XXXVI Premio Internacional de Poesía FUNDACIÓN LOEWE 2023

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Diálogos en tiempos del virus (37)
Desorientados

jueves 3 de febrero de 2022
Desorientados, por Vicente Adelantado Soriano
Agua cayendo por una montaña, en forma de cascada, siempre es un espectáculo majestuoso.
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

 

No a cualquier hombre le es dado llegar a Corinto.
Horacio, Epístolas.

Consultó varios partes meteorológicos antes de llamarme por teléfono. Anunciaban, en unos y en otros, nubes, posibilidades de lluvias y frío, mucho frío. Tras dudarlo durante unos minutos, se hizo el ánimo y finalmente marcó mi número. Vencieron sus enormes ganas de salir a caminar por el monte.

—Buenas noches —me dijo en cuanto el móvil, tras presionar varias veces la tecla requerida, me hizo caso, y se puso a la escucha.

—Buenas noches —le respondí.

—Oye —añadió a continuación—, a mí me apetece mucho salir a caminar. ¿Nos atrevemos con el frío?

Llegamos al cabo de una hora, más o menos, a la famosa fuente de los cincuenta caños. Sin ningún problema. Es decir, sin habernos perdido. Lo cual no dejaba de ser una novedad.

—Sabes que no me molesta el frío —le respondí—. Lo prefiero, con mucho, al calor. Éste me aplatana. Con el frío me crezco.

—¿Paso a recogerte el sábado a las ocho de la mañana?

—Perfecto.

—¿Tienes prioridad por alguna ruta?

—Ni lo he pensado. La que tú escojas. No hay ningún problema.

Me llamó poco después para decirme que tendríamos que ir en mi coche. El suyo estaba en un taller por un problema mecánico. Apareció por casa, no obstante, en el coche prestado por su ex mujer. Sin los permisos requeridos. Lo aparcó en mi calle, y salimos en el mío.

—Lo siento —dijo tras el saludo pertinente—. Ya sé que no te gusta conducir, pero hoy no he podido hacer otra cosa. Ahora bien, para facilitarte la tarea he pensado que podríamos hacer la ruta de los cincuenta caños, en Segorbe, ciudad que conoces, y a la que sabes cómo llegar.

Así es, efectivamente. Le agradecí la deferencia. Llegamos al cabo de una hora, más o menos, a la famosa fuente de los cincuenta caños. Sin ningún problema. Es decir, sin habernos perdido. Lo cual no dejaba de ser una novedad. El problema, no obstante, se planteó cuando salimos del coche. Cargados con las mochilas buscamos alguna señal que nos indicara por dónde comenzar a caminar. Había cuatro o cinco posibilidades y ninguna indicación. Queríamos llegar a una cascada conocida con el nombre de El Salto de la Novia. La información obtenida por Internet fue de risa: “Llegados a la fuente de los cincuenta caños emprendemos el camino…”. ¿Cuál de todos? Hay así como tres o cuatro.

A falta de señales, nos dirigimos hacia un camino de tierra. Nos pareció el más lógico. Transcurre paralelo al río Palancia. El camino se terminó a los pocos metros de haberlo iniciado. Imposible seguir por allí. Volvimos sobre nuestros pasos. Y seguimos caminando en sentido contrario. Hacía frío. La pista era amplia, arenosa y estaba bordeada por altos y gruesos árboles.

—Este es un país de aventureros y de sabios —dijo José Luis enfadado—. Vayas por donde vayas no hay ninguna indicación ni señales de nada.

—Eso está muy bien: los ayuntamientos nos consideran grandes conocedores de nuestras tierras, y de las ajenas.

—Lo que les costaría poner un cartel indicando por dónde ir.

—No pidamos peras al olmo. Y menos ahora que están gestionando el bicho en su variante ómicron. Que parece que ya ha mutado en otra cosa, todavía más espantosa. No están para señales. Compréndelo.

—Sí, a algunos esto del virus les ha venido de maravilla para no hacer nada. O menos de cuanto no hacían antes.

Todos los caminos llevan a Roma, así que podemos ir por donde quieras: llegaremos a Roma.

Había carteles, no obstante: unos avisando de que estaba prohibido pescar en el río, o la pesca era sin muerte; y otros contando las historias de los gruesos y altos árboles crecidos a un lado del camino. El otro lado lo bordea el río Palancia. Hay plataneros. A sus pies, formando una sonora alfombra, se extienden montones de hojas podridas. De un precioso color ocre.

—Estos, creo yo —me dijo José Luis—, son los plataneros por los que me preguntaste el otro día. Los que dijiste que aparecen en el diálogo de Platón que estabas estudiando.

—Sí. Fedro. Me sucede a mí con los libros lo mismo que nos está sucediendo con el camino a seguir: nadie me supo explicar a qué tipo de platanero se refieren Fedro y Sócrates.

—Imagino que sería a este tipo de plataneros. No creo que en Grecia conocieran los plátanos.

