voy a hacer caso. También me fie de él cuando me puse enfermo. Me tomé cuanto me recetó, y aquí me tienes.

—No hay nada como un buen profesional. Otro tanto me sucedió a mí. Por eso mismo estos días me he acordado mucho de ti. He tenido que ir al médico en varias ocasiones. Me van a internar… Le he preguntado al médico si puedo hacer ejercicio. Y me ha dicho, como te dijeron a ti, que caminar todo lo que pueda y un poco más.

—Parece ser que es el mejor deporte del mundo. Al menos para los de nuestra edad. Además, lo practicaremos como decía el oráculo de Delfos: todo en su justa medida.

—¿Sabes —me preguntó— que del oráculo de Delfos parte la ruta del GR-7?

—Sí, me lo has dicho en más de una ocasión. Creo que deberíamos coger un avión, plantificarnos en Delfos y comenzar a caminar hasta llegar a casa. Después de hacer las correspondientes libaciones a los dioses.

—¡Hombre! —exclamó—, llegar hasta aquí, no, pero darnos unas vueltas por el Peloponeso no estaría nada mal. Vamos a entrenarnos en principio.

—Pero tenemos que ir a Ítaca. No me voy de allí sin saludar a Penélope.

—Todo se hará. Tranquilo.

Y así, charlando amigablemente, llegamos a Barracas. Aparcamos el coche, cogimos las mochilas y nos dirigimos hacía la Vía Verde. Hacía fresco. Nos abrigamos. El cielo, además, estaba muy negro, encapotado. De vez en cuando, no obstante, salía el sol. Era la temperatura ideal para una buena caminata.

—Yo voy a probarme —dijo José Luis—. No sé, después de estos días de médicos, pruebas y ensayos, cuánto tiempo podré aguantar.

—No hay ningún problema —le repuse—. Salimos a pasarlo bien. Por lo tanto, aquí no hay ni sufrimientos ni superaciones de nada. Cuando nos cansemos, nos volvemos. O nos volvemos antes de cansarte. Recuérdalo. No te agotes: nos queda el regreso.

Siempre he oído que no hay nada como enseñar para aprender: te obliga a sistematizar, a ser claro, a tener lógica.

Fuimos juntos los primeros kilómetros. Hablando. Deteniéndonos de vez en cuando para observar plantas, árboles o piedras. A veces, con los móviles, hacíamos fotos.

—Yo siempre he querido saber el nombre de muchas de estas plantas… Una vez vino un biólogo al colegio. Llevamos a los niños al campo, y él les explicó las utilidades de las distintas plantas, su uso… Fue muy interesante. Además, el hombre tenía una gran facilidad para explicar, para hacerse entender… Era una maravilla. Hay mucha gente que sabe mucho, no lo discuto, pero no saben hacer llegar sus conocimientos. Y otros los transmiten con una claridad meridiana. No todos sirven para maestros.

—Yo creo que quien sabe o domina un tema es capaz de explicarlo y hacerse entender. Además, siempre he oído que no hay nada como enseñar para aprender: te obliga a sistematizar, a ser claro, a tener lógica.

—Es un arte.                                                                           

—Todo lo es en esta vida. Siempre y cuando se hagan las cosas bien, como se deben hacer.

—Y se sea honesto.

—Esa es otra historia. Una persona puede ser muy deshonesta y muy pedagógica. Creo.

Llegamos así al campo eólico. Desde muy lejos habíamos divisado las enormes aspas de los molinos. José Luis quiso que nos aproximáramos a uno de ellos para hacerse una fotografía. Los molinos me parecieron impresionantes.

—Me maravilla —dije— que de esto, como de un salto de agua, salga la electricidad. Y gracias a ella podamos utilizar los ordenadores, las cocinas… Me encantaría que alguien me explicara el proceso de transformación.

—Funciona como la dinamo de una bicicleta.

—Me recuerdas la primera vez que busqué en un diccionario la palabra prohibida. La busqué con verdadero ahínco. Y el diccionario, muy honesto él, no daba ninguna definición. Remitía a otra entrada distinta que, a su vez, remitía a la anterior. Y así ad nauseam.

—Bueno, yo no te lo sé explicar. No hay más.