—Pues no lo sé. Estuve indagando. Según leí y oí, todos los frutos provienen de Oriente. Y todos los caminos llevan a Roma, así que podemos ir por donde quieras: llegaremos a Roma. Y comeremos plátanos.

—Esto pone de manifiesto la falta de pedagogos, maestros y conocedores de sendas, caminos, y de frutos varios, que sufrimos en este país.

Y en esas estábamos, bajo un frío no muy moderado, caminando por donde Dios nos daba a entender, pero ignorantes de a dónde nos dirigíamos. En esas estábamos, digo, cuando vimos a un hombre caminando hacia nosotros. Pese a la enorme mascarilla que llevaba, cosas del virus, entendimos cuanto nos dijo. Íbamos errados, como era de esperar. Nos indicó por dónde ir. Y ya sin más problemas nos metimos en el buen camino. Se alejaba, en vertical, del río Palancia.

—Ya te he dicho que en esta vida no hay nada como un buen guía, pedagogo o maestro —dijo José Luis animado.

—¡Dios los bendiga! —exclamé—. Pero no olvides —añadí— que para ser un buen maestro hace falta haber sido un buen alumno. Algunos se saltan a la torera una y otra cosa tratando de pasar por lo que no son. Esperemos que no sea el caso.

—Siempre habrá sepulcros blanqueados. Aquí y en toda tierra y lugar. Pero fiémonos del buen señor.

—Sea.

Pasado el puente que nos indicó el amable señor, el camino, ya de montaña, se estrechaba. Íbamos el uno detrás del otro. José Luis caminaba muy atento a las señales, maltratadas por el tiempo y la intemperie, indicando largo o corto recorrido. Entramos en calor. Temía que nos hubiéramos perdido de nuevo. Pero tras un breve descanso para reponer fuerzas, quitarnos ropa, comer y beber, vi la cascada o Salto de la Novia cayendo de una alta montaña. Alegres como unas pascuas nos dirigimos hacia ella. No tardamos en alcanzarla.

Agua cayendo por una montaña, en forma de cascada, siempre es un espectáculo majestuoso. Nos engolfamos en él. Luego, por una carretera asfaltada, seguimos en busca de otras cascadas menores. Preciosas. Llenas de encanto. Sólo faltaban un par de ninfas saltarinas. No se puede tener todo en esta vida. Vistas las cascadas emprendimos el camino de regreso. Y nos sucedió lo de siempre: tomamos la pista equivocada y nos perdimos por los vericuetos de la sierra.

—Lo que tenemos que hacer —le dije sin perder la calma en ningún momento— es comportarnos como autodidactas. Quiero decir que compremos aerosoles o esprays, y pongamos señales en las rocas. Así sabremos por dónde hemos pasado y por dónde hemos de volver. Y no nos perderemos.

—Como Pulgarcito.

—Talmente. Pero dejar piedras aquí es como llevar agua al mar o leña al bosque.

—Bien. Me parece una buena solución: compraremos botes de pintura para no equivocarnos. En esta vida es tan importante escoger amigos como caminos y libros. Todo es cuestión de finura crítica.

—Y de suerte. A veces. Y de señales, propias o ajenas.

Me siguió y nos perdimos. Dimos con una dificultad, dada nuestra edad, que superamos no sin esfuerzos y con algo de temor.

—Sí. A veces.

La pérdida se produjo, todo hay que decirlo, por una tontería mía. Sin ningún sentido de la orientación, di indicaciones cuando lo mejor hubiera sido callarme. Llegamos a una bifurcación en la cual hay una señal vieja y desgastada. Indica que aquello es propiedad privada. Habíamos pasado por allí, pero yo dije que lo habíamos hecho por una senda, y no por la otra.

—Dice —apuntó José Luis señalando la señal con su garrote— “Propiedad privada”, no camino privado.

No le hice caso. Comencé a caminar por el camino que juzgué el correcto. Me siguió y nos perdimos. Dimos con una dificultad, dada nuestra edad, que superamos no sin esfuerzos y con algo de temor. Tuvimos que volver a superarla porque el camino se terminaba a los pocos pasos. No nos caímos, venciendo aquella subida y bajada, casi en perpendicular, de milagro. Vueltos a la señal de “Propiedad privada” nos metimos por ella, y nos tardamos en dar con el puente que aquel buen señor nos había marcado como referencia. Al cabo de una hora estábamos de nuevo en el coche.

Lo había aparcado a pocos metros de un restaurante. Intentamos comer allí; pero debido al virus, tres camareros estaban de baja, la cocinera sin sus respectivos ayudantes, y la terraza llena de clientes. Nos despidieron con buenas palabras.

Tenemos un restaurante de reserva: siempre está abierto. Está cerca de la carretera. Y se come muy bien. Allí nos dirigimos, y allí pusimos fin a la excursión. Habíamos llegado a Corinto, gracias a la amabilidad de un buen pedagogo conocedor de la materia, y habíamos regresado mal que bien. Además, no tuve ningún problema con el coche, lo cual es mucho para quien esto escribe. Los paisajes y la caminata, incluida la pérdida, valieron la pena. Vale.

 

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