—Estas cosas —dije recorriendo con la vista el amplio campo de molinos— siempre me recuerdan los versos de Sófocles: “Hay cosas admirables, pero ninguna lo es más que el hombre”. Hace maravillas cuando se aplica al bien.

—Y verdaderas salvajadas cuando se aplica al mal.

—Desde luego. Estos días he estado releyendo algunas historias sobre Alejando Magno. No siento ninguna admiración por él. No he podido evitar un sentimiento enorme de asco. Cuántas muertes y cuántos asesinatos. Pueblos enteros o masacrados o condenados a la esclavitud. Por la ambición de una persona.

—Dicen, y yo soy un lego en la materia, que gracias a él se produjeron muchos e importantes descubrimientos geográficos.

—Sí. Vale. ¿Y de verdad hacía falta asesinar a tantas personas para descubrir que el Indo y el Nilo son dos ríos diferentes?

—No te lo sé decir.

—Yo tampoco.

Y en estas llegamos a una bifurcación. Un camino cruza la Vía Verde. En el cruce, un poste, con una señal, indica la dirección de Tarifa, y la distancia, 2.132 kilómetros.

—Ya sabemos —dije sonriendo— por dónde ir a Tarifa.

—Lo indican —me explicó José Luis— porque allí está el final del GR-7. Podemos ir desde Delfos hasta Tarifa caminando. ¿No querías hacerlo?

—No estaría mal. Calculo que caminando podríamos cubrir la distancia en un tiempo estimado, semana arriba, semana abajo, de diez o doce años.

No contestó. Seguimos caminando. El cielo se iba oscureciendo por momentos. Y así llegamos a otra señal. Indicaba ésta cómo ir a la masía de la Cerrada (Torás), lugar donde nació don Antonio Ponz Piquer.

—¿Conoces de algo a este hombre? —me preguntó José Luis sentándose en una piedra.

—No. En mi vida he oído hablar de él. No debió de ir por ahí masacrando a nadie porque entonces seguro que lo conoceríamos.

—No te quepa duda. ¿Nos acercamos a ver su casa?

No la pudimos hallar. Tampoco insistimos mucho. Estábamos ya un tanto cansados. Y el cielo se iba oscureciendo cada vez más y más. La lluvia parecía ya inminente.

Ha sido —me dijo ufano ocupando su silla— la excursión más larga que hemos hecho: dieciocho kilómetros —explicó mirando su móvil.

—Es mejor que emprendamos el regreso —le dije a José Luis—. Ya volveremos otro día y lo escudriñaremos todo bien.

Así lo hicimos. El camino de regreso no fue tan vivo ni animado. José Luis acusaba el cansancio. Se iba quedando atrás. Lo esperé. Comenzaban a caer las primeras gotas. Hacía frío.

—Una cosa —me dijo nada más ponerse a mi altura—. No me esperes, por favor. Ve a tu ritmo. No quiero angustiarme pensando que me estás esperando. No te detengas. Nos vemos en el restaurante.

No quise molestarlo. Pero tampoco yo estaba para tirar cohetes. Aun así la distancia entre nosotros fue aumentando. Me volvía de vez en cuando para ver por dónde iba. Si lo veía caminar, me quedaba tranquilo, y seguía. Cada vez llovía con más fuerza. Me puse la capucha del chubasquero. Vi que también José Luis se cubría la cabeza. Apresuré el paso buscando algún lugar donde refugiarme y esperarlo, pese a sus ruegos. No hallé nada con lo que resguardarme de la lluvia. Lo vi caminando con un paso regular. Me fui en busca del restaurante. Nos reunimos, empapados, al cabo de una media hora.

—Ha sido —me dijo ufano ocupando su silla— la excursión más larga que hemos hecho: dieciocho kilómetros —explicó mirando su móvil—. Exactamente, 17,61.

—No está nada mal.

—Creo que como entrenamiento para el GR-7 nos vale.

—Toda piedra hace pared. Yo ahora quiero saber quién fue el tal don Antonio Ponz Piquer. Tenemos que investigarlo.

—Lo haremos, amigo Sancho —dijo sonriendo—, pero comamos agora, que tripas llevan pies et non al contrario.

—Que me place.

Y así, y no de otra forma, se terminó la larga caminata, pasada por agua, de aquel primer domingo de mayo.

 

